Es sabido que Pedro Almodóvar es uno de los grandes maestros del melodrama cinematográfico. A veces lo suyo se potencia con unos muy hispanos condimentos de bizarría casi surreal y sensualidad exacerbada, sumados a cierta curtición posmo por el camp y una expresa desconstrucción de la heteronorma, pero no es el caso de esta nueva entrega suya que, comparada, por ejemplo, con La piel que habito (2011), puede sonar hasta serenamente realista. De todos modos, están los hechos como para vertebrar un telenovelún de hace medio siglo, o una novela sensacionalista de hace un siglo y medio: madres solteras, bebés cambiados, la relación tirante de una muchacha con una madre severa y algo distante, una violación múltiple, la muerte de un hijo, un bebé arrebatado a su madre, el caso amoroso de una profesional de clase media con su empleada doméstica, las complicaciones ampliándose debido al prolongado silencio de un personaje, que a su vez contribuye a guardar para el clímax la gran revelación, y etcétera, etcétera.
No, no es ridículo. Si conocen a Almodóvar, no hace falta anticipar que él hilvana estos elementos con habilidad y elegancia, cuidando un ámbito de improbabilidades verosímiles, sin retacear los desbordes emotivos lógicos frente a hechos de esa naturaleza, involucrando fuertemente al espectador en ellos y propinándonos unos sorpresivos giros de timón.
Aun si el relato fuera una bobada flojísima, vale la pena hacer el clic en Netflix y dejar transcurrir las dos horas de metraje de Madres paralelas nada más que para recibir ese mimo a los ojos que es, cada vez más, cada película de Almodóvar. Esos juegos de colores fuertes, esos rojazos, azulazos claros, verdes, anaranjados, dispuestos en zonas grandes dentro del encuadre y armonizados en paletas expresamente chillonas, bañadas en generosa luz mediterránea. ¿Quién dijo que una historia llena de oscuridades tiene que contarse en deprimentes y penumbrosos matices de gris y marrón? La cámara de Almodóvar devora libidinosamente las cosas que ve, y selecciona cosas que levantan su libido. Janis, la protagonista, es fotógrafa profesional, y la película se maravilla (nos maravilla) con los productos de consumo de sus pack shots, con la sensual rubia tetona, con las poses de la otra modelo, con la virilidad de la mandíbula barbada de Arturo, y con las poses que la propia Janis hace mientras saca las fotos y dirige a sus modelos. La cámara trata de hacernos saborear la tortilla de papas, el pan, el helado de frutilla, enfocados nada más que por el placer de compartir con nosotros esos sabores (sí, no los sentimos realmente, pero ¡cómo los evocamos!). La cámara ama la decoración de la casa de Janis, sus obras de arte, sus plantas, sus objetos, el barrio pintoresco de Madrid, el pueblito del interior con casitas de piedra, esas viejas señoras españolas de rostros impresionantes, la ternura cálida de la madre de día, las expresiones de los bebés, las fotos de la década de 1930 y los rostros retratados en ellas, esa taberna con sus barriles de cerveza. El amor de Almodóvar por lo que filma incluye a sus personajes, y es quizá una de las claves de su humanidad: aun distinguiendo las miserias, las limitaciones y los defectos, su mirada amorosa alcanza las motivaciones, los dolores, los dilemas, y contribuye a darles sustancia. Y además, cómo dirige a las actrices. Viene siendo muy comentada, y con razón, la espectacular actuación de Penélope Cruz, pero también merece destaque el intenso trabajo de Milena Smit como Ana, la “madre paralela” de Janis, y la manera en que evoluciona desde la pibita desvalida en la maternidad hasta la mujer joven que asumió la independencia y la necesidad de trabajar para vivir.
La exquisitez de la forma se entrevera con la narración, entre otras cosas para resaltar el paralelismo o simetría entre Janis y Ana: los partos simultáneos en montaje alternado, cada una abrazando a su bebé, ese diálogo en plano/contraplano en que cada una está frente a una pared de un color distinto –pero ambas con el mismo camisón de internadas en el hospital–, el abrazo en la cama, ese plano en el que cada una está trabajando en una de las mesadas que ocupan posiciones opuestas en la cocina.
Toda narración clásica se basa en plazos marcados para brindarnos referencias del tiempo transcurrido, pero Almodóvar lo hace de una manera particularmente abrupta, dinámica: “Hasta el miércoles”, dice Janis a Arturo, y de ahí cortamos derecho a la escena de sexo entre ambos (con el detalle poderoso de la cortina que se sale de la ventana como si estuviera inflada por la energía sexual en la habitación). Luego del parto, vemos un encuentro entre Janis y Arturo y asumimos que este vino a visitar a su hijo, pero el contenido de la conversación nos desconcierta durante un tiempo, y recién nos percataremos de que se trataba de un flashback cuando, justo enseguida, vemos el encuentro que estábamos esperando, el que ocurre en la “actualidad” de la historia. Cuando Ana se va con la bebé, no vemos bien el interior del ascensor, tan sólo la luz fría que emana de él, como si ella estuviera entrando a otra dimensión. Las varias veces en que la puerta roja de Janis se cierra sobre nuestra cara funcionan como un elemento de puntuación. Pero el más bonito de los elementos de puntuación son esos fundidos al negro rápidos, donde el tratamiento digital cuida de preservar por más tiempo el brillo de las zonas más claras del rostro de Janis, generando unos breves momentos de exquisito claroscuro en esa película visualmente luminosa.
La idea de madres paralelas es más amplia que los elementos comunes entre Janis y Ana. Janis en muchos sentidos materna a la propia Ana, que es 23 años más joven. Janis cuenta que su madre, y la madre de su madre, fueron madres solteras como ella, y también lo es Teresa, la madre de Ana (que también se vio forzada a apartarse de su hija).
Y hay otra madre más que es España. Hay toda una dimensión fuertemente política en esta película. Janis contrata a Arturo, un antropólogo forense, para comandar las excavaciones de una fosa de víctimas de la derecha franquista. Hay quien considera superfluo, por demasiado viejo, revolver los crímenes de las dictaduras sudamericanas de hace medio siglo: pues esta película muestra que aun luego de 85 años pueden seguir abiertas las heridas nunca sanadas por el secreto cobarde, la prepotencia autoritaria y la desidia inmediatista. Y también aquí entra la cámara amorosa: nunca unos esqueletos semidestruidos se vieron tan bellos y tan luminosos, esqueletos que podemos ver también a través de la mirada de los descendientes, a quienes finalmente se les concedió la posibilidad de velar, dar concreción a la pérdida, que en la mayor parte de los casos ya no es personal sino social, nacional. Entonces, también hay paralelismo con aquellas heroicas viudas y huérfanas del fascismo, y la noción de que el futuro de un país requiere procesar el pasado. Esto es enunciado por la politizada Janis a la todavía inocente Ana. Es uno de diversos gestos militantes de Madres paralelas. Otro más es la remera, que dice “We should all be feminists”. Y otro más, el epígrafe final de Eduardo Galeano.
No hay un casamiento totalmente orgánico entre el melodrama más íntimo de Janis y Ana y esa dimensión política. Esta película deja una sensación menos íntegra, menos perfecta que la de tantas películas de Almodóvar. Ambos componentes están imperfectamente rejuntados, como las propias osamentas desenterradas. Es discutible si esa imperfección es un defecto. También hubiera sido artificial que el retorcido rumbo del melodrama estuviera encorsetado por un sentido alegórico funcional al mensaje ideológico grande que la película expresamente pretende dejar. El melodrama, a su vez, está cargado de mensajes ideológicos que tendemos a ver como “chicos” porque involucran lo privado, lo íntimo, lo personal, pero la película, justamente, rehúsa esa jerarquía, y les atribuye similar peso. Las dos dimensiones no se amalgaman del todo, pero se suman, se entreveran, rebotan unas en otras, y hay varios detalles conectándolas, como, por ejemplo, el hecho de que Teresa esté haciendo un rol en Doña Rosita la soltera, la obra final de Federico García Lorca, justo antes de que fuera fusilado y enterrado en paradero desconocido. Una vez más, esto no tiene una dimensión simbólica fácil de decodificar, pero funciona como un trayecto conceptual adicional en la rica trama de esta película tierna, intensa y combativa.
Madres paralelas, dirigida por Pedro Almodóvar, con Penélope Cruz, Milena Smit, Israel Elejalde. España, 2021. Netflix.
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