“Creo en Estados Unidos. Acá hice mi fortuna y crie a mi hija según las costumbres del país. Le di libertad pero le enseñé a no deshonrar a su familia”. Amerigo Bonasera

Más veces de las deseables me topé con personas a las que no les gustó la película El padrino porque sus tres horas les parecieron más largas de lo que son y se les hizo “lenta”. Ante eso, lo primero que siempre se me viene a la cabeza es dejarles un presente a los pies de la cama... Esas personas, quizás neófitas del arte cinematográfico, suelen ser el blanco perfecto del bombardeo del mainstream actual, esas películas producidas para el déficit atencional de las mil pantallas, que a los 15 minutos ya tienen explosiones, muertes y el beso entre el protagonista y la rubia.

El padrino, del por entonces casi desconocido director Francis Ford Coppola, de 33 años, apareció por primera vez en la pantalla grande hace 50 años. En Montevideo se estrenó el 10 de agosto de 1972, en los cines Censa y California ‒y ayer y hoy se reestrena en versión remasterizada, con todos los chiches, gracias a su aniversario redondo‒. Pero, claro, en aquel viejo mundo, sin apuros tecnológicos ni notificaciones de redes, el público podía disfrutar sin problemas de una película en la que el primer susto aparece recién a la media hora (la legendaria cabeza de caballo en la cama del director de cine canoso y cascarrabias); el primer asesinato, a los 40 minutos (el del grandote y timidón Luca Brasi), seguido, a los pocos segundos, de los primeros balazos (a la espalda de don Vito Corleone).

Sea como fuere, a la película le basta la primera escena ‒seis minutos y medio‒ para poner sobre la mesa los principios inquebrantables que rigen a la mafia, los cimientos sobre los que se construye toda la historia ‒es otro tipo de acción, para la que se debe estar más atento‒. Y me atreví a escribir mafia, una palabra que en esta nota aparece más veces que en las tres horas de la película, porque hay cosas que no se dicen, por eso se habla de la familia. Pero la genialidad de El padrino tiene más relación con el cine que con la mafia.


Antes que nada, la oscuridad. La frase que abre la película se oye todavía sobre la pantalla totalmente negra de los créditos iniciales ‒y cuando queda la estela de los primeros acordes de la música principal, de aire mortuorio‒. “Creo en Estados Unidos”, dice el funebrero Amerigo Bonasera. Primer plano de su compungido rostro. Le habla a alguien, no sabemos a quién. Cuenta que su hija conoció a un muchacho que no era italiano, y que ese con otro más quisieron abusar de ella, quien “se resistió, conservó su honor”, y entonces le pegaron “como a un animal” y terminó en el hospital. Bonasera dice que acto seguido acudió a la Policía, “como buen estadounidense”, pero luego el juez los dejó libres. Es decir, el sistema legal del país que los cobijó no funciona, está podrido. Bonasera le dijo a su esposa que la tan anhelada justicia la conseguirán con don Corleone.

“¿Por qué fuiste a la Policía? ¿Por qué no viniste a mí primero?”, le retruca Corleone, que ya sabemos que es el personaje misterioso, pero aún no le vemos el rostro ‒no se puede presentar al protagonista así nomás cuando el que lo encarna es Marlon Brando‒. A partir de entonces se desliza que esa cosa ‒nostra‒, la familia, está antes que las instituciones del Estado, y lo ideal es que nunca lleguen ni siquiera a rozarse. Corleone le hace ver a Bonasera ‒con amabilidad‒ que se comió la pastilla del sueño americano y, mientras le hacía efecto, no precisaba su amistad. “Pero ahora venís a mí y me decís ‘don Corleone, dame justicia’, pero no lo pedís con respeto, no me ofrecés amistad, ni siquiera me llamás Padrino”, le dice, mirándolo a los ojos.

La cosa se trata de amistad, por eso el dinero no importa: la moneda de cambio en la familia son los “favores”. Y queda claro que la Justicia ‒con mayúscula‒ es “ojo por ojo”, por eso Corleone se ofende cuando Bonasera le pide —al oído, en secreto— que mate a los abusadores de su hija. “Eso no es Justicia, tu hija está viva”. Pero el funebrero insiste y le pregunta cuánto le tiene que pagar. Y entonces llega el momento en el que don Corleone no aguanta más: deja al gato que está acariciando con ternura sobre su regazo, y se para, hace un gesto con la cabeza, niega, indignado. “Bonasera, Bonasera ‒con tono de ‘no seas malo’—, ¿qué hice para que me trates tan irrespetuosamente?”. Vuelve eso del respeto.


Donde está la amistad, ahí está la familia, que va más allá de la sangre, pero por ella se desparrama la que sea necesaria. Y así como la Justicia es “ojo por ojo”, también lo es la amistad. Por eso Corleone, incluso siendo el capo de la familia, le dice a un don nadie como Bonasera que se conocen desde hace años y se olvidó de cuándo fue la última vez que lo invitó a la casa a tomar un café, y eso que la esposa de Vito es la madrina de la única ‒ahora, sufrida‒ hija de Bonasera.

Corleone tiene la delicadeza de tomarse unos minutos en medio de la boda de su hija ‒que sucede fuera de la casa, a plena luz del día, alejada del lugar oscuro en el que se mueven los hilos‒ para escuchar a Bonasera, que a pesar de sus maneras irrespetuosas es tratado como un caballero; los buenos modales nunca se pierden. Al final de la escena, Vito le pide a su consigliere que mande un par de muchachos para que les acomoden el cuerpo a los abusadores, pero pide gente “que no se exceda”, porque incluso en el crimen hay respeto.

En ese momento, cuando acaba de ordenar una paliza como si fuera a comprar fruta, Vito realiza un simple gesto ‒es una improvisación de Brando, seguro‒: huele la rosa que ostenta en su traje. Y en eso radica la esencia de El padrino: en que hasta en lo más oscuro se puede apreciar belleza.

Foto del artículo 'Los domingos en familia: la primera escena de El padrino, a medio siglo de su estreno'