Con toda probabilidad, un psicoanálisis de las artes plásticas tendría que considerar el embalsamamiento como un hecho fundamental en su génesis. Encontraría en el origen de la pintura y de la escultura el “complejo” de la momia. La religión egipcia, polarizada en su lucha contra la muerte, hacía depender la supervivencia de la perennidad material del cuerpo, con lo que satisfacía una necesidad fundamental de la psicología humana: escapar a la inexorabilidad del tiempo. La muerte no es más que la victoria del tiempo. Y fijar artificialmente las apariencias carnales de un ser supone sacarlo de la corriente del tiempo y arrimarlo a la orilla de la vida.
Así es que comienza “Ontología de la imagen fotográfica”, de André Bazin, posiblemente uno de los textos más influyentes en la historia de la teoría cinematográfica (o del cine a secas). En el texto, Bazin marcaba una posición y delineaba una ontología necesaria para entender el cine a partir del realismo. La fotografía primero y el cine después liberan a las artes plásticas de la perspectiva y las exigencias de mimetismo para forjarse como la expresión última de la realidad. Así, lo que se privilegia de ambas ramas del arte no es meramente lo empírico, sino el efecto psicológico que permite prescindir del artista; una idea o consenso de objetividad radical, de algo que sucede entre el dedo y el visor, más que entre el artista y el mundo.
Esta contienda entre el realismo del cine y la posibilidad de producir nuevas realidades e imágenes conforma el conflicto originario entre la tradición de los hermanos Lumiére (con sus imágenes documentales de trenes que salen de estaciones o de hombres que terminan sus turnos de fábricas) y la función demiúrgica del nuevo medio, comandado en sus orígenes por Georges Méliès. Es interesante porque no importa cuán intrincada sea la discusión, todo siempre deriva al mismo tronco en común, como la escisión de dos lenguas que partieron a la humanidad.
La cita no puede venir más a propósito cuando el director es Sergei Loznitsa y cuando la película es un material recopilatorio de las gargantuescas pompas fúnebres de Iósif Stalin en la Unión Soviética. La superposición de estas tradiciones técnicas y filosóficas genera, de por sí, nuevas resonancias. Los teóricos soviéticos, los primeros en generar un corpus sólido de reflexiones sobre el cine, sus alcances y sus límites, partieron de una idea bastante distinta a la del resto del mundo en cuanto a la forma en que esa realidad se estampa en el cine. Para ellos, más que un asunto empírico o fenomenológico, el cine era una cuestión discursiva y dialéctica. No se trataba de ósmosis del mundo hacia la cámara (con la puesta en escena y el plano en un lugar preponderante), sino de la relación entre estos planos del mundo. Así, no la imagen sino los conflictos o la retroalimentación o la continuidad entre los planos era lo que podía hacer una crítica de la realidad, permitir que emergiera por fuera de las mentiras de la naturalización fomentada por los dueños de los medios de producción.
Todo esto forma parte del conocido acervo del montajismo soviético, un movimiento que no demoró mucho tiempo en ser desmantelado y prácticamente sepultado por el realismo soviético, mucho más tosco y menos crítico con el medio cinematográfico.
La película del bielorruso Sergei Loznitsa se alimenta de varios de estos ríos subterráneos. En primera instancia, está hecha sobre material encontrado (y majestuosamente restaurado) de un evento que se registró de una forma monumentalista, ajena a la tradición de montaje citada. Hay, en el estilo de filmar a los deudos, incluso en cómo se registra el cuerpo sereno en el féretro (es particularmente impactante el encadenamiento hasta ese plano cenital en el que vemos a Stalin más petiso, casi insignificante, con unos bracitos cortos, como de tiranosaurio), algo mucho más cercano a las momificaciones egipcias citadas por Bazin que a la tesis-antítesis-síntesis de los planos eisensteinianos. Es, más que nada, un registro desbordado y excesivo, para uno de los líderes más desbordados y excesivos que haya dado el siglo XX.
Loznitsa, un cineasta que en su carrera ha alternado entre películas de ficción y este tipo de documentales found footage sobre los tiempos soviéticos, siempre tuvo la cualidad de remitirse al registro respetando sus cadencias, pero a su vez dotándolo de una mayor y extraña densidad. En Blockade (2005) reconstruía el sitio de Leningrado (con sus hambrunas, sus pestes, sus heladas y sus muertes) agregando sonido al material de archivo. De esta manera, por medio de un artificio, las imágenes adquirían otro estatuto de realidad, se reanimaban frente a nuestros ojos y frente a nuestro cerebro. Hacía salir a la luz, así, una especie de hiperrealidad o una dimensión cuasi quiromántica de su cine.
En State Funeral se procede de manera similar, pero a una escala más operística que fenomenológica: la recopilación de imágenes, su restauración, pero también su ensamblaje y sus tiempos nos hacen sentir dentro del funeral. En esta confección, Loznitsa podría haber recurrido a la tradición soviética, podría haber deconstruido por medio del montaje esas imágenes del dolor oficial y haberlas reordenado de una forma crítica. Sin embargo, en el reensamblaje se perdería esta noción más directa, en tiempo real, que genera el film. Así, en muchas instancias de State Funeral nos encontramos aburridos y abatidos (dura más de dos horas y en apariencia no hay mucho más que una sucesión de planos de gente escuchando palabras de homenaje grandilocuentes a la figura del más sádico jefe de Estado soviético), pero ese aburrimiento y abatimiento reproducen la sensación de lo que habrá sido estar ahí, en pleno invierno, teniendo que mostrar angustia. Así resumido parecería (más allá de los créditos finales, en los que se explicitan los millones de asesinados) un material fílmico que, en su perseguida objetividad, se vuelve acrítico, pero el resultado es exactamente el contrario. Loznitsa redobla la realidad porque no sólo reincorpora imágenes reales (con impecable trabajo de colorización y edición de sonido), sino que las ordena y monta como las hubiera montado el encargado de filmar ese funeral de Estado. Logra, primero por las imágenes y después por el dispositivo, hacernos sentir en la Unión Soviética, y nos permite cuestionarla. Podría haber sido más fácil recoger imágenes contradictorias, contraponerlas y generar nuevos significados (pienso, por ejemplo, en Jean Vigo y su hermosa y surrealista crítica a la burguesía en A propósito de Niza), pero Loznitsa confía en el plano, en el efecto de sedimentación de los rostros, de las frases y los ritmos.
No es un film para cualquiera, pero a su vez es de lo poco que ha habido últimamente en la cartelera que exige casi exclusiva y ontológicamente ser visto en cine. Una dimensión de escala sagrada, porque no es lo mismo ver el cadáver de Stalin en las cuarenta pulgadas de un televisor que proyectado sobre una pantalla gigantesca.
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