La artista montevideana Teresa Vila (1931-2009) tuvo una prolífica obra entre los años 50 y 70, marcada por singularidades que la hacen única en la historia del arte uruguayo. En esos años incursionó en la abstracción informal, aunque con un arte comprometido y conmovido con la realidad uruguaya y con la guerra de Vietnam. Siempre cerca del umbral de la figuración, comenzó un proceso creativo predominado por el rosa, su color distintivo, que la alejó de sus contemporáneos. También usó cuadros móviles y organizó las primeras performances artísticas del país para promover la interacción del público.

Su capacidad creativa fue reconocida por un tiempo: expuso en las bienales III y IV de San Pablo, Brasil, así como en varias ciudades de Estados Unidos, Portugal, también en México, Chile y Argentina. En los 60 la crítica de arte María Luisa Torrens la colocó “a la cabeza del movimiento plástico de vanguardia”. Sin embargo, a pesar de que siguió produciendo luego de los 70, desapareció de la escena artística. Su obra fue olvidada o ignorada hasta tiempo después de su muerte, en 2009.

“Hay una especie de nuevo interés hacia su figura y quise insertarme en esa línea porque creo que vale la pena rescatarla y darle la posición que obtuvo en su momento, pero que, de alguna manera, le fue negada después. Todavía no se le ha prestado la atención que se merece. Esto es una tentativa”, dijo a la diaria el italiano Riccardo Boglione, escritor y crítico de arte, quien realizó la curaduría de la muestra Los años abstractos 1961-1968, que se expone en el Museo Colección Nicolás García Uruburu, en Maldonado, hasta el 4 de junio.

Para Boglione, “el resurgimiento de su figura” comenzó tras la muerte de la artista, cuando su hermana Ana Vila publicó el libro Las acciones de Teresa Vila, y la crítica de arte Elisa Pérez Buchelli la incluyó en Arte y política. Mujeres artistas y artes de acción en los sesenta y setenta. Buchelli también curó la exposición Teresa Vila: Arte y tiempo, que se presentó en 2019 en el museo Blanes. No obstante, el foco de ambas estuvo en la actividad perfomática que desarrolló Vila, por eso Boglione se centró en su etapa abstracta.

La vida en rosa y negro

La mayoría de las obras de Los años abstractos no tienen nombre. El inicio de los 60 para la artista estuvo marcado por la oscuridad, según Boglione, “típica del informalismo europeo de posguerra”. Los grabados en témpera y óleo sobre papel parecen ramas quebradas, furiosas y puntiagudas, que se enredan en nudos, una figura que se repetirá de ahí en adelante. “Transita el desasosiego de un país que atraviesa una fuerte crisis económica y social”, describió el curador.

Las tonalidades de rosados acapararán luego la atención de Vila, apenas interrumpida por finas líneas en negro, algo que se puede ver en “Las lechadas rosas” (1963). “Es un color prácticamente inédito (el rosa) en la paleta de sus contemporáneos, que empieza a filtrar en los cuadros de Vila hasta volverse elemento constante y preponderante”, así como las manchas contundentes, elípticas, los moños y los arabescos, observó Boglione.

Según el curador, el rosa es ajeno al informalismo de ese período y, a su vez, es una “novedad cromática en el ambiente uruguayo”. Pudo surgir de la influencia del pop art, algo que se hace notorio sobre el final de la muestra con la presencia también de amarillos y rojos, que llegan hasta el borravino. Pero también hay una referencia inevitable al cuerpo, señaló Boglione, y lo relacionó con el gusto de Vila por la interacción física, que demostró con sus performances. “Hay para mí una senda incluso erótica”, con “la textura casi epitelial del papel seda”, que introdujo en sus collages, agregó.

En 1964 hay un quiebre en la obra de Vila: adopta el vinílico, que no dejará jamás, así como el papel, en especial el seda. En este momento, “las formas se transforman en ideogramas distorsionados, inquietos y mudos. Entra también la política con más fuerza, algo raro en la abstracción”, narró Boglione.

Luego llegan los “Móviles metafóricos” o polípticos, que “físicamente pueden relatarnos historia germinal y vital” e, “intelectualmente, lo que cabe entre la vida y la muerte, en comunión, en marcha hacia el mañana, hacia el total”, escribió Vila sobre esta parte de su obra. Y agregó: “El dolor seco del conocimiento intelectual de los fracasos o de las (a veces) fuerzas decrecientes de la justicia para con los movimiento de liberación; sumado a la impotencia... ¡hasta cuándo Vietnam!”.

En “Napalm” (1965) y “Paisaje liberación II” (1966) se observa el ardor de la artista por la guerra de Vietnam. Las formas en tonos cálidos se entrelazan, se doblan creando a veces formas de semillas o de vulvas sobre el vacío blanco del lienzo, que se contraponen al vinílico negro de las espoletas de las bombas que caen con formas de cúpula o de senos con pezones de aguja. En secuencia se transforman en misiles y abajo revientan resortes, vuelan los pedazos de cosas mecánicas. La fragmentación no sólo de las imágenes, sino también de la propia materia de los cuadros, dividida en partes, es una invitación al espectador a involucrarse con la obra artística, pero también sugiere la necesidad de encontrar orden dentro del caos de una realidad que se desborda.