La persona que llega al teatro está sostenida por el contrato ficcional: todo puede suceder, se suspende la frontera de la razón para desplegar todas las aristas de la imaginación. La de los espectadores es una de las entregas más extrañas: un grupo de desconocidos que pone toda su confianza en manos de los actores que vienen a contar una historia. Cada vez que nos acomodamos en la platea, esa alquimia inconsciente se produce.
Cuando entré a la sala de la Alianza a ver esta obra, de la que no sabía nada, me sorprendió la disposición espacial. En escena, un grupo de cajas amontonadas organiza distintos niveles del espacio. Al fondo, el límite también está marcado por las cajas a modo de muro. Allí, cinco amigas jóvenes festejan algo. No importa qué: el espejo de esas amigas que escuchan música y toman vino evoca rápidamente cualquier instante de nuestra vida en el que somos o hemos sido abrazadas por esa red. Aún no sabemos nada, pero el pacto se produjo. Somos testigos de la historia de estas cinco mujeres.
La puesta es muy hábil, porque en principio plantea un relato simple en el que el espectador puede hasta sospechar que nada va a pasar. Sin embargo, entre las conversaciones cotidianas, los cantos y los bailes tan reconocibles para todos más allá de la línea generacional, se producen quiebres temporales. Los personajes cortan el ritmo para explicarle al público, que se siente interpelado, quiénes son, qué les pasa, qué sienten.
Son mujeres jóvenes. Han compartido un apartamento que ahora deben entregar y, como es de esperar en el entramado de vivir, también comparten dolores, y ahí aparecen las pequeñas claves. Las fronteras del dolor. ¿Cómo dibujar el dolor subjetivo en un espacio en el que se procesa un dolor que es de todas? El juego es una forma inteligente y ágil para hacerlo, porque no se cae en el facilismo de llevar al espectador al estado del drama, pero tampoco se cae seducido por la liviandad de procesar un duelo sin análisis, aunque por momentos lo parezca. Es un equilibrio interesante que mantiene al espectador en vilo todo el tiempo.
Las fronteras del dolor con las que juegan corresponden al tópico más reconocido históricamente: el amor. La idea de mostrar el amor como una construcción cultural a través de películas clásicas de los 90 permite recorrer el hilo emocional que instala en nuestro disco duro el imaginario de lo que entendemos como amar. Los personajes empiezan entonces a desenmarañar esa construcción. Se preguntan qué es el amor y, para responderse, empiezan por descartar todo lo que no lo es: el amor no es violencia, no es manipulación, no es estafa emocional. De repente, todo lo que no es el amor surge como un reconocimiento de conductas reproducidas y demasiado cotidianas. Ellas, en escena, deconstruyen ese ideal para repensarlo, mientras su propio universo de amigas debe ir desarmándose. Vemos el proceso de deshacer un hogar, juntar cosas en cajas, definir qué es de quién mientras se va filtrando, como si nada, el dolor de todas, el hueco que las ha atrapado y de lo que no se habla: la pérdida de una amiga, víctima de femicidio; la necesidad de salir a marchar para no olvidar, para reclamar.
Las cinco jóvenes actrices usan la escena como si siempre hubiesen estado allí. Tienen un manejo del cuerpo y la voz amplio y con gran conciencia de los momentos.
Ver teatro siempre es un abrazo al alma, pero estas cinco actrices entregan la suya para que el espectador salga de la sala con un sentimiento de que vamos bien. Por eso mismo, no hay que perderse esta obra.
Dejar las armas. Texto y dirección de Vanessa Cánepa. Con Romina Capezzuto, Victoria Coto, Paula Lieberman, Leticia Magallanes y Camila Souto. Teatro Alianza. Viernes y sábados de marzo a las 21.00.