La obra cuenta la historia de un hombre que vuelve del exilio cargado de una valija que sólo contiene libros, distintas ediciones de la novela Rayuela, de Julio Cortázar, todas marcadas en el mismo lugar.

Un hombre con libros se convierte en una interrogante peligrosa para Migraciones, que lo detiene. Desde ese instante el periplo del personaje estará determinado por un objetivo: encontrar a la hija que dejó cuando se fue del país, 30 años antes.

No es necesario conocer la obra de Cortázar para comprender lo que sucede. Esa representación gráfica del juego, a través del cual nos movemos como si fuera una prueba constante para pasar de la tierra al cielo, será la línea de acción de Lisandro, representado por Luis Orpi.

La marca del tiempo pasado nos remite a un proceso doloroso, que aún resuena en todos. Lisandro es un signo vivo de lo que sucedió. Obligado, como tantos otros, a huir del país en la dictadura, luego de que las Fuerzas Conjuntas secuestraran a su esposa, y habiendo dejado atrás a una hija, vuelve en otro tiempo, otras circunstancias. Sin embargo, parece que aún representa un peligro para alguien.

Él y su mujer, Sandra, un personaje que sólo aparece en el relato, leían juntos Rayuela cuando su casa fue allanada. Desde entonces, el libro quedó quieto, fijo en el capítulo 40, mientras las ediciones se van acumulando en una valija. Decide regresar porque siente que es necesario cerrar etapas, resolver errores del pasado. El único verdadero peligro de su existencia es no lograr su objetivo, el encuentro con su hija.

La puesta en escena está definida por un diagrama elemental, que además acumula distintos niveles escenográficos demasiado obvios. Una división espacial que delimita cada lugar y que se apoya en el recurso de la luz como único elemento para dar pie a los personajes, que se instalarán en el cuadro que corresponda a la acción que sigue. Esa estructura nos remite a un formato teatral ya superado y que termina siendo un problema para el desplazamiento del relato como tal, ya que el espacio y la historia no logran dialogar desde una perspectiva estética.

Las actuaciones tampoco colaboran con la propuesta. Nada sorprende, ni siquiera el humor, que viene de los recursos conocidos de Orpi. El espectador se mantiene en un estado de suspensión, esperando que algo resuene en él. La obra parece tener dos finales; al público no le queda claro, pero cuando sucede, se procesa como una situación dramática forzada, aunque nace de los hechos sucedidos 30 años atrás. El contenido desgarrador que se va delineando no es suficiente para justificar una puesta que apenas deja una sensación de interrogante sobre el intento original.

El teatro es un espacio en el que se procesan encuentros múltiples, y la síntesis final se logra en lo que el argentino Jorge Dubatti llamaba “el convivio”. Nos queda la idea de que no fue posible alcanzar ese pacto con el espectador.

Todas las Rayuelas. De Carlos La Casa. Dirigida por Juan Antonio Saraví. Con Luis Orpi, Juan Luis Granato, Mariana Baquet, Analaura Barreto, Pablo Dive. Teatro del Notariado, los viernes a las 21.00.