El 5 de marzo se cumplen los 100 años del nacimiento de Pier Paolo Pasolini (1922-1975), uno de los grandes directores del cine italiano de todos los tiempos y exponente de las nuevas olas cinematográficas que pautaron la modernidad en las décadas de 1960 y 1970.

Cuando dirigió su primera película (Accattone, 1961), Pasolini se acercaba a los 40 años. Tenía una trayectoria considerable como escritor, con 14 libros de poemas publicados, dos novelas y un libro de cuentos. Sería una exageración decir que era un escritor consagrado, pero estaba en vías de (su libro de cuentos Donne di Roma, de 1960, estaba prologado por Alberto Moravia). Tenía el prestigio suficiente para hacerse publicar, pero las ventas no bastaban para mantenerlo, y tenía que subsistir dando clases, haciendo trabajos como corrector, realizando traducciones y escribiendo guiones de cine. En todo caso, su notoriedad como escritor estaba inflada por el factor indeseado de los escándalos derivados de su condición de homosexual, así como por las acusaciones de obscenidad vinculadas a sus novelas Ragazzi di vita (1955) y Una vita violenta (1959), que trascurren ambas en ambientes sórdidos de delincuencia juvenil y prostitución masculina.

Entre la posición de su padre como militar de infantería, los líos familiares y los que fueron inherentes al fascismo y la guerra, su infancia y juventud estuvieron marcadas por frecuentes mudanzas. Vivió durante extensos lapsos en Casarsa, región de Friuli, en el noreste de Italia. Se fascinó con el dialecto local. Su primer libro, Poesie a Casarsa (1942), es de poemas en friulano. Luego, cuando se estableció en Roma, puso similar empeño en estudiar el dialecto romano. Fue esa especialización lo que lo arrimó a Federico Fellini, su mentor. Natural de Rimini, Fellini recurrió a Pasolini para redactar diálogos que exhalaran autenticidad para los personajes romanos de clases populares en Las noches de Cabiria (1957) y La dolce vita (1960).

Aunque de niño y joven Pasolini participó en las actividades festivas y deportivas del fascismo y desarrolló su complexión atlética en buena medida gracias a ellas, acercándose a sus 20 años se inclinó por el antifascismo. En 1947 se afilió al comunismo y pronto fue promovido a secretario del Partido Comunista Italiano (PCI) de Casarsa. Sin embargo, su imagen pública quedó seriamente comprometida luego de que fue sorprendido masturbándose en la vía pública con tres prostitutos, uno de ellos quinceañero. Logró esquivar el castigo penal, pero se le prohibió ejercer la enseñanza. La derecha se regodeó, señalando el episodio como un buen ejemplo de la “moral comunista”. El PCI consideró más sano purgar a esa figura complicada. La perspectiva de la “nueva izquierda”, predominante en el medio y en la época en que Pasolini se consagraría como cineasta, a partir de inicios de los años 60, tendería a ver la expulsión de Pasolini como un ejemplo del conservadurismo del Partido Comunista. Quizá la perspectiva actual tendería a desconsiderar la cuestión homosexual, pero sí caracterizaría el episodio como abuso de un menor. Pasolini contestó al PCI: “Comprenderéis que hablar de desviación ideológica es una estupidez. A pesar vuestro, soy y seguiré siendo comunista, en el sentido más auténtico del término”.

Pasolini siempre se sentiría cercano al comunismo, al menos en su versión expandida, basada en el pensamiento de Antonio Gramsci, su principal referente. En la práctica, sus posturas políticas y estéticas fueron las más características de su generación (no la generación biológica, sino la artística, la de los nuevos cines que pulularon a partir de 1960). Criticó públicamente al PCI por su falta de talante verdaderamente revolucionario y por su burocratización. Expresaría en los años subsiguientes una visión bastante flexible (no dogmática) de la sociedad y de la evolución histórica: se percataba de que la clase obrera y el campesinado estaban en extinción, a punto de ser deglutidos en el seno mismo de la ideología burguesa. Veía a la sociedad de consumo moderna como una forma blanda de fascismo. Y anhelaba la recuperación de la inocencia, de la mirada inocente a los cuerpos, cierto primitivismo. Estéticamente, suscribió la tendencia del modernismo político, es decir, privilegiaba el planteamiento de problemas antes que la propaganda de respuestas preformadas. Su cine traduce la fascinación con los nuevos problemas (sobre todo la liberación de los cuerpos), pero también el desencanto frente a la pérdida de credibilidad de las soluciones utópicas revolucionarias para las injusticias y la opresión.

En 1963 empezó su relación con Ninetto Davoli, que tenía entonces 15 años y fue el amor de su vida. Davoli aparece como actor en nueve de sus películas, con una presencia casi siempre payasesca, una especie de bobo inocente dotado de frescura infantil. En 1972 Davoli dejó a Pasolini para casarse con una mujer, y muchos atribuyen a ese hecho la amargura del cineasta en sus últimos años, reflejada quizá en su última película, Salò (1975). Hay quien ve el asesinato de Pasolini en 1975 como una conclusión de esa espiral descendente. Pasolini apareció masacrado en la playa de Ostia, en circunstancias nunca satisfactoriamente explicadas.

Pier Paolo Pasolini.

Pier Paolo Pasolini.

Foto: s/d de autor

El cine

Fellini generó las condiciones para que se produjera Accattone, pero luego de las primeras escenas abandonó el proyecto, decepcionado con lo que evaluó como absoluta falta de pericia técnica de parte de su hasta entonces protegido. Se entiende. Lucen realmente muy poco elegantes esos diálogos en que los actores miran a la cámara o muy cerca de ella, ubicados bien al centro del encuadre, con cada parlamento bien separado del otro y cortando casi siempre al que va a hablar. Muchos encuadres tienen una tendencia simétrica, con la cámara perpendicular a la pared del fondo. Son abruptos los inicios y finales de las escenas y de la película como un todo. Los efectos especiales son berretas. La mayoría de los actores son no profesionales y no hubo empeño alguno en homogeneizar las actuaciones de algunos intérpretes muy expresivos con otros que son como de piedra. El montaje muchas veces desconsidera la orientación espacial, la continuidad del estilo fotográfico, de la hora del día, de los movimientos de los actores. El sonido carece de perspectiva espacial. La música incidental dramática a veces se interrumpe de sopetón al terminar la escena. Algo tan explicadito que parece escolar puede estar seguido de un salto narrativo desconcertante.

“Estaba aprendiendo”, podríamos pensar. Sin embargo, Pasolini siguió haciendo todas esas cosas hasta su última película. Es decir, realmente era eso lo que pretendía hacer: tomalo o dejalo.

Si optamos por el tomalo, hay maneras de justificar esas opciones y disfrutarlas. Tienen que ver con un marco estético naïf, “pobre”, rústico, un expreso rechazo por el refinamiento, lo elegante, pulido y prolijo. En cierta forma, estaba retomando premisas del neorrealismo de Roberto Rossellini, el primer cineasta que asumió las carencias de producción como hechos estéticos y no como defectos. Hay mucho de neorrealista en el cine de Pasolini: su énfasis en los personajes de clases populares, su fascinación por esas fisonomías tan italianas, bocas desdentadas, rostros curtidos, el hablar dialectal, los entornos suburbanos con la maleza creciendo al borde de caminos de tierra, los tiempos muertos (los casi tres minutos en que Ettore deambula solo sin hacer nada en particular en Mamma Roma, casi un tributo a un momento famoso de Alemania año cero de Rossellini, 1947).

En su casi manifiesto de 1965, “Cine de poesía”, Pasolini expresaba su fascinación con la mera apariencia del mundo exterior: “Fisonomías de la gente que circula, sus gestos, sus expresiones, sus acciones, sus silencios, sus muecas, sus actitudes, sus reacciones colectivas [...], objetos y cosas que se presentan cargados de significados y, por consiguiente, hablan brutalmente con su mera presencia”. Esto evoca otra característica notable del autor: la manera en que se dejaba llevar por la fascinación momentánea por algo que se le había presentado frente a la cámara. Pasolini nunca se privaba de mostrar el encanto de un niño sonriendo, de una vieja de expresión profunda, un paisaje, una serpiente arrastrándose sobre la arena, una cigüeña que hizo un nido en una azotea, un ritual popular sorprendido por el equipo en alguna locación exótica (las cremaciones en Edipo rey). No se iba a privar (ni a privarnos) de esas bellezas por el mero detalle de que no aportaban nada a la historia que se suponía que estaba contando. Su “historia” era otra cosa más amplia, que incluía esas digresiones.

Todo eso se vincula con los intérpretes: “Elijo a mis actores por lo que son, no por lo que fingen ser”. Su filmografía incluye algunas estrellas (Anna Magnani, Totò, Ugo Tognazzi, Silvana Mangano), pero la mayoría de quienes aparecen en pantalla son no actores: que actuaran mal era una consideración secundaria, ya que el mejor actor del mundo trabajado por el mejor maquillador no podría restituir lo que esa gente traía en su cuerpo. No todos eran personas de clase obrera: los repartos están llenos de gente del entorno intelectual de Pasolini (la escritora y política Natalia Ginzburg, el cineasta Marco Ferreri, la cantante de ópera Maria Callas). Algunos de esos no actores terminaron convirtiéndose en profesionales a partir de esas películas. El caso más notable es Franco Citti, que prestó su rostro expresivo y su energía a siete películas de Pasolini (era el hermano del productor Sergio Citti). Estuvo también el increíble Enrique Irazoqui, un estudiante de Economía que terminó siendo el Jesucristo más imponente de la historia del cine (El evangelio según San Mateo).

Sus demás rasgos de estilo los atribuía a la “vocación de poesía”, que era hacia donde conducía la modernidad cinematográfica, en la que el “verdadero protagonista es el estilo. La cámara, por consiguiente, se nota, y por buenas razones. Alternarse objetivos diversos, un 25 o un 300 sobre el mismo rostro, el desperdicio del zoom, con sus objetivos altísimos, que se plantan sobre las cosas dilatándolas como panes con demasiada levadura, los contraluces constantes y fingidamente casuales con sus deslumbramientos de la cámara en mano, los travellings exasperados, los montajes equivocados por razones expresivas, los empalmes irritantes, las inmovilidades interminables sobre una misma imagen, etcétera, todo este código técnico ha nacido casi por intolerancia a las reglas, por una necesidad de libertad irregular y provocadora, por un diversamente auténtico o delicioso gusto por la anarquía”.

Ese estilo tosco fue mantenido por Pasolini en toda la diversidad de su cine: los relatos realistas, los mitos derivados de la Biblia o de tragedias griegas, las comedias, las alegorías estilizadas de la sociedad contemporánea. Pocos directores fueron tan consistentes en el mantenimiento de un estilo, algo pronunciado incluso en la opción, quizá sin precedentes en el cine occidental (aunque sí en el japonés Yasujiro Ozu, que Pasolini no conocía cuando empezó a filmar), de un mismo estilo de créditos de presentación que unifica toda su filmografía.

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El ciclo de Cinemateca

A partir de mañana, día del centenario de Pasolini, Cinemateca estará presentando un ciclo con diez largometrajes suyos. Va a ser una película por día, con dos funciones diarias, una vespertina y otra nocturna. En las funciones nocturnas, cada obra estará presentada por un crítico de cine. Aquí van los títulos, enumerados en el orden cronológico de realización.

El bello Antonio (1960). Es la única obra del ciclo que no está dirigida por Pasolini. Es la más famosa de las cinco películas de Mauro Bolognini con guion de Pasolini. La impotencia sexual del protagonista entra en conflicto con una sociedad machista y contribuye a poner en evidencia los intereses económicos de la institución del matrimonio, además de vincularse con las “ansiedades de la vida moderna” que venían ocupando un rol tan prominente en cineastas como Antonioni y Fellini. Notable actuación de Marcello Mastroianni. (Sábado 5. Presenta Luis Elbert.)

Accattone, un muchacho de Roma (1961). La ópera prima de Pasolini. En muchos sentidos está sintonizada con tendencias candentes del cine de ese momento preciso. Accattone no está muy lejos del Michel Poiccard de Sin aliento (Jean-Luc Godard, 1960), un marginal amoral, angustiado por motivos inefables, emotivamente desvalido aunque también prepotente, partidario irreflexivo de la vida breve. Pero aquí la perspectiva es más social que en Godard, ya que vemos al protagonista insertado en un medio suburbano pobre y desprovisto de perspectivas. También se puede ver a Accattone como una versión pobre de esos burgueses aburridos y angustiados de Antonioni. Ese costado “existencial” es la principal diferencia de esta película con el neorrealismo. Otra más es la música incidental armada con obras tristes de Bach, que impregnan la película de un aire dolido y trascendente. Otra más es la estupenda escena de sueño, con algo de Buñuel y de Bergman. (Domingo 6. Presenta Diego Faraone.)

Mamma Roma (1962). El entorno es muy similar al de Accattone. Aquí el aspecto realista se entrevera con el melodrama: Mamma Roma es madre soltera y feriante, e intenta como sea mantener a su hijo al margen de la delincuencia que campea entre sus coetáneos. Mientras tanto, su exproxeneta la presiona para volver a la prostitución. El segmento final está lleno de imaginería alusiva a la crucifixión, y ese subtexto místico está potenciado por la ambientación sonora de música barroca. La actuación de Anna Magnani es tan descollante que casi que desentona con el estilo de Pasolini. Observen esos dos travellings de casi cinco minutos, uno cerca del inicio y el otro hacia el final, en que la parlanchina Mamma Roma entabla un diálogo continuo con interlocutores que se van turnando. (Lunes 7. Presenta Fernán Cisnero.)

El evangelio según San Mateo (1964). Luego de las primeras dos películas neo-neorrealistas vino este giro sorpresivo. Este relato de la vida de Jesús lo muestra con aires de combativo y agresivo agitador político-social y enfatiza el entorno de miseria y opresión. La imagen, cerca del final, de los campesinos con sus hoces es de lo más bolche de toda la filmografía del director. Aún más que en las primeras películas, el realismo se rompe de distintas maneras. Por un lado, la narrativa asume el costado místico: sin que ello necesariamente implique endosar la fe cristiana, Pasolini se entrega al encanto de representar los milagros, como asumiendo que el placer del relato mítico es una de las maravillas de lo humano, aun si los hechos referidos no son reales. La reconstitución de época está intermediada por la iconografía renacentista. Pasolini insiste con la música de Bach, pero por primera vez abre la cancha con un menjunje policultural que comprende Mozart, Prokófiev, la Missa luba, spirituals, gospels y canciones italianas. (Miércoles 9. Presenta Guillermo Zapiola.)

Pajarracos y pajaritos (1966). Es Pasolini en espíritu lúdico-delirante, sin por ello privarse de detalles perversos, crueles y desencantados. Parte de ese espíritu se refleja en la estructura, que parece improvisada. Hay un algo de parábola, alegoría o fábula en la película como un todo y en varios de los episodios, pero la moraleja es siempre un poco esquiva, “a discutir”, autocrítica. Se entreveran neorrealismo, Fellini, Chaplin y modernismo político. Los rasgos naïf del autor se resignifican con el tono de comedia, que contribuye a asumir las fallas “técnicas” como parte del efecto humorístico. Hay mucho de carnavalero en ese tipo de humor, donde también se reconoce cierta italianidad básica que migró hacia el humor televisivo porteño. La canción de Ennio Morricone contribuye a una de las aperturas de película más sensacionales de la historia del cine. Hay ternura, poesía, locura, creación, cuestionamientos, vitalidad, sensualidad y swing en esta obra maestra. (Jueves 10. Presenta Soledad Castro Lazaroff.)

Edipo rey (1967) Este segundo relato mítico es el primer largometraje en colores de Pasolini. El “lugar” del relato es aún más ahistórico y ageográfico que en el Evangelio.... Edipo nace en la Italia de los primeros años del fascismo, es abandonado en un desierto poblado de bereberes y camellos, y vive sus años de indigencia y ceguera en la Roma contemporánea. La música resalta ese aspecto multicultural, combinando Mozart con músicas tradicionales rumanas, japonesas, indonesias e italianas. La discontinuidad es casi agresiva (Layo agarra los pies de Edipo bebé con una expresión de enfado, y en el plano siguiente, un siervo, al que nunca vimos antes, lo está llevando para abandonarlo en el desierto). Hay un conflicto interesante entre la falta de espesor psicológico en la caracterización de los personajes, característica del director, y cierto énfasis en las referencias psicoanalíticas, incluido el componente confesional de que este Edipo nace en la época y lugar en que nació Pasolini, y su padre, al igual que Carlo Alberto Pasolini, es un oficial de infantería. (Martes 8. Presenta Christian Font.)

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Teorema (1968). En pleno agite sociopolítico de 1968, esta fue la película de Pasolini más estrechamente asociada con las especificidades de la época contemporánea. Al hogar opulento de una familia burguesa milanesa arriba un huésped misterioso que fascina y seduce sexualmente a cada uno de los integrantes de la familia, mujeres y varones, además de a la empleada. Su partida luego resulta perturbadora y contribuye a terminar de disolver una serie de factores de rigidez vital enajenante, así como algunos lazos de opresión. La historia funciona como una ilustración lineal de las convicciones reichianas de una revolución sexual, pero también se entrevera con cierto fervor místico (el huésped anónimo tendría un componente divino). Fue la primera intervención de la temática homosexual (o bisexual) en la obra de Pasolini. (Viernes 11. Presenta Georgina Torello.)

El Decamerón (1971). Fue la primera entrega de una trilogía de adaptaciones de colecciones de relatos breves del pasado lejano, todos ellos caracterizados por la picardía y por el placer de narrar. Pasolini la llamó la Trilogía de la Vida y la describió como “un cine carnavalesco, celebrando la alegría de vivir y de hacer el amor”. Está entre las más bellas y lúdicas celebraciones de la caída definitiva de la censura moral en el cine de Europa occidental. También implicó para Pasolini, luego de las cuestiones contemporáneas de Teorema y El chiquero, una expresa autoenajenación con refugio en el pasado, frente a un presente que cada vez lo disgustaba más. Pasolini se ríe con nosotros representando una selección de diez cuentos de la obra (c.1352) de Giovanni Boccaccio, burlándose de las hipocresías, asumiendo la risa fácil de cierto humor escatológico, admirando los rostros de los personajes populares, las arquitecturas históricas y los cuerpos masculinos y femeninos (“El cuerpo, una tierra todavía no colonizada por el poder”, dijo en una entrevista sobre esta película). Hay alusiones pictóricas a Giotto y a Bruegel, y el propio Pasolini hace la más importante de sus intervenciones actorales, en el papel de un pintor que funciona como representación del director/artista y pronuncia una de las grandes frases finales de la historia del cine. (Lunes 14. Presenta Guilherme de Alencar Pinto.)

Las mil y una noches (1974). La entrega final de la Trilogía de la Vida (entremedio vino Los cuentos de Canterbury, 1972) es la que tiene la estructura más compleja, no sólo porque las historias son más llenas de volteretas, sino porque además están entreveradas de manera más desordenada. La propia multiculturalidad de la recopilación árabe inspiró el rodaje en una variedad de locaciones exóticas (Etiopía, Yemen, Irán, India y Nepal). Es la película más colorinche de Pasolini, con sus vitrales, frutas, pinturas, azulejos, mosaicos, cielos y mares azules, cuerpos bronce y marrón. (Domingo 13. Presenta Sebastián Sánchez.)

Salò o los 120 días de Sodoma (1975). La obra final de Pasolini está basada en un libro del Marqués de Sade; cuenta la historia de cuatro hombres poderosos que se encierran por cuatro meses en un palacio con un grupo de adolescentes de ambos sexos que, esclavizados, son usados para elaborar su erotización del sometimiento, la humillación y el sufrimiento ajenos. Pasolini actualizó el relato del siglo XVIII para la Italia fascista, en lo que podría verse como cierto facilismo moral (los fascistas son malos). Más que esa acusación históricamente localizada, vale el ejercicio de crueldad, dolor y asco. Es además la película más abiertamente queer de Pasolini, con varios episodios de sexo homosexual. (Sábado 12. Presenta Agustín Acevedo Kanopa).