Se le dice despenador a un tipo de chamán sudamericano que les “quita las penas” a personas agonizantes y sufrientes —es decir, practica la eutanasia—, de común acuerdo con sus familiares. Los despenadores son escasos y esquivos. Un antropólogo emprende un viaje por Jujuy para investigar sobre esa figura y sus prácticas. Entrevista a informantes, comparece en festividades locales, se traslada de un lugar a otro y contempla el paisaje.
La película tiene reglas de juego un poco evasivas. El antropólogo está actuado por una persona que se llama distinto a su personaje, y que ya figuró en un par de películas antes, es decir, un actor. Los demás personajes se llaman igual que las personas que los actúan, y parece tratarse de la práctica neorrealista de poner en cámara a personas que no son actores profesionales, pero que cargan en su cuerpo y fisonomía las marcas de un origen y de una vida similares a los de sus personajes: no cuesta imaginar, por ejemplo, a la persona empírica Eduarda Paz, que hace el rol de doña Eduarda, efectivamente desplazándose por la zona en un cuatriciclo, encargándose de la llave de la iglesia del pueblo y asumiendo que la aparición de caca de murciélagos es un aviso de la inminencia de alguna muerte en las cercanías.
Los informantes que declaran mirando a cámara bien podrían ser entrevistas posta, documentales. Las cinco o seis festividades también son, probablemente, documentales, es decir, no tienen pinta alguna de haber sido armadas para la película, sino que el equipo se fue a captar una fiesta que ocurría efectivamente y plantó en su cercanía, de la manera lo menos intrusiva posible, al actor que hace del antropólogo. No ocurre nada de especialmente dramático en la película, todo tiene un tono bien cotidiano, y se convierte en objeto de atención, durante varios minutos, a hechos ínfimos como poner nafta en el auto, presentar los documentos en un control rutero o cenar en un hotel a oscuras durante un apagón. Este tratamiento insinúa una reconstitución de hechos reales o totalmente verosímiles y prosaicos.
Las reflexiones del antropólogo que escuchamos en la voz over, con algunas frases en segunda persona dirigidas a alguien no identificado y ausente, parecen ficción. Las actuaciones duras, con los diálogos aprendidos, nada naturales, producen la misma situación paradójica que en el cine de Roberto Rossellini: al exponer con franqueza la falta de técnica actoral de quienes interpretan a los personajes, la película expone con franqueza su artificio, y esa honestidad propicia una confianza en una carga subyacente de realidad que impregna la película.
El despenador recuerda mucho el sensibilismo de Werner Herzog y Wim Wenders de los años 1970, y el parentesco es reforzado por la estructura “de carretera” y por una música climática dominada por sonidos electrónicos. Esa música incidental contrasta con la música local, captada en el terreno, que muchas veces no tiene rasgos detectables de cultura musical europea. En los créditos finales una voz femenina a capela, cantando en lo que podría ser quechua o aymara, es intervenida bellamente por esos instrumentos electrónicos. Buena parte de la gracia de la película está en la belleza y la magia de las imágenes y los sonidos: los paisajes, los rostros, el transcurso del tiempo. La cámara muchas veces queda fija y el plano se extiende por más de un minuto, nada más que para contemplar alguna pequeña gran cosa, como un grupo de llamas que cruza una carretera mientras pasa, de vez en cuando, algún camión. También hay planos que nos trasladan a una dimensión menos real, con la imagen enlentecida, el movimiento entrecortado, las imágenes fuera de foco. Hay también un par de planos preciosos en que el crepúsculo se refleja en el capó del auto.
La mirada penetrante de la cámara de Miguel Kohan propicia un tremendo viaje virtual por esa zona de Jujuy. Nos dejamos absorber por las pieles marrones y los rasgos tipológicos amerindios, las curiosas maneras de hablar (radicalmente diferentes entre sí) de los distintos personajes, esas montañas imponentes, la salina inmensa, las formas llamativas de algunas rocas, el clima árido, el mural colorido detrás del recepcionista del hotel, las paredes pintadas con colores cálidos. En el pueblito de Cochinoco viven nomás seis familias, y luego vamos a otro pueblo en el que vive una familia sola. De una manera suave, no ostensiva, la película nos atrae hacia la belleza y los encantos excepcionales de toda esa zona del norte argentino.
Como su protagonista, la película tiene alma de antropólogo: traza un panorama en el que advertimos distintas maneras de vincularse con la muerte de la población de esa zona. No existe ningún empeño en reducir las distintas facetas expresadas por los distintos informantes a un todo coherente: es un antropólogo que no antepone la tendencia a generalizar por sobre el respeto por la diversidad. La suma de diversidades, sin embargo, tiene un cierto perfil y difiere del de quienes seremos, creo, la mayoría de los espectadores de esta película. El antropólogo comenta haber leído, en una lápida, el epitafio “Contagiado por la muerte se fue”. Se habla del apego de los vivos por los muertos y de los muertos por los vivos. Se habla de vapores que emanarían de algunas tumbas, pudiendo enfermar o matar a la persona viva o secuestrarla hacia el submundo. Se habla de la convicción de que cada uno está cercado de sus muertos, como una manera de hacer que vidas supuestamente solitarias y monótonas terminen no siendo sentidas así.
En todo caso, esta película antropóloga no permanece indiferente a las emociones personales de su protagonista antropólogo, alguien que también perdió a alguien, que siente apego, que dialoga con esa persona en ausencia, que desearía quitarse las penas. Él quiere visibilizar la muerte en un remolino o un vapor, y también quiere aprovechar el viaje para estar solo, mirar alrededor y verse a sí mismo para separarse, en su condición de vivo, de quienes ya no lo están.
El despenador. Dirigida por Miguel Kohan. Argentina, 2021. Con Rubén Fleita, René Calchanpay, Eduarda Paz. Alfabeta.