Otra noche en bus, durmiendo en carretera. Despierto por una sacudida en el hombro: es el chofer indicándome que hemos llegado. Soy el último en bajar, debajo de un puente, en una parada improvisada. Piso tierra y el bus arranca. No hay nadie a quien preguntarle dónde estamos. Camino hacia una pancarta, me acerco y leo, debajo del dibujo de dos claveles rojos, ¡Nunca mais!; dos líneas, en tinta roja también, confirman que he llegado a Portugal. Son las cuatro de la mañana. Me siento en una acera, a esperar que Sara venga a buscarme.

“Lisboa es un gran silencio rumoroso”. Saramago capta en El año de la muerte de Ricardo Reis la esencia de la ciudad: un susurro húmedo con olor a cebolla y pescado. Capital romántica, objeto de devoción para autores nativos y extranjeros que la tratan de tú a tú, como una amante llevadera, caprichosa en su estructura de tejados viejos y ventanas en escalera. ¿Qué decir de una ciudad que ha sido, desde siempre, objeto de deseo para poetas locales y visitantes?

“Vamos a Lisboa, vamos a ver el mar de allá”. Varones con pantalón corto y camisetas, mujeres con faldas mínimas y hombros descubiertos, todos en chancletas, entre el sol radiante y la brisa de agua tibia. Atrás, Europa parece lejana y oxidada, cubierta de polvo. Mejor olvidar los miasmas del ayer: con las piernas de par en par, el Atlántico se abre frente a las narices, y el Nuevo Mundo, tentación permanente, se percibe muy cerca, apenas estirando el brazo. Termino el día en el Monumento a los Navegantes, homenaje a los exploradores del océano, próceres de la identidad portuguesa que se repite en los magnéticos de azulejo que se llevan los turistas para pegarlos en su refrigerador.

Anochece. Tomo el tren ligero frente a la Torre de Belem para conectar con el metro. Mucha piel oscura a bordo, nalgas exuberantes y tetas como melones, ingles y axilas sin afeitar, cabellos afro sujetados con diademas naranja y ganchos amarillos, impronta de la diáspora que se ha mudado al país. Lo menos que debe hacer la metrópoli, después de exprimir al África por todos los costados, es acogerla. No hay fado por ningún lado. La Lisboa de las novelas parece haberse extinguido, salpicada de música urbana tipo trap. Salgo del metro y me refugio en el hotel.

“Viajar debería ser estar más y andar menos”, anota Saramago en Viaje a Portugal. Pasamos más tiempo en ruta que en el destino. Por la buena charla, por el paisaje, o por el dolor de una despedida inminente, deseamos que el tiempo se detenga o que el camino se estire para extender el tiempo en carretera, el eterno deseo de no volver a casa, sino hacerla de ladrillos en movimiento continuo. Un kilómetro vale lo mismo que un año de vida.

Abordamos el auto, con mucho vino verde y bolas de bacalhau. Sara se pierde tecleando el GPS, damos tumbos en la autopista A8. Paramos en una estación, donde ella pregunta a los policías mientras yo descorcho otro vino y compro más bolas. Sara se aflige: no llegamos a ningún lado. Yo vacío otra botella y le pido que se relaje. Hay que confiar en los tesoros ocultos en los senderos menores, lejos de las rutas principales.

Dos horas después de lo planeado, poco antes del anochecer, llegamos a Playa Lourinha. La cadencia marina se extiende a la tierra y la espuma penetra sus raíces, salpicadas de mariscos y sudor. Hay moscas volando alrededor. La asepsia europea va quedando atrás. El sol se pone de frente, justo delante de la nariz, distinto al Nuevo Mundo, donde se oculta en el extremo izquierdo o derecho del horizonte. Se respiran caña dulce y repollo. El viento huele al Caribe, promesa cercana. “¡Oh, mar salado, cuánto de tu sal son lágrimas de Portugal!”.

La playa es rocosa, con una plancha de cemento en el centro. En 2020, Vhils, artista local de la piedra y del cemento, la utilizó para dibujar un rostro gigante de Saramago, sobre una plataforma donde las olas van y vienen, cubriéndolo y descubriéndolo en cada tumbo, “Donde acaba el mar y la tierra comienza”, sobre un límite ilusorio, cambiante según la marea. Tras dos años, el rostro casi se ha borrado, lavado por el roce infinito de la costa. Sólo se ven el borde de su frente calva y el marco de los anteojos, suficiente para mantener a flote sus ideas y su mirada ante el mundo que le tocó vivir.