Quizá el fervor cinéfilo que impregna la presente edición del Festival de Cinemateca tenga que ver con el incremento de la producción de cine en el país, y con un cambio de cabeza en las nuevas generaciones de cineastas o estudiantes de cine. Por supuesto que, a nivel demográfico, cineastas y estudiantes de cine no suman un público regular suficiente para ningún mercado exhibidor. Pero la energía del ambiente cambia cuando, además de todo lo que puede aportar una buena película a la sensibilidad de cualquier persona, el circuito incluye una retroalimentación creativa, es decir, las películas que se están viendo están inspirando, sugiriendo, enseñando, motivando discusiones productivas, que van a repercutir de alguna manera en otras creaciones, y sobre todo en creaciones cinematográficas que, probablemente, aparecerán en las pantallas de ese mismo festival en años venideros.
Es muy estimulante ver a unos cuantos cineastas, sobre todo jóvenes, cotidianamente en el zaguán de Cinemateca, no sólo para presentar las películas que hicieron o en las que participaron, sino para ver y comentar cine en general y las obras de los colegas en particular. Ninguna cinematografía nacional consistente puede prosperar sin ese sentido de unidad en la diversidad, de patota, de sostén mutuo. Y las películas uruguayas, en vez de aparecer como un militante acto de buena voluntad al que comparece gente que quiere quedar bien con los amigos o “apoyar el cine nacional”, son las estrellas de este festival. En cuanto se ponen a la venta las entradas, se agotan al toque, y luego esas películas son el tópico de discusión obligado.
Delia, ópera prima de Victoria Pena Echeverría (comentada recientemente) estuvo antecedida de mucha expectativa y fue, para mí, una gratísima y conmovedora sorpresa. Creo que va a dejar su marca en el cine uruguayo. A ella se sumó otra ópera prima documental, Alter, de Joaquín González. El cineasta, con un equipo mínimo, o más bien solo con su cámara, sigue a su amigo Sebastián Herrera en su carrera como “imitador de Luis Miguel” con el seudónimo Luismi Evans. Sebastián es medio “personaje” y colabora con el rodaje charlando constantemente con la cámara (es decir, con el cineasta detrás de ella y también con nosotros los espectadores), monologando casi siempre con toques de ironía y ocurrencias cómicas, sin privarse de ponerse serio y confesional. Al inicio la cosa puede plantear dudas: debe ser muy lindo ser amigo de Sebastián, pero ¿será que su mero día a día tiene el interés suficiente como para sostener una película?
En el festival vimos documentales sobre grandes músicos creadores como Ennio Morricone y Caetano Veloso y, frente a ello, ¿no es medio perverso retratar esa “carrera como imitador”? Sin embargo, la película no deja de crecer, en la medida en que vemos que Sebastián tiene también su faceta de cantautor y su fuerte personalidad. Se le multiplican las oportunidades de laburo como Luismi Evans, y ese “éxito”, en lugar de alegrarlo, lo conflictúa. La confrontación de Sebastián con esas situaciones, con las expectativas exageradas de su productor, con las instrucciones de una asesora de imagen en las redes, tras las bambalinas del ridículo programa Got Talent, termina generando un efecto curiosísimo, ya que la película se va poniendo más cómica y más seria al mismo tiempo. A la larga, emotiva. Mucho de esa progresión, así como unas secuencias de montaje buenísimas, tiene que ver con la participación de Guillermo Madeiro (codirector de Clever y El campeón del mundo) como editor. La película termina repercutiendo en asuntos como las redes y los medios, la personalidad artística, la manera de ser de la juventud uruguaya de clase media, la masculinidad, el éxito, el encontrarse a uno mismo, pero esa trascendencia ocurre sin perder la perspectiva más inmediata del retrato individual en un momento dado. Ah, y el perrito: justifica inventar el premio a la mejor figura canina del cine uruguayo 2022.
El festival incluye otras dos películas nacionales que vi hace muchos meses en otros contextos y no tengo tan frescas como para un comentario detallado, ambas de cineastas ya establecidos: Bosco, de Alicia Cano, y El empleado y el patrón, de Manolo Nieto. La primera es un documental en el que la autora hurga en sus orígenes familiares, y la segunda una ficción sobre los vínculos entre un terrateniente, su empleado y la familia de este. Bosco es una película delicada, personal, que contempla los recuerdos muy lejanos del abuelo que hace añares dejó su lugar natal, y el arraigo de los veteranos que insisten en seguir habitando aquel pueblito italiano casi en extinción, cuya población no llega ni a los tres dígitos, y cercado de una naturaleza generosa captada en imágenes espectaculares. El empleado y el patrón es crispada, plantea dilemas y problemas, mostrando que a veces los conflictos de clase actúan en forma independiente de la mejor o peor disposición de los individuos a hacer las cosas bien. A esta película le toca el honor de cerrar oficialmente el festival (sábado 23 a las 21.00 en Cinemateca).
Además, está Utama, una coproducción boliviano-uruguaya dirigida por Alejandro Loayza Grisi, que no pude ver pero de la que escuché hablar muy bien (la dan hoy, jueves 21, a las 22.00, en Cinemateca). El festival incluyó otras coproducciones: El perfecto David, con Argentina, dirigida por Felipe Gómez Aparicio; y Eurídice, allá lejos..., con Francia, de Susana Lastreto (esta última se exhibe mañana viernes a las 21.30 en Cinemateca, y está además disponible hasta el 30 en la plataforma +Cinemateca). Hay una competencia de cortos uruguayos, cuyos diez títulos ya fueron exhibidos. Pero queda la posibilidad de ver otros diez en el Panorama de Cortometrajes Uruguayos (domingo 24 a las 19.05 en Cinemateca).