La bailarina y coreógrafa uruguaya Rosina Gil, considerada una de las 100 mejores bailarinas del mundo por la revista Dance Europe, debuta como dramaturga con Varada, una pieza de danza teatro con sensibilidad social que hace foco en las experiencias atravesadas durante la pandemia y las circunstancias que nos tocaron en suerte. La obra, que se pudo ver en noviembre del año pasado, estará en cartel nuevamente en el Sodre los días 8, 9 y 10 de febrero en la sala Hugo Balzo a las 20.00.
La vimos imponerse majestuosamente en el mundo de ultratumba (tan propio del ballet clásico romántico) y cruzar firmemente sus largos brazos en imperiosa actitud para decretar la muerte del conde Albrecht como reina de las willis en Giselle. La recordamos vívidamente en su rol de emperatriz en Hamlet ruso haciendo gala de todo su histrionismo como una perversa Catalina la Grande o como la platinada e inestable Blanche Du Bois en Un tranvía llamado deseo.
Seguimos atentamente sus pasos desde que regresó a Uruguay para integrarse al Ballet Nacional Sodre (BNS) bajo la dirección del maestro Julio Bocca, así como su crecimiento en el exterior de la mano de la compañía brasileña de Deborah Colker y posteriormente del Cirque du Soleil. Imposible olvidar su derroche de energía en obras como Velox, su agilidad y destreza en Tatyana, en donde realizaba complicadas figuras sobre monumentales escenografías, o su transformación en una rara avis impregnada de lodo en Cão Sem Plumas, que representaba la bestial dificultad de la vida en los manglares brasileños con surrealistas imágenes basadas en la poesía de Joao Cabral de Melo Neto, en una suerte de manifiesto político y ecológico, también obra de Colker en la que ella colaboró.
Nos alegramos cuando Bocca la nombró primera bailarina y cuando, más recientemente, María Noel Riccetto, la flamante directora del BNS, la convocó nuevamente y la ratificó en su estatus de prima donna. Cuando presentó Cosmópolis, su primera coreografía para el elenco estatal, en un espacio de work in progress inaugurado por Bocca, constatamos la riqueza de su lenguaje coreográfico, que le permite interpretar con total seguridad obras emblemáticas del género romántico del siglo XIX, piezas de corte neoclásico, moderno y contemporáneo, además de danzas propias del sur de la India como el baratanatyam, asociada con el fuego y los elementos del universo, entre tantos otros estilos. Rosina Gil es una bailarina y coreógrafa de extensa trayectoria que ostenta un vocabulario amplio, se forjó a sí misma y supo sortear con holgura el desafío de dedicar su vida a la danza.
No nos extraña que Bocca, junto con el líder de la banda No Te Va Gustar, la haya elegido para coreografiar y grabar el videoclip del tema “Mi ausencia”, y celebramos su actuación con el grupo de rock en una performance que, salvando las distancias, rememora otros cruces entre danza y escena rock como la memorable actuación de Louise Lecavalier en un espectáculo de David Bowie, entre tantas otras que abrieron nuevos caminos para la danza.
Después de haber recorrido medio mundo de la mano del Cirque du Soleil, de haber bailado en la compañía de danza contemporánea de Colker, de haberse destacado como primera bailarina uruguaya en el BNS, era de esperar que Rosina Gil se sintiera encallada o atascada en Uruguay debido a las medidas impuestas por la emergencia sanitaria en 2020. Sin embargo, quienes conocen su trayectoria y su tesón podrán haberla imaginado recluida en su casa, pero nunca quieta.
Varada no es quieta
Varada es resultado de su inquietud, de su impulso creativo, de su tremenda determinación como artista, de su enorme talento como coreógrafa y bailarina, del que ya habíamos tomado nota en reiteradas ocasiones.
La obra recrea una pequeña comunidad –más exactamente, un vecindario– en donde es posible explorar la vida privada, la esfera más íntima de las personas. O mejor dicho, Varada propone una serie de experiencias personales cuya fuerza proviene de la intimidad; no tanto la de una habitación a puertas cerradas, sino los deseos y las motivaciones más profundas que afloran en los personajes, las oscilaciones de su ánimo. ¿Quiénes son? ¿Qué los mueve? ¿Qué experimentaron durante la pandemia? ¿Qué pasa con nuestra experiencia cuando sólo podemos compartirla a través de pantallas? ¿Cómo vivir aislados cuando no somos islas? Esas son algunas de las consignas presentes en la obra.
Un joven que parece ser devorado por un sillón, una muchacha que pasa sus días frente a la computadora en redes y teletrabajando, una mujer que no cesa de pasear con un cochecito de bebé, una persona en dúo con su reflejo en el espejo, un hipocondríaco maniático de los gérmenes, una pareja que sólo se ve a través de las pantallas “fieles a su dependencia cibernética”, otra pareja que todos los días “desayuna un poco de rutina”. El drama tiene un punto de inflexión en el solo realizado por Silvia (Jesica Schapira), que baila como la obsesión puede rozar la locura.
Uno de los mayores logros de la puesta en escena es el modo en que danza, teatro, dramaturgia y literatura cooperan codo a codo. Una de las particularidades es la inclusión de una serie de textos perfectamente articulados, de palabras que se mueven como en una danza, enunciadas por la propia autora a modo de voz en off en tercera persona, para describir a estos seres en relación de vecindad.
Esos textos de tono auténtico y espontáneo, que Rosina incluye tal vez pensando que lo que no se puede bailar bien se puede pronunciar, terminan de delinear a los personajes que todos podemos reconocer con facilidad tanto dentro como fuera de la obra. Un recurso que le permite exponer lo que no se deja representar en imágenes y dota a la puesta en escena con otra capa de intimidad que tiene que ver con el escuchar una historia.
¿Cómo engarzar en una obra un ataque cibernético, un ataque de tos, un cuerpo aséptico? Es acertado el recorte que Rosina hace de lo que nos rodea para llevarlo a escena, y es remarcable el modo en que traduce al lenguaje de la danza contemporánea el desconcertante e incierto momento que nos toca atravesar, la soledad y el cambio de ritmo impuestos por el encierro, el vertiginoso avance de lo digital, la permanente intermediación a través de diferentes plataformas y pantallas.
En Varada las escenas se suceden a modo de anochecidas ventanas que nos acercan y nos permiten atisbar diferentes realidades. Está notablemente orquestado el modo en que los intérpretes interactúan con diversos objetos: un sillón, una cama, el lavabo, un espejo, una computadora, un cochecito de bebé. El sutil baño de luz que va destacando cada coreografía, su capacidad para coreografiar aspectos recurrentes de la contemporaneidad: el intercambio de una pareja a la distancia, una reunión por Zoom, la tormenta digital en la que todos estamos inmersos, para bien o para mal. No menos destacable es la ecualización de todo el conjunto con la música que integra exquisitas partituras: Bolero, de Ravel, el segundo movimiento de la Sinfonía Séptima de Beethoven, Vivaldi, Satie, etcétera.
Varada es un espectáculo de enorme calidad artística. Al destaque de los bailarines hay que sumar la gran versatilidad e histrionismo de todo el elenco, la fluidez y determinación de la danza, el lenguaje corporal perfectamente articulado, la sutileza de la puesta en escena. Varada es, ante todo, la irrefutable respuesta de una artista, un pequeño arrecife de resistencia, un manifiesto contra la adversidad de la realidad, un antídoto. Rosina nos entrega una obra con sensibilidad social que hace foco en la experiencia humana personal ante la adversidad. Una crónica social del momento. Una actitud que seguro trepida subterráneamente con otras experiencias y conecta con otras tantas personas que recorren similares caminos, y se torna vital cuando las cosas no van del todo bien.
Varada. Dirección, creación, coreografía y dramaturgia de Rosina Gil. Con Rafaela Molina, Jesica Schapira, Fátima Quaglia, Agustina Espinosa, Gonzalo Decuadro, Matías Buriano, Manuel Pérez, Rosina Gil. Auditorio Nacional Adela Reta. Sala Hugo Balzo. 8, 9 y 10 de febrero, 20 horas.