Es 1945 y Angelo Badalamenti, hijo pródigo de una familia de sicilianos que se juntan todos los domingos a escuchar ópera en la vitrola (su padre se toma el tiempo para explicarle de qué va la historia mientras se seca las lágrimas con el puño de la camisa) queda mesmerizado cada vez que la pianola vertical que hay en el living de su casa se toca sola. Es de aquellos instrumentos a los que se le incorporaban rollos que hacían reproducir mecánicamente, nota por nota, varios temas clásicos (uno podía simplemente comprar un nuevo rollo y, con sólo insertarlo, la pianola “aprendía” a tocar una nueva pieza). Esos fueron los primeros reproductores musicales que estandarizaron, a lo largo y ancho de Estados Unidos, un montón de canciones: los comienzos de la caída del objeto áureo en tiempos de la reproducción técnica, el primer atisbo de música por fuera de directores de orquesta y ejecutantes. Pero más allá de la belleza de algunos de los temas que afectaban profundamente al joven Angelo, había algo fascinante en aquellas teclas que se pulsaban por sí solas, en aquella música que seguía, sonámbula y espectral, más allá de la atención y las voluntades de los mortales. Ese algo lo llevó a practicar y practicar para estar a la altura de su tutor invisible. El comienzo de la vida musical de Badalamenti es, en definitiva, una historia de fantasmas.
Luego de su primer amor por el piano, Angelo estudió corno francés y fue obteniendo una sucesión de distinciones y becas que, sin embargo, le permitían apenas bordear la mera posibilidad de encontrar un medio de vida.
Badalamenti, por simple ímpetu y entusiasmo cuasi ingenuos, tocó puertas y compuso para artistas de la talla de Nina Simone. La composición para scores cinematográficos tampoco se haría esperar –comenzando con algunos filmes de género, como películas blaxploitation–, pero la mayoría de toda esta primera y larga parte de su carrera, más allá de algún éxito ocasional, parece un preludio al encuentro con David Lynch. El entrecruzamiento de ambas mentes creativas puede colocarse a la altura de binomios como los de Marcel Carné y su guionista Jacques Prévert, Werner Herzog y su actor Klaus Kinski, Wong Kar Wai y su director de fotografía Christopher Doyle. Incluso más: en todos estos ejemplos lo que parece haber, más que nada, es el chisporroteo de dos egos que compiten y se retroalimentan al borde del abismo, pero entre David Lynch y Angelo Badalamenti había algo así como un perpetuo recorrido en una banda de Moebius donde las individualidades se fundían entre sí.
Salvo por los fanáticos de Eraserhead (con el diseñador de sonido Alan Splet como figura estrella), la música de Badalamenti es prácticamente sinestésica con las imágenes que aparecen evocadas en la memoria visual de cualquier película de David Lynch. Más que ninguna otra persona, Angelo entendió, desde el momento en que se conocieron (por tener raíces tanas se le había asignado la tarea de hacer coaching vocal a Isabella Rossellini para la canción que cantaba en Terciopelo Azul) el intuitivo y a la vez intrincado mundo lyncheano, esa frontera porosa entre la parodia y la total seriedad, entre lo kitsch y lo elevado, entre lo etéreo y lo demoníaco, entre el surrealismo y las telenovelas, entre lo sensual y lo grotesco.
Más que nadie, Badalamenti supo descifrar a nivel sonoro esa piedra Rosetta que podía tomar plano por plano una película de Douglas Sirk y extraer, como si fuese un tegumento, la sombra que crepita entre el technicolor estridente, el olor a podredumbre en un jarrón repleto de rosas, ese otro Estados Unidos oscuro, como una matrioshka maligna esperando a ser descubierta. Hay, ya en el score musical de Terciopelo Azul, algo irrepetible e inimitable que se da en ciertas disonancias, como si pudieran convivir lo inocente con lo más pérfido en cada tramo de una pieza. Algo que guarda íntima relación con su tímbrica, con esos sintetizadores que tienen una cualidad entre densa y etérea, como la de las brumas flotando por encima de los pantanos.
En toda esta línea posiblemente sea Twin Peaks donde más logradamente se llega a esta dimensión. Ahí las canciones reformulan y expanden su universo telenovelesco. Las piezas no quieren fundirse o mimetizarse con la película: más bien están ahí para repetirse y subrayar cada momento, volverlo exagerado y táctil, pero no como una mera sobreexplicación, ni tampoco como un recurso cínico y paródico, sino como una especie de lente microscópico que hace que un llanto, visto con suficiente detenimiento, se vuelva una mueca pesadillesca. La música de Badalamenti en Twin Peaks era exactamente eso: una especie de minimalismo ominoso que lograba superponer fantasmalmente dos mundos en un mismo plano.
Se podría decir muchísimo más sobre una carrera tan rica (que incluye la composición de apertura de las olimpíadas de Barcelona 1992, un montón de soundtracks más y la influencia pivotal en el dark jazz de bandas como Bohren und der club of Gore, que lo tomarán como sensei supremo), pero quizás la mejor muestra de su arte y de su universo se encuentre en una famosa entrevista disponible en Youtube. En ella, Badalamenti, detrás de su insigne fender Rhodes, explica cómo creó casi telepáticamente con Lynch el tema de Laura Palmer para Twin Peaks. El video comienza como muchas entrevistas, pero pronto la narración de los recursos empleados por Badalamenti se vuelve más pasional, al punto que mientras toca el piano y cuenta la anécdota con los ojos cerrados, ya no parece un entrevistado, sino alguien hipnotizado o hablando entre sueños. En el recuerdo, Lynch lo lleva, como en una meditación guiada, por sus imágenes, explicando qué sensaciones arrecian. Es un espectáculo que por momentos se vuelve incómodo, con una intensidad al borde de lo ridículo, pero de esas incomodidades que sólo se generan al presenciar algo impúdicamente verdadero. Al momento de terminar el tema (partiendo de la oscuridad del bosque a la más bella tristeza de la víctima de la telenovela) Badalamenti queda extasiado, al borde de las lágrimas, contando cómo él y Lynch se dieron un abrazo y concluyeron que esa iba a ser la principal pieza de la serie.
Nacido en 1937 y muerto el pasado domingo, fue alguien que supo más que ningún otro colaborador comprender los fantasmas del director, y que era para su universo oscuro lo mismo que esos rodillos en el corazón de la pianola. Alguien que acaba de morir, pero que con dos simples acordes podría hacer mover cualquier tabla de ouija.