El cuadro es un medio para comprender qué somos, más que para explicar qué somos. Glenn Ligon
Ulises Beisso es un caso único en el panorama de las artes visuales uruguayas producidas en el contexto de los años ochenta y noventa. Su obra, de una singularidad radical, proyecta y ofrece una sensibilidad que permaneció de alguna forma oculta o inadvertida. Su proyecto artístico aborda la zona de los afectos, la ternura y la compasión a través de la belleza y los valores estéticos, y todos estos elementos parecen ausentes en las artes visuales uruguayas.
Esta nueva sensibilidad intentó representar el mundo de los cuerpos y sus deseos desde una dimensión subjetiva y ficcional.
Esa obra despliega en su compleja narrativa visual la cuestión de cómo un individuo adulto que escapa a las reglas y a la autoridad heteronormativa de nuestra sociedad uruguaya (patriarcal) puede encontrar un espacio digno como individuo, primero dentro de su núcleo familiar y después en la sociedad. En ese sentido, su arte posibilitó presentar de forma sublimada múltiples interrogantes sobre ese mundo de los deseos, la carnalidad y los cuerpos, y a la vez encarnó una posibilidad de emancipación.
La producción artística uruguaya y la narrativa que la presenta y analiza, con la excepción de algunos ejemplos emblemáticos, no parece tener espacio para representar la naturaleza de los cuerpos que desean. En Uruguay existen y existieron varios casos de artistas hombres y mujeres que vivieron fuera del esquema heterosexual, y, sin embargo, los historiadores y críticos desarrollaron una narrativa de ocultamiento y silencio de esta situación.
“Amigo(a)”, “compañero(a)”, “camarada” son denominaciones que la narrativa de la historiografía y la crítica definió para desviar, suspender o simplemente ocultar esas relaciones entre hombres o mujeres que escapan a la normativa heterosexual burguesa definida en el siglo XIX. En definitiva, lo importante era preservar la familia, la base de nuestra sociedad, del peligro permanente en que se encuentra por la conducta desviada de ciertos individuos.
Quizás el proyecto de Beisso nos obligue a dirigir nuestra mirada y nuestra comprensión a lugares y espacios inéditos que viabilicen en nuestra sociedad democrática la posibilidad del desarrollo de nuevas sensibilidades, imaginarios desconocidos y renovadas formas de relacionarnos.
Primer momento (origen y formación)
Ulises Beisso nació en Montevideo el 24 de abril de 1958, dentro de una singular familia de clase media. Era uno de los cinco hijos del matrimonio formado por Ulises Beisso Pérez y María del Rosario Quijano Capurro, hija de Carlos Quijano (Montevideo, 1900-Ciudad de México, 1984). Ser el nieto de unos de los intelectuales más importantes del siglo XX en Uruguay no es una situación anodina. Abogado y economista, originalmente vinculado al Partido Nacional y luego precursor del Frente Amplio, Quijano es especialmente recordado por su trabajo como director del semanario Marcha, que fundó en 1939 y que la dictadura militar clausuró en 1974, obligándolo al exilio en México.
El padre del artista se dedicó a la administración rural, continuando la tradición del abuelo, lo que sin duda motivó que sus dos hermanos, Federico y Francisco Beisso, se formaran como ingenieros agrónomos.
No hay duda de que las figuras tutelares de los abuelos influyeron en el núcleo familiar del artista, aunque no es pertinente aquí definir el grado de esta influencia. Lo que sí podemos constatar es que desde muy joven Ulises fue incentivado a desarrollar una actividad creativa, que sin embargo no era entendida como fundamental. Es decir que fue aceptada, pero con la contrapartida de que cumpliera estudios formales que le permitieran obtener un título y ejercer una profesión liberal, siguiendo de alguna forma el camino trazado por su entorno familiar.
Este frágil equilibrio, determinado por una libertad limitada por una responsabilidad que el mundo del arte no parecía garantizar, al que se agregó su orientación sexual, de alguna forma demarcó la situación existencial del artista, como elementos que lo definían como distinto o diferente.
Sus primeros impulsos creativos se manifiestan en la temprana juventud y son canalizados en el taller de Pepe Montes, al que comienza a concurrir en 1973.
Es importante puntualizar que la dictadura civil-militar comenzó formalmente el 27 de junio de 1973 con la disolución del Parlamento por el presidente electo Juan María Bordaberry. Independientemente de las consecuencias de la pérdida del Estado de derecho, la persecución política y la censura generalizada (que impactó directamente en la familia Quijano), en el espacio de las artes visuales los artistas que no se exiliaron accionaron de forma intersubjetiva en un repliegue a una actividad privada y la renuncia a la participación de eventos oficiales, en especial el Salón Nacional, para centrarse en muchos casos en la práctica de la docencia.
La elección de la familia por el taller de Montes respondía a una decisión puramente pragmática, ya que por su corta edad era el único lugar en el que Ulises podía ser aceptado. José Luis Montes (Montevideo 1929-2001) fue un discípulo del último período del Taller Torres García. Su enseñanza artística era académica, basada en la copia del natural, aunque incluía ciertos avances formales del arte moderno. En su taller, Ulises cumplió con los requisitos impuestos y adquirió algunos dominios técnicos con relación al manejo de la pintura, el color y la composición. Algunas naturalezas muertas de ese primer momento formativo dan cuenta de esa instrucción con creces y no se destacan más allá del puro ejercicio formal.
Cumplidos sus 18 años entró al taller del artista Jorge Damiani, donde la formación académica continuó, aunque con ejercicios que no sólo se limitaban a la copia de modelos.
En 1977, Beisso viajó a México para acompañar a su familia, que estaba exiliada, y escapó momentáneamente del clima opresivo dictatorial.
En México, continuó su educación en la academia La Esmeralda, fundada en 1927 por la nueva Secretaría de Educación Pública dirigida por José Vasconcelos, en el contexto posrevolucionario mexicano, con la voluntad de democratizar el acceso a la educación artística. Hasta entrada la década del noventa, esta institución estuvo íntimamente relacionada con el muralismo mexicano y en particular con el magisterio de Diego Rivera y del escultor Francisco Zúñiga.
Las obras producidas por Beisso en este período no parecen variar el registro del ejercicio más o menos académico, con la inclusión de una estética modernista cercana al cubismo. No obstante, dos elementos parecen sugerir que la estadía de dos años en Ciudad de México potenció una voluntad de compromiso con el arte y su creación. El primero es un pequeño autorretrato titulado Yo 78, realizado en tonos ocres con una estética realista sutilmente expresionista, y el otro son las visitas a la vivienda de Frida Kahlo, la mítica Casa Azul.
En este primer autorretrato podemos vislumbrar cómo el artista busca, a través del arte, representarse y definirse como individuo, en un tiempo preciso. Esta obra parece concentrar los anhelos y los impulsos de un joven creador que encuentra en el mundo del arte un espacio de expresión, libertad y desarrollo humano.
A su vez, la visita al espacio íntimo donde vivió y creó la artista mexicana lo impactó profundamente. Esta pintoresca residencia, transformada en museo aunque sólo cuenta con cinco obras de Kahlo, ofrece a los visitantes la posibilidad de acceder al espacio íntimo de la artista. Kahlo, al igual que su compañero Diego Rivera, ponían particular atención en la decoración de sus espacios vitales, y combinaban junto a su mobiliario objetos de arte precolombino y artesanías populares. Además, los colores llamativos que se utilizaron para las paredes (azules, verdes y ocres) definen una atmósfera entre folclórica y melancólica. Este ambiente, totalmente desconocido para el joven artista, lo sedujo e influyó notoriamente, como también la figura mítica de Frida Kahlo.
Beisso se sintió de alguna forma identificado con la compleja figura de la creadora, en la que se combinan una fuerte personalidad y una imagen sofisticada con una vida de leyenda y una cuota de sufrimiento físico y de libertad sexual. Tanto la identificación con una figura femenina como la convivencia de lo artístico con lo artesanal serán constantes en gran parte de la producción de Ulises Beisso.
Por último, es importante señalar que cuando regresó a Montevideo ingresó, para completar su formación como artista, al taller de Guillermo Fernández, y al mismo tiempo se matriculó en la Facultad de Psicología. El pasaje por el taller de Fernández, también discípulo del Taller Torres García, fue fundamental, porque el maestro impartía una formación en la que el aprendizaje del dibujo ocupaba un espacio central. Por su parte, su desarrollo como terapeuta y el conocimiento de la teoría psicoanalítica, independientemente de permitirle un ingreso estable y una legitimidad ante su familia, fue un elemento que manejó en su creación artística.
En la obra producida ulteriormente se puede reconocer con claridad cómo en lo formal el dibujo ocupa un espacio central y en lo narrativo algunos elementos del psicoanálisis aparecen sutilmente.
Segundo momento (clasicismo y psicoanálisis)
El viernes 23 de noviembre de 1990 se inauguró en la desaparecida galería Aramayo de Montevideo la exposición individual de Ulises Beisso Rituales dorianos con ángeles. Aunque en su currículo figura como su cuarta exposición personal, este evento se puede entender como el primero concebido por el artista como un proyecto autónomo y no como una selección de obras dispersas reunidas por una voluntad comercial.
El grupo de objetos y pinturas presentados en esa oportunidad incluía la singular narrativa de Las Doras, aspecto ficcional que se reforzaba con el Manifiesto Doriano redactado por el artista.
A nivel formal, las obras estaban en un espacio indefinido entre lo escultórico y lo utilitario y, en lo narrativo, entre las fantasías del relato mitológico y la sutil evocación de la historiografía del psicoanálisis. Esa presencia de lo clásico y de lo decorativo se materializaba en un grupo de esculturas en dos formatos clásicos, el busto y el cuerpo entero.
Ricamente coloridas, las esculturas representaban a Las Doras, personajes mitológicos de una identidad andrógina, es decir que, en su ambigüedad e indefinición, tenían características femeninas y también sutilmente masculinas.
Aunque no encontramos en el completo archivo dejado por el artista información sobre el origen de esta serie, dos importantes indicios que se presentan como opuestos, pero que en realidad están conectados, nos servirán para esbozar este análisis.
El término “doriano” parece evocar la cultura dórica, conocida popularmente como el estilo canónico de la Antigüedad griega y romana que tiene como ejemplo emblemático el Partenón de la Acrópolis de Atenas. Lo dórico fue un estilo arquitectónico primitivo que se caracterizó por su sobriedad y monumentalidad y ha sido repetido infinidad de veces en la arquitectura neoclásica durante todo el siglo XIX, en el eclecticismo historicista del siglo XX y también en la obra de ciertos arquitectos posmodernos.
Con independencia del aspecto clásico de las doras, es interesante para comprender la narrativa sugerida por el artista: la cultura dórica, una de las cuatro tribus fundadoras de la civilización griega, es, según algunos historiadores, la que introduce la pederastia.
Este término es completamente diferente en su origen al significado actual, que se relaciona con el crimen sexual perpetrado hacia menores, sino que más bien definía una forma de relacionamiento social en la que un hombre adulto mantenía una relación amorosa con un joven adolescente. Tal práctica amorosa era idealizada y reglamentada desde la época arcaica en la sociedad griega y trascendía la dimensión puramente sexual, ya que vehiculaba aspectos religiosos y políticos.
El modelo ejemplar religioso y social para este tipo de relación era la historia de Erastes y Eromeno, tomada de la mitología. En ese sentido, el amante adulto adquiría el estatus de familiar mentor de su joven amado y esa tutoría era regulada y controlada por el Estado.
Por otro lado, el nombre Dora es una referencia fundamental en la historia del psicoanálisis: da cuenta del caso “Dora” de Sigmund Freud, ejemplo emblemático de tratamiento de la histeria. Dora es el seudónimo de Ida Bauer, una joven de 18 años que fue paciente del médico vienés durante algunos meses y cuyo caso es considerado el primero en el que una paciente fue curada a través del método psicoanalítico, y que demostró cómo la conducta alienada de la paciente escondía una estructura reprimida de deseos sexuales y homosexualidad.
El artista articula a través de estas obras una narrativa en la que ciertas tradiciones clásicas, originarias de la cultura occidental pero ocultas y apagadas por las prácticas morales del catolicismo, se complementan con conocimientos del psicoanálisis. Los personajes creados por Beisso escapan a las normas heteronormalistas y a la moral de la sociedad burguesa y se proyectan como emblemas de libertad, pero también de las pasiones incontrolables de lo humano. En el Manifiesto Doriano, las doras “jerarquizaron hasta el delirio las pasiones y los odios, no soportaron los prejuicios, los esquemas y las pequeñeces de los mortales. Consideraron la pacatería como la peor aberración”.
Tercer momento (deseos velados)
El año 1994 fue en extremo productivo para Beisso, y varios grupos de obras atestiguan el compromiso que asumió paulatinamente con la creación artística. Se destacan tres series: Formas amorfas 1994, Dos amigos 1994 y Rostros con bisagras (Un Certain Sourire) 1994, en las que parece cristalizar un estilo que lo define como creador y a la vez lo diferencia de sus obras anteriores.
Este estilo se caracteriza por la utilización del dibujo como elemento de representación principal, desarrollado con gran austeridad pero sin perder un carácter expresionista y desplegado sobre planos de color monocromos, en soportes rígidos, como placas de madera.
Al mismo tiempo, estos dibujos parecen recrear la estética presente en la cerámica griega o romana y cierta tradición gráfica presente en el arte uruguayo durante los setenta, que los historiadores denominan El Dibujazo.
En abril de 1995, Beisso viajó a Nueva York para comenzar un tratamiento médico. Este evento, que puede parecer anodino, fue, por lo contrario, extremadamente trascendente para la obra que producirá y que expondrá en Imágenes de lo (mi) escondido, abierta entre mayo y junio de 1996 en las salas del Cabildo de Montevideo. La exposición fue consecuencia del impacto causado por el encuentro con las pinturas del artista estadounidense Ross Bleckner, que Beisso pudo conocer en ese viaje.
En efecto, en esa primera estadía en Nueva York, Beisso tuvo la oportunidad de visitar numerosas exposiciones desplegadas en las múltiples galerías y museos, pero las que capturaron su atención fueron las retrospectivas de Félix González-Torres y de Ross Bleckner, presentadas en el museo Guggenheim entre marzo y mayo de 1995.
Las producciones de González-Torres y Bleckner son en extremo diferentes entre sí: el primero continúa la tradición del minimalismo y el arte conceptual norteamericano para abordar temas relacionados con la vida íntima de los afectos, y el otro recupera la tradición clásica de la pintura y su pathos romántico. Sin embargo, ambos son ejemplos perfectos de las grandes corrientes que definieron la posmodernidad norteamericana. Además, las dos exposiciones estaban atravesadas por el espectro de la epidemia de VIH-sida y su trágico balance en cuanto a pérdidas humanas, consecuencia de las políticas homofóbicas de silencio y represión durante la administración Reagan.
Para Beisso, el encuentro con la pintura de Bleckner fue trascendente: el importante conjunto de obras de la exposición estaba compuesto por las famosas series que representan flores, pájaros, estrellas o puntos de luz en vastos espacios de cielos nocturnos. Esta producción es de extrema ambigüedad, ya que confunde y fusiona elementos figurativos con abstractos y decorativos, y proyecta sutiles clímax de dramatismo que recuerdan el ambiente escenográfico de la ópera.
De nuevo en Montevideo, Beisso produjo un importante conjunto de obras en las que combinó la representación del cuerpo con elementos decorativos y objetos de un alto valor simbólico.
La exposición del Cabildo tenía una extrema coherencia visual y estaba definida formalmente por una paleta de colores sobrios y terrosos, y por una suerte de pattern (estructura) decorativa que cubría todas las obras. Esta trama estaba conformada por dos elementos, una rosa y la cruz de una brújula, en colores ocres oscuros, y simbolizaban el deseo y la culpa. Los objetos presentados, cubiertos por esa trama, representaban órganos del cuerpo como el hígado, el páncreas, o penes y corazones, y se proyectaban como signos de la fragilidad humana y, al mismo tiempo, daban sutil cuenta de la enfermedad que padecía el artista.
Por último, estos objetos se complementaban con una serie de pinturas verticales en las que se presentaba un joven acostado en una cama que observaba de soslayo. Su cuerpo desnudo parecía encontrarse en la penumbra de una habitación oscura y sólo el calzoncillo con el que estaba vestido aportaba el único punto de luz de la imagen. Así, la mirada era atrapada por este único punto, que sugería y ocultaba los genitales masculinos del modelo, que se ofrecían al espectador con una velada procacidad.
Ulises Beisso construyó la narrativa de la exposición a través de símbolos en contaste oposición que representan la belleza y el dolor, los sentimientos y la desorientación, los deseos más profundos de carnalidad por el cuerpo del amado y el peso de la culpa. Esta importante exposición, que se transformó en el legado del artista, es la escenificación de los deseos y la culpabilidad, de los anhelos de libertad y la emancipación.
Marzo de 2022, Vanves (cercle et carré)