To Lady Midnight.

El mundo conocido ha colapsado y casi toda la población del planeta ha perecido por una misteriosa enfermedad llamada la Muerte Verde. En Manhattan, dentro de las ruinas del Empire State, Wilbur Rockefeller Swain, el último presidente de Estados Unidos, un viejo centenario que varias décadas atrás se recibió de médico y que ahora vive con su nieta analfabeta, comienza a escribir sus memorias. Como no hay un editor interesado, no sabe a ciencia cierta si podrá culminar el proyecto y ni siquiera si habrá algún lector que lo lea en el futuro, inicia la escritura con la única frase posible: “A quien corresponda”.

La novela se llama Payasadas (Slapstick) y fue publicada en 1976 por Kurt Vonnegut, de quien justo hoy se celebra el centenario de su nacimiento. Tengo sobre mi escritorio dos ediciones de Payasadas: la de la editorial Pomaire, de 1977, que no consigna en ningún sitio el nombre del traductor, y la de La Bestia Equilátera, de 2014, vertida a nuestro idioma por Carlos Gardini. Por una cuestión de nobleza intelectual, y también porque está mejor escrita, las eventuales citas en esta página provienen de esta última versión. Payasadas no es uno de los libros más populares de Vonnegut, no tiene la misma buena crítica sostenida que ostentan La pianola, Matadero Cinco, Madre Noche y Pájaro de celda, pero es, al mismo tiempo, la obra más autobiográfica del escritor indianapolitano. Autobiográfica a lo Vonnegut, se entiende.

El elemento más personal de la vida del escritor que aparece en el libro tiene que ver con el personaje de la hermana de Wilbur Rockefeller Swain, el centenario narrador de Payasadas. El protagonista vino al mundo junto a una hermana melliza dicigótica llamada Eliza Mellon Swain, conformando una dupla de bebés tan feos que los padres sólo podían sentir vergüenza: “Éramos monstruos, y nadie esperaba que viviéramos mucho tiempo. Teníamos seis dedos en cada mano, y también en cada pie. También teníamos tetillas en exceso: cada uno tenía dos de más”. La relación de Wilbur Rockefeller Swain con su hermana melliza sedimenta toda la historia de Payasadas, dándole forma a una de las más interesantes –por polimorfa y sorprendente– historias de un vínculo fraternal en la literatura.

Pero la clave de todo el asunto se encuentra en el prólogo de Payasadas, donde no es Wilbur Rockefeller Swain sino el propio Kurt Vonnegut el que cuenta. Allí escribe sobre un viaje en avión que emprendió junto a su hermano mayor Bernard desde Nueva York a su natal Indianápolis, a inicios de la década del setenta, para asistir al funeral de su tío Alex Vonnegut. Los dos cincuentones, de más de un metro ochenta de estatura ambos, se acomodan en el jet –ventanilla Alex, pasillo Kurt–, descubriendo que ha quedado un asiento vacío en medio de los dos. El escritor piensa o señala o supone entonces que aquel asiento le correspondería a Alice, la hermana cuya edad está a medio camino entre la de Alex y la de él y que de ninguna manera podía acompañarlos porque había muerto de cáncer, a los 49, algunos años atrás en Nueva Jersey.

De pronto, la presencia de la hermana muerta ocupa ya no sólo el avión que vuela rumbo a Indianápolis sino el universo todo, cuando Kurt Vonnegut asume que hubiese sido catastrófico olvidarla alguna vez. Y cuenta: “Nunca se lo había dicho, pero era la persona para la que siempre había escrito. Era el secreto de la unidad artística que yo había logrado. Era el secreto de mi técnica. Cualquier creación que tenga cierta integridad y armonía, sospecho, es obra de un artista o un inventor que tenía en mente un público de una persona”. Y luego: “Sí, y ella tuvo la bondad, o la naturaleza tuvo la bondad, de permitirme sentir su presencia durante varios años después de que murió, de permitirme seguir escribiendo para ella. Pero luego comenzó a esfumarse, quizá porque tenía algo más importante que hacer en otra parte”.

Así, de pasada, como quien no quiere la cosa, Kurt Vonnegut añade al artefacto ficcional de un mundo decadente y posapocalíptico, no tan diferente en esencia a este en el que chapaleamos, la reflexión sobre el impulso creador del artista, la referencia al destinatario inmediato de la pieza en cuestión, llámese pintura, cerámica, sinfonía, verso o novela, subrayando lo que parecería una obviedad pero que, justamente, de tan evidente se vuelve invisible: se pinta, moldea, compone o escribe para alguien en particular, cercano, un lector inmediato que a veces ni siquiera conocerá la pieza que su presencia alumbró, la necesaria concreción de la unidad artística. Para Kurt Vonnegut, durante algún tiempo, ese lugar lo ocupó Alice, a quien también le debemos algunas de las páginas escritas por su hermano menor.

A quien corresponda.