Nacida en Roma con el nombre de Maria Luisa Ceciarelli, Monica Vitti murió el miércoles a los 90 años. Símbolo del tormento interior que emerge por los poros de la belleza, “la Vitti” era, para la mayor parte del público, sinónimo de carcajadas. No fue su única paradoja: la actriz más importante del cine italiano se sentía, antes que nada, una mujer de teatro. Era en los escenarios, en los que había representado desde clásicos como Sófocles hasta contemporáneos como Neil Simon, donde encontraba el fuego de su profesión.

La primera vez que el público uruguayo se topó con la imagen de Monica Vitti fue en la medianoche del sábado 13 de mayo de 1961, en las pantallas del cine Censa. Fue la proyección de La aventura (1959), de Michelangelo Antonioni, quizá su mejor trabajo. Al igual que había ocurrido en el Festival de Cannes, el público reaccionó con hostilidad. “Estaban los meramente guarangos” y estaban también “los guarangos tímidos, que se limitaban a reír de las vivezas que otros gritaban”, registra la crónica de Marcha. Ese “estilo caligráfico” de Antonioni, pronosticaba la crítica del semanario de Carlos Quijano, “va a provocar muchos malentendidos”, pero es el camino hacia “un cine que es creación absoluta”.

Los montevideanos volvieron a verla en las otras piezas de la “trilogía de la incomunicación” (llamada así por las características del vínculo entre los personajes pero que, al comienzo, también lo fue con la platea), La noche (1961) y El eclipse (1962). Podría agregarse un cuarto título, El desierto rojo (de 1964, elegido por la crítica uruguaya como el mejor film estrenado en 1965), y dar la razón a quienes hablan de tetralogía, pero basta verlo (está en Youtube, al igual que La aventura) para comprender que es otra la respiración que contiene.

Figura central del cine de autor italiano, Monica Vitti era también considerada una “capocómica”, lugar de privilegio en el mundo de la comedia que suelen ocupar estrellas masculinas. En esa cuerda se destacan La chica de la pistola (1968), de Mario Monicelli, y Polvo de estrellas (1973), su colaboración más recordada con Alberto Sordi. Quizá su explosión internacional fue una “comedia de acción”, Modesty Blaise (1966), de Joseph Losey, a la que se ha llamado “una James Bond en pollera”. Lejos de la Vitti atormentada que está en las retinas de la memoria.

Mucho más que musa

Entre los títulos de sus obituarios, uno de los más repetidos fue el más equivocado: musa de Antonioni. La idea de un realizador que encuentra en una actriz o en un actor una intensidad estética que insuflar a sus películas y que sustenta, a partir de ahí, una firma autoral no tiene por qué ser errada. Pero en el caso de Antonioni con Monica Vitti, decirlo es una ligereza. A lo sumo, este vínculo podría compararse con el que tenía Ingmar Bergman con Liv Ullmann. “Me decía que yo era su Stradivarius”, recordó una vez la actriz sueca. Si se toma en cuenta el tono de su voz y el gesto de su rostro mientras lo decía, a mitad de camino entre la aceptación y la ironía, se le podría dar la razón.

Antonioni, que fue pareja de Monica Vitti durante casi todo el quinquenio de colaboración, sabía esto. Al recibir el León de Oro en Venecia por El desierto rojo la reconoció prácticamente como coautora. Quizá, como apunta Fernanda Solórzano, lo que Antonioni quería mostrar en estas películas era “un fingimiento de normalidad” para desarmar no sólo la de sus personajes, sino cualquier otra construcción falsa. Si el poeta es un fingidor y la poesía puede ser el rostro de Monica Vitti escudriñando el horizonte, entonces quedaría demostrado, matemáticamente, que desentrañar la máscara requiere de la máscara.

Se ha dicho que las actuaciones de Vitti en esta trilogía están en un espacio de vacío, en lo que resta de la ausencia de algo más. Fue tan esencial su trabajo para lograr ese efecto casi metafísico en las películas de Antonioni, que Dan Calahan, crítico de New York Magazine, sitúa el conjunto como “films de Antonioni-Vitti”.

Aquí está la tentación de sacar de contexto una frase de “la Vitti” y pegarla a continuación, como un post-it sobre la página: “Yo no represento nada, yo soy la representación”. Quizá quien pueda darle la razón sea la poeta Anne Carson, autora del texto “Oda a lo sublime por Monica Vitti”, quien toma prestada su voz a partir del personaje de El desierto rojo y la conecta con Kant (el todo existe solamente en nuestras mentes) y con Edmund Burke (lo sublime como una mezcla de dolor y placer, de gracia y deformidad). Carson la hace decir, al final del poema, la pregunta de cualquiera que la mire: “¿Qué debo hacer con mis ojos?”.