Alguna vez Jorge Lazaroff se definió como “músico de balneario”, ya que, como vivía en Solymar, sus raíces no estaban en la tierra ni en el asfalto, sino en la arena. De alguna manera, inauguró una categoría que no redunda en géneros, pero sí en una identidad propia de la zona, sobre todo de quienes viven en esa barriada que se estira desde el Parque Roosevelt hasta la Costa de Oro, que, por aquel entonces, mediados de los 80, aceleraba su transformación de lugar veraniego a de residencia.
De ese lugar en el mundo es Lucía Severino, la música y actriz que en diciembre terminó de parir Una, un disco en capítulos editado a lo largo de un año. “Cuando me enfrenté al material y me di cuenta de que no era un disco tradicional, dije: soy pelotuda, no voy a hacer una edición física, porque en principio no tengo plata para todo, estoy pensando con cabeza de edición física cuando en realidad la opción digital me permite cualquier forma que yo quiera, puedo editarlos de a uno, de a dos, de a cinco, de a 15, a nadie le importa cómo hice yo el material”. Y así fue: Una son cuatro.
Más allá de los formatos, es un álbum de buenas canciones. Creativas, sorprendentes, cálidas, reflexivas, lúdicas, al pecho, canciones que acarician y que cachetean, a la altura del resto del recorrido de la compositora, que ya acumula 15 años de carrera solista y tres discos de estudio. Una historia que empezó con clases de piano clásico de niña y siguió con el regalo a los 12 de un acordeón por parte de su tía abuela Elsa, casi como un legado musical.
la diaria fue una tarde hasta Shangrilá, a la morada de Severino, para desentramar Una canción por canción, a la sombra de un jardín trepador y con el aroma de un romero que ya es más arbusto que plantita. A lo lejos, se escucha un perro.
Palabras que se vuelven melodía
“¿Sabés lo que pasó? Que era tanto el quilombo que tenía que lo de reunirlas fue organizativo. Empezamos con el Mono [Álvaro Reyes, productor musical, arreglador y responsable de la grabación], ‘bueno, vamos a juntarlas’, con colorcitos de Excel, ¿viste? Ahí como que empezó a aparecer. Jodía y le decía a mi hija que era rojo, como que lo primero que tenía era el rojo en la cabeza”. Así se origina el primer capítulo, publicado en diciembre de 2020.
La apertura es “Pido”, un par de vueltas al beat y una ráfaga de verbos en primera persona. “Hace como siete años que la estoy escribiendo, no te miento. Empezaba: pido, tomo, doy. Pensaba, ¿hay algo más además de doy, soy, estoy? No sé por qué son esas palabras tampoco, nunca la racionalicé”. Más allá de la declaración, a medida que avanza, queda claro que, como todo en su música, nada es casual. “Hay un hartazgo, una cosa de la acción, pero también tenían que cerrar la musicalidad: Pido, tomo, doy, traigo, invento, abandono, arrastro. Taca taca ta, ticareta titica taca. Me parecía que abría millones de posibilidades. Como que dice un montón, pero tampoco te deja anclado en una idea. Me parece una buena apertura, de hecho, me gusta abrir el show con eso”. Cuando nos queremos acordar, estamos inmersos en el mundo sonoro de Lucía, entre samples, melodías afiladas y las mil maneras de jugar con las palabras.
“Son fuente poderosa, son la prosa y la poesía, / son la mente y los sueños de quien las escriba / y la mente poseída. / Son un montón de cosas que tiraste al viento, / tatuajes invisibles, piel, hueso, carne, son tu cuerpo”. A la meticulosa “Pido” le sigue “Palabras”, un manifiesto lírico con sonoridades orientales escrito de un tirón. “Así como lo escribí, quedó”. La tecladista estaba estudiando con Andrés Bedó un libro de Béla Bartók, e inspirado en un canon del húngaro surge el particular sonido moro. “Pensaba en todo lo que puede la palabra: no es nada y puede más que todo. Cómo te cambia la percepción del mundo si te dicen algo bueno o malo. Lo que esperás de los demás, lo que vos podés dar y a la vez no existe, es intangible”. Como dice la canción: “Así son las palabras, son armas”.
El terceto vanguardia culmina con “Cuerpo”, coautoría de su amigo Nicolás Soto y un poco de equilibrio cinético ante tanto verbo y tanta palabra protagonista. Un hit. “Es todo lo contrario a lo anterior, podría ser bobo el tema, tonto. La melodía es boba. Lo lindo que tiene es que no pretende ser otra cosa. Pasó también que lo empezamos a tocar y generaba una cosa muy viva. ¿Qué tiene esto que gusta tanto? Como que pasaba algo lindo. Es divertida y es un descanso, todo en su justa medida. Así como te podés enroscar en un mundo de palabras, tenés que poder parar y conectar con el cuerpo”. Y vaya si conecta. La compositora asegura que no se pone filtros a la hora de componer, de lo contrario no haría ni la mitad de lo que hace. A los segundos de que empieza a sonar este reggae villero, este hip hop de los médanos, ya “no hay cómo detener la música del parlante” y empezamos a mover la patita, como quien busca la pista. O, dicho de otra manera, a la manera Severino: “Metatarso contra el piso, / talón en movimiento a contratiempo, / en un instante preciso. / El ritmo se siente porque el cuerpo así lo quiso. / Los ojos se cierran, la lengua descansa”.
La melodía es secreto de quien la canta
El segundo episodio, editado en mayo del año pasado, quiebra con el pulso precedente. Seguir hubiera sido reiterativo, el riesgo es el camino correcto. “Estas para mí son interiores. Las primeras las veo más externas. Estas tenían una cosa muy intimista y evocativa, por eso me apareció lo amarillo enseguida”, explica sobre el tono postal de este tríptico que comienza con “El vals”, ritmo apropiado para la evocación si los hay. “Es como una especie de ensueño. La letra dice eso ‘El vals de las últimas veces / suena tantas veces como termina, / pero tiene el extraño don de recomenzar’. Es como algo que no existe, es bien fantasmagórica la canción”. Mientras habla, marca con chasquidos el ritmo ternario que en la canción también es un fantasma, está, pero no se nota, no es un vals al estilo folclórico, no se escucha el tum chas chas, tum chas chas.
Entre “El vals'' y “A flote” no hay silencio, la maleza sonora de la primera se amalgama con el acorde inicial de la siguiente, que empieza en calma, pero es momentáneo. “La quería hacer a guitarra y voz, era un tema re chiquito para mí. Fue una sorpresa de la producción. El Mono le escuchó que tenía una explosividad contenida y, cuando lo probamos, vino como anillo al dedo, lo resignificó”.
“Todo lo que anhelo tiene alguna raíz / Alguien cuidó mi flor me dio calor”. “Jardín” es una canción importante. Por el lugar que ocupa, a la mitad del proyecto, por la complejidad sonora que lleva a cuestas y también por lo que declara. “A esta canción le tenía pila de prejuicios, la tenía escrita hace un montón. A veces te da miedo exponerte en lo más naif. De repente te da menos miedo decir cosas más rudas que otras con una emotividad muy simple”. Se escuchan abejas, una puerta, pájaros y hasta el “perrito maldito” que ladra a lo lejos, todo sampleado, original y made in Shangrilá. “Lo veo como un jardín interior, una metáfora de lo emocional, cuidar un jardín. Se la dedico a mi mamá. Tiene que ver con los lazos de amor y de cuidado. Alguien te cuidó, te puso al sol, te dio agua para que llegues. Entonces me daba un poco de vergüenza mostrarme desde ese lugar”. Además de la suya, aparecen las voces de su hija Eukene, su prima y colega Magdalena Dos Santos y su amiga Margarita Brum, responsable además del arte. La sentencia es clara: “No me importaba cómo cantaran, me importaba que cantaran ellas. Ahí se juegan pila de cosas, qué pretendés con la música, porque decís: ‘che, ta, está Cristina Aguilera, boluda’. Bueno, pero no es mi prima” [Risas].
No hay suelo bajo mis botas
Según Severino, este capítulo se demoró en salir, por eso apareció recién en noviembre de 2020. El color que lo define es el verde, por la conexión con la tierra que le transmite el sabor afro que tiene todo el pasaje.
Si fuera un vinilo, “Camino nuevo” abriría el lado B, y tiene todo el sentido. “Es porque voy caminando que dejo huella dejo mi rastro / Y siempre estoy empezando, si cada día es una partida de un juego más”. El electro tuco avanza con swing, pero es el rapeo galo de Melvyn Pharaon lo que le da sentido a todo el resto, como si fuera la sal que realza todos los sabores. “Es un familiar mío que vino a estudiar bellas artes. Estaba en el último año en Francia y hacen un intercambio. Él tenía familia acá, quería aprender español, quería conocer a su familia, muchas cosas que lo traían a Uruguay. Cayó acá, se vino la pandemia y quedó medio varado en casa. En un momento digo: Estoy conviviendo con un artista. Vamos a hacer algo juntos”. Y así fue, “Camino nuevo. / Un seul frère, peu de potes, pas de vautours pour m’épier”.
“Las formas métricas son alucinantes”, dice la cantante, como lo evidencia en esta sección que sigue con “Ritual”, escrita en décimas, una noche, mientras escuchaba a lo lejos un recital de los Buenos Muchachos, porque “La noche trae chillidos / que en el silencio se escuchan”. Los versos suceden sobre un ritmo sincopado que tiene alma de candombe y cadencia de milongón, pero es otra cosa. “Es la más extravagante, la menos pop, no tiene ningún pegue particular, no tiene nada que se repite, no tiene estribillo, es como un relato”.
Luego viene “Soneto”, que, como adelanta el título, se estructura como esas composiciones poéticas de 14 versos. “Es un soneto nada que ver, porque el soneto siempre es de amor, súper lírico. Este habla de una idea, de cómo descubrís una idea. Es del acto de crear de lo que habla. Es la descripción en tiempo real de una composición que a su vez es una composición”, concluye sobre este funk criollo que cierra el capítulo tres y en el que saborea cada vocablo con intención declamativa: “De las palabras la voz la cadencia, / articula el tiempo la consonante. / La construcción requiere de paciencia. / Conecto lo que siento a cierta ciencia. / La de los cuerpos cuando los amantes, / objetan en el arte la conciencia”.
El sentimiento pleno
“Oración”, el primer tema del último capítulo, editado en diciembre de 2021, es uno de los preferidos de la autora. “Estaba re enojada y dije: en vez de escribir todo lo enojada que estoy, voy a escribir todo lo contrario. Pensaba cosas negativas y empecé a transformar esos pensamientos y a generar ideas, imágenes. Es una despedida, algo que muere, pero también me importaba desde dónde decirlo. Todo es medio cruel. Me agarró al final de la pandemia, quise crear un mundo de posguerra. Todos los sonidos son horrendos, no hay nada bonito en el clima sonoro. Son resacas de sintetizadores. Eso que se escucha es el sonido de la bomba de Hiroshima” [Risas]. “Que tu sed sea agua en el desierto / Que el mar te recorra por dentro / Que sea contigo la sabiduría / Del tiempo de los días / Del templo de los cuerpos”. La estridencia es atenuada por el piano que acompaña la oración. “Orar, decir una oración, decírtela a vos misma, escuchar tu propia voz, en un acto íntimo, está buenísimo” confiesa.
“No se puede estar siempre en la pelea / hay veces que hay que parar de pensar”. Sigue “La cresta de la ola”, que se llama así pero habla del estado contrario, de remarla y bancar. “Es la más pop. A mí me encanta la canción, pero es la que requiere menos trabajo. Es una oposición, es una canción muy bonita en su forma, pero te habla del momento en el que no estás tan bonito”.
Una se despide con “Miro al cielo”. “La escribí en el tiempo del auto. De repente paro, ahí en Carrasco, en la vuelta del hotel, a veces venís al atardecer y decís: bo, esto es una película, yo estoy acá manejando” [Risas]. Al igual que el ejercicio de orar, para la cantante mirar el cielo no debería ser exclusividad de las religiones; en todo caso, por algo se apropian de estos ritos. “Miro el cielo, miro el cielo para entender, / se ilumina por un rato y vuelve a oscurecer. / Miro el cielo, siempre al cielo y vuelvo a mirar. / Se abren huecos, el resplandor vuelve a pasar”. La canción se diluye en un largo solo de piano fitopaezco a cargo de Martín Shefa Giorgieff, otro músico con raíces en la arena. “Había encontrado esta melodía que me parecía muy linda. Le había buscado los acordes y me llevó mucho al Shefa, el tipo de composición que yo hacía con él, el loco es más jazzero, esta melodía tiene cosas que me hicieron acordar a lo que hacía con él, muy melódicas”.
Para entender esta ecuación, hay que remontarse a los tempranos 2000, época fermental en Ciudad de la Costa, donde Giorgieff oficiaba de tecladista en varios de los proyectos musicales de la vuelta. “Me conectaba pila con su música. Yo había estudiado piano de chica y tanto me conectaba que le dije: che, Shefa, podrías darme unas clases. Realmente era: dame eso que yo veo que vos tenés que a mí no me lo enseñaron. Empecé a ir a clases con él como quien dice ‘quiero tejer crochet’, como algo medio olvidado, retomar algo. Fue encontrarme con él y se abrió el mundo. Entonces, este es un homenaje mío hacia él, cerrar, darle ese espacio. Él se brindó a mí, fue muy generoso y le estoy re agradecida. Hay personas que enseñan la música de forma generosa y otras que no. Él me hizo dar cuenta de que yo ya sabía”. Y así este álbum lleno de buenas canciones, que se llama Una y que es tan personal, concluye en los dedos de otro. Y eso a Lucía le gusta.
Una. Lucía Severino. 2020-2021. Disponible en plataformas digitales.