Ahora que este texto vuelve a publicarse, más de un cuarto de siglo después, en el Uruguay han ocurrido cambios importantes, y hoy es una sociedad en la que Ulises Beisso no hubiera tenido que esconder nada. En pleno estallido de la globalización, incluyendo el debate sobre modernidad y posmodernidad se acumulan los cambios sociales, culturales y políticos. En Uruguay, la década de los 90 –bautizada por el periodista Diego Zas como “década bisagra”–, es caracterizada por Gerardo Bleier como un momento de transición: “Los noventa son un período enormemente rico en cuanto transición de algo a algo, en cuanto fin del período que va de los sesenta al aluvión de espíritu de cuerpo colectivo, comunitario, del Uruguay de los primeros años después de la salida de la dictadura”.

Los cambios de los 90 en Uruguay son fundamentales a nivel político (la reforma constitucional y la reforma del sistema jubilatorio), pero sobre todo a nivel social y cultural. Cambios que se insertan en un mundo que ve caer el Muro de Berlín y también transiciones hacia la afirmación de las minorías y los derechos humanos en clave de diversidad. El origen de la Marcha de la Diversidad se da, precisamente, a comienzos de la década de los 90 con la primera presencia en el espacio público de la calle de la Marcha del Orgullo Gay. Las minorías se movilizan y al mismo tiempo el cambio de la sociedad produce una reforma constitucional que Pablo Mieres analiza como resultado de un desgaste de la sociedad bipartidista tradicional en Uruguay.

Los cambios culturales, la revisión de la historia nacional, el enfrentamiento a una sociedad patriarcal por parte de distintos sectores del país son fenómenos que marcarán la década. Ulises Beisso, nacido en 1958, entra en los 90 con apenas 30 años. Entra o mejor vuelve desde Nueva York, un hito fundamental en su vida, a un Uruguay que parece comenzar a despertar y a sincronizar con lo que está pasando en el mundo. Un mundo del que la sociedad uruguaya había estado apartada durante los años de la dictadura.

Vuelve y expone en el Cabildo muriendo pocos meses después, en setiembre de 1996. Su obra y la oportunidad de su muestra en ese año pueden ser consideradas claves de la transformación de un país que comenzaba a moverse y a llenarse de bosques en medio de la “revolución forestal” que hoy estamos viviendo. En ese sentido, su obra es un golpe, un campanazo, que anuncia lo que la sociedad vivirá en estos 26 años que han pasado desde su partida. Su obra sigue vigente no sólo por su nivel artístico sino porque el mundo representado en sus imágenes y en sus objetos continúan dando cuenta de la existencia de otros mundos frente a la resistencia de un sector de Uruguay que sigue anclado en un pasado obsoleto, pacato y ultraconservador. A continuación sigue el texto original.

A propósito de las tribus

El Otro –este Otro que en Occidente es mujer, negro, indio, gay, lesbiana, “loco”, inmigrante, perseguido político, marginado social– ocupa hoy un lugar particular en el arte y en la reflexión intelectual de Occidente. Sin embargo y como es obvio, la atención prestada al Otro no es similar a la que se le brinda al individuo que es percibido no como diferente sino como prójimo, el próximo vecino, el GCU (gente como uno).

El Otro es el bárbaro de los griegos. Aquel que no habla nuestra lengua, es decir, aquel que no participa de nuestro código, de nuestros valores, de nuestra cultura o subcultura. El fundamento de la distinción es el lenguaje, quien no hablaba la lengua de los griegos era bárbaro y por extensión todo extranjero era/es fundamentalmente un bárbaro. Pero la construcción y la identificación de un yo –de un nosotros– supone un diálogo con la imagen del otro, del diferente, del ellos.

El bárbaro, el diferente que no habla nuestra lengua es, además e implícitamente, inferior, malsano, enfermo, loco. Y quizás sea necesario reiterar que el extranjero no es sólo aquel que pertenece a otra nación, sino que extranjero es aquel que no pertenece a mi comunidad, sea esta mi barrio, mi etnia, mi generación, mi sexo, mi orientación sexual, mi partido político o mi clase. En definitiva, los límites de la tribu imponen la geografía de más rechazos y de más fobias. Y la tribu construye mis valores, mis principios, mi identidad, pero también construye mis odios, mis enemigos, mis miedos.

Valores, principios, identidades que frente al Otro, al enfermo, al loco, al distinto y llagado se vuelven herramientas de tortura, mecanismos de la opresión, medios para su aniquilación. Herramientas o mecanismos que no necesitan necesariamente de la palabra; las más de las veces alcanza el gesto o la mirada.

Miradas y des/cubrimientos o el poder de la libertad

El sonido es el soporte de la música, de la poesía, de la palabra que acoge, celebra y consagra, pero también es el medio de la estridencia, de la cacofonía, de la censura, del rechazo y de la execración.

Con la mirada ocurre lo mismo, la mirada puede celebrar el mundo en las artes plásticas pero el ojo que mira puede calcinar, puede condenar, puede desterrar de la tribu lo feo, lo distinto, lo diferente.

Ulises Beisso organiza estas “imágenes del lo (mi) escondido” en virtud de esta ambivalente función de la mirada. El ojo condena, la mirada que descubre lo oculto, la visión de lo negado y execrado se conjuga con una (su) mirada que exhibe y se exhibe en el orgullo y en el dolor. El orgullo de una diferencia asumida no como llaga sino como identidad profunda. Pero también la (su) mirada muestra la mirada de los otros en su condición de torturadores.

Sin título, 1996.
Técnica mixta sobre hardboard,
137,5 x 100 cm.
Estate Ulises Beisso
©Walden Naturae

Sin título, 1996. Técnica mixta sobre hardboard, 137,5 x 100 cm. Estate Ulises Beisso ©Walden Naturae

Las “Imágenes” de Beisso dicen de una condición humana que la tribu no sólo rechaza, sino que son motivo u oportunidad para mostrar al torturador que toda sociedad lleva dentro. El terrible sillón inicial “con su articulación ortopédica” recuerda aquello de “yo no estoy en lecho de rosas”. El lugar de la tortura que la sociedad –a veces incluso los seres más cercanos y queridos– construye para el diferente señala la intolerancia de la tribu. Intolerancia que Beisso escenifica en relación con el homosexual pero que implica también a todos aquellos que tienen una piel, una religión, una nacionalidad, un credo político o un género diferente.

En ese sentido, la exhibición de la obra de Beisso en nuestra pacata, intolerante y púdica sociedad uruguaya pone al descubierto no sólo lo (suyo) escondido sino también la hipocresía de una sociedad que “tolera” la diferencia sólo, siempre y cuando, si se la mantiene a puertas cerradas. El falso liberalismo o, mejor, los límites del liberalismo de la sociedad uruguaya quedan expuestos con esta muestra de Beisso. Una sociedad que sabe e incluso comenta privadamente la orientación sexual de muchas de sus figuras públicas –hombres y mujeres– pero que en tanto sociedad no se atreve a decirlo públicamente, no se atreve a asumirlo como una conducta más, como otro dato de la realidad.

Y también en este aspecto, la obra de Beisso es una destacada excepción a la dialéctica entre lo público y lo privado –tan de moda en tantos aspectos y materias–, aparece en esta muestra no sólo en clave autobiográfica y en referencia al individuo que es Beisso sino en relación al conjunto de la sociedad uruguaya. La excepcionalidad del arte de Beisso –en relación con el Uruguay ya que en el resto de Occidente este tipo de trabajos no es mayor novedad– no significa la ausencia de antecedentes entre nosotros. En la literatura alcanza recordar los nombres de Cristina Peri Rossi, Juan José Quintans y Alfredo Fressia, para sólo nombrar los más notorios. En pintura, en cambio, el panorama es más pobre, apenas algunos de los “Arlequines” o de los “Bañistas” de Carlos Alberto Castellanos entrarían dentro de lo que se podría denominar una pintura homoerótica.

La plástica de Ulises Beisso apuesta a una representación del universo propio, pero también de la reacción de la sociedad frente a dicho universo. Por lo mismo, se trata a la vez de una representación dolorosa y eufórica, de la celebración de un universo homosexual y de la denuncia de una sociedad que rechaza este universo. La fragmentación, el sacrificio, la execración del homosexual están presentados no sólo y literalmente en la figura trizada, en el tópico gay de la acribillada figura de San Esteban y en el sillón de las torturas, sino en la propia formulación general de la muestra. Tanto el leit motiv de las rosas con espinas como los exvotos que pueblan esta muestra apuntan a esa suerte de representación sacrificial del homosexual que propone esta obra. Una obra que representa un hito en la evolución plástica de Beisso, aunque en cierto sentido continúe sus trabajos anteriores.

No todo es dolor, llaga y sacrificio, hay también una deconstrucción de los mitos y tópicos del discurso gay. La exhibición del desnudo masculino, la serie de los penes, la propia alusión a San Esteban o el fetichismo del “slip” se acogen a un discurso característico de la estética gay, pero al mismo tiempo lo parodian. Es decir, lo evocan para desmontar la trivialidad de un mero homenaje homoerótico. No se trata de un simple recorrido del discurso característico del universo homosexual, sino que la obra de Beisso plantea algo más. Plantea una transgresión mayor y más universal: la de la libertad. La libertad de todo ser humano a su individualidad y a su diferencia.

Algo de esto ocurre con el “slip” que viste los hombres desnudos que se reiteran en poses sugerentes y seudoprovocativas. Lo ocultado por el “slip” se vuelve más poderoso que la exhibición seriada de los penes. El fetiche del “slip” –símbolo central junto con las rosas en esta muestra– organiza la visión de Ulises Beisso. Es por eso que para Beisso lo escondido es menos terrible que la ocultación, y su exaltado apasionamiento nace de haber descubierto –en el doble sentido de haber encontrado y de haber des-cubierto lo que estaba oculto– que no hay nada terrible ni nada culpable en las “imágenes de lo (mi/suyo) escondido”.

En este nivel, la serie de penes que superficialmente pudiera ser entendida como una suerte de “gesto ofensivo” o “transgresor” opera en una dirección diferente –en más de un sentido– a los dibujos de Larroca, ya que plantea la recurrencia a un símbolo muy cargado que –en su reiteración y en su variación– termina paradojalmente desactivando su fuerza transgresora. Recuperando así la libertad para tratar símbolos e imágenes intocables. Recuperando, en definitiva, la libertad para ser y hacer lo que desea ser y sobre todo para atreverse con el símbolo de mayor poder patriarcal en nuestras sociedades falo-logo-céntricas. Recuperando y en especial restaurando el verdadero sentido de “tener agallas”. Ya que “tener agallas” significa –diccionario mediante– poseer un “ánimo esforzado” y se usa como eufemismo de una expresión coloquial que alude al coraje y al poder. Las agallas que Ulises Beisso tiene al descubrir y mostrar públicamente lo escondido, al atreverse con su arte a enfrentar los símbolos más obvios del poder.

Agallas que seguramente no poseen quienes desde una postura superficialmente machista entienden que la aceptación de la hipocresía, la impunidad y la negación de la libertad son más tolerables que el poderoso arte de Ulises Beisso. Arte que funda su poder en la narración de un universo en el que dibujo, color y composición se conjugan acertadamente, evitando la cartilla o el panfleto. Elaborado arte y por lo mismo todavía más poderoso.

Enero de 1996.