La primera parte de esta película nos propicia un gozoso reencuentro con la comedia a la italiana, ese género delicioso que, en el contexto globalizado, fue reemplazado por esa veta de comedias italianas asépticas chetas sobre prósperos treintañeros de clase media. Luego, a la mitad del metraje, acaece un hecho trágico y el tono cambia totalmente hacia la angustia y el dolor. Todo eso configura una poética agridulce (o “agricómica”) que siempre fue un componente de la comedia a la italiana, cuyo humor podría ser retorcido o negro, permitiéndose reír aun cuando ostentaba el propósito de subrayar el carácter doloroso o injusto de lo que mostraba. El componente crítico agrega hondura y complejidad al humor y produce cierto dejo bizarro que a su vez también hace reír, mientras que la comicidad baja las defensas para que los elementos dramáticos y críticos golpeen con dureza, enriquecidos con un tinte de patetismo poético.
La acción de Fue la mano de Dios tiene lugar en Nápoles. Los referentes futboleros nos permiten ubicar la época: empieza poco antes de la contratación de Diego Maradona para el Napoli (1984), y termina cuando el equipo conquista por primera vez el título de campeón de Italia (1987). Las fechas están omitidas, quizá porque explicitarlas hubiera demandado que el protagonista adolescente creciera en el correr de esos tres años.
La comedia a la italiana es intransferible a otro contexto, porque consiste esencialmente en una mirada de los italianos sobre ellos mismos, celebrando su manera de ser pero con una distancia crítica que pone de relieve los elementos ridículos y a veces nefastos de esa misma manera de ser que se celebra. Divertirse con la italianidad y saber tomar distancia de ella son premisas esenciales. Y esto abunda aquí, sobre todo en esas escenas con la familia numerosa, en que todos hablan al mismo tiempo y cada uno divierte a los demás con sus gracias voluntarias (Maria y sus malabares con las naranjas) o involuntarias (las puteadas de la malhumorada señora Gentile).
Están también las manifestaciones de esa pasión exacerbada que produce unos celos desmedidos (Franco sufre y golpea a su mujer, Maria sufre y se pasa una noche gritando), o que se vuelca, en forma ridículamente ampulosa, al fútbol (“Si Maradona no viene a Nápoles yo me mato, ¿entendés lo que digo? ¡Me mato!”) o a la política (“Somos comunistas, por ende somos honestos a nivel interior”). Frente al famoso gol de Maradona con la mano, en el Mundial de 1986, mientras vemos a todo el vecindario festejando en los balcones de sus apartamentos, el tío Alfredo dice emocionado que el jugador “vengó al gran pueblo argentino, acosado por la despreciable agresión imperialista a las Malvinas” y describe el hecho como “la revolución”: nos reímos de la hipérbole y del lenguaje solemne de ese bolche veterano, al tiempo que podemos sentir cariño por ese señor idealista y apasionado, y sin necesariamente dejar de sentir con él un dejo de placer por la justicia simbólica de ese momento épico.
No hace falta plegarse a esa manía tan yanqui de rectificar todo decidiendo una posición moral de aprobación o rechazo: es parte de la cosa vivirlo todo junto. Está el machismo que oprime en forma violenta, y está también la libertad con que las mujeres llevan en el cuerpo su sensualidad exuberante, la intensidad con que los varones heterosexuales se abrazan, el entusiasmo con que Marchino y su novia se besuquean por doquier, la pasión siempre encendida entre Saverio y Maria. Hay bromas pesadas, agresiones físicas, ilegalidad, burlas muy incorrectas sobre características físicas de los demás (gordura, vejez, fealdad, discapacidad).
El protagonista, Fabiè, es un adolescente sensible y solitario que de a poco se ve motivado a hacer cine. No cuesta adivinar en esa mirada nostalgiosa a la Nápoles de los ochenta un componente autobiográfico, y mucho de lo que ocurre en la película coincide con la biografía del director Paolo Sorrentino (nacido en 1970). Él contó en una entrevista que estuvo coqueteando con la idea de esta película autobiográfica durante dos decenios, pero fue finalmente Roma, de Alfonso Cuarón (2018), lo que funcionó como estímulo y “autorización” para meterse en el terreno personal de la memoria. Qué retorcidos los caminos de la inspiración: Sorrentino, cineasta notoriamente influido por Federico Fellini, necesita pasar por una película mexicana también muy influida por Fellini para finalmente realizar la más felliniana de sus películas.
La estructura episódica de Fue la mano de Dios, tributaria de Fellini, ya estaba presente en varias de las obras de Sorrentino. Aquí, asociada a un componente de coming of age, describiendo la adolescencia y el entorno familiar en tiempo pasado, evoca más que nunca a Amarcord (1973), pero Rimini está cambiada por Nápoles, los años 30 por los 80, y el contexto del fascismo por la saga de Maradona. La escena fantasiosa del inicio recuerda, de distintas maneras, el sueño con que empieza 8 ½ (1963), y también alude a esa película el momento en que el tío Alfredo señala el canto de un pajarito. El tramo final en que Fabiè se despide de sus amigos y parientes y toma un tren hacia Roma replica elementos de I vitelloni (Los inútiles, 1953).
Es sabido que a Fellini le encantaban los tipos humanos de Nápoles y solía pasar unos días en esa ciudad haciendo casting para cada una de sus películas. Fue la mano de Dios muestra una de esas instancias, y los candidatos que aguardan en la sala de espera son una galería de tipos potencialmente fellinianos. La cámara no se atreve a encarar a Fellini: es como si mostrarlo fuera una blasfemia, como si corriera el riesgo de quemar la cámara. Sí escuchamos su voz, y Marchino cuenta que lo escuchó decir que el cine es una manera de distraernos de una realidad decadente, frase que va a marcar a Fabiè.
La presencia de Fellini como personaje fuera de campo ya trasciende la influencia y es un gesto cinéfilo. Hay otros más. Otro cineasta que anda en la vuelta (y tampoco vemos) es Franco Zeffirelli. También está Antonio Capuano, pionero en el establecimiento de un cine napolitano (a ese sí lo vemos, encarnado por el actor Ciro Capano). Alguien alquila o compra el VHS de una película de Sergio Leone, que queda durante años arriba de la cómoda sin que nadie se decida a verla. La secuencia en la isla de Stromboli podría recordarnos la película de Roberto Rossellini (Stromboli, 1949).
Sorrentino es uno de los más formidables estilistas del cine actual. Uno reconoce aquí sus rasgos habituales: el gusto por las simetrías, el gran angular extremo que deforma las imágenes en los bordes, los abundantes travellings hacia adelante o hacia atrás (que incluyen el gusto por recorrer pasillos y descubrir paisajes al final de estos). Su preciosismo se establece ya en el primero de los planos de la película: una toma hecha desde un helicóptero o dron, que dura dos minutos cuarenta e involucra una virtuosística coordinación de elementos. Empieza mostrando el mar en ángulo cenital, se alza para descubrir la costa de Nápoles, adelanta a cuatro lanchas que se dirigen a la costa (y aquí se introduce un motivo sonoro que en el correr de la película va a ganar un precioso sentido simbólico), se centra en una cachila Rolls Royce que recorre la rambla (y que va a ser parte de la primera escena). Luego de acompañar a la cachila brevemente, la cámara se desvía, muestra el sol poniente y finalmente se estabiliza haciendo centro en una isla, bajo la cual aparecerá el título de la película.
El estilo de Sorrentino siempre me pareció deslumbrante, pero, en comparación con esta nueva entrega suya, retrospectivamente, puedo entender que algunas personas lo consideraran medio distante, como con una espesa capa de glamur antepuesta a una visión del mundo impregnada de cierto cinismo esnob. Aquí, al contrario, todo está recargado de afecto y amor. Muchas de las películas de Sorrentino están dominadas por la presencia imponente de Toni Servillo, su actor fetiche, uno de los más grandes actores vivos. Aquí Servillo es uno más en el reparto, y hace uno de sus roles menos histriónicos. Podemos apreciar mejor qué gran director de actores es Sorrentino, y el desempeño del joven protagonista Filippo Scotti es de antología.
La película lidia con despedidas, todo aquello que uno tuvo que dejar atrás para seguir adelante. Vivir productivamente, intensamente, es siempre un acto de traición, de abandono de todo lo que superamos para construir un futuro. Sería enajenante borrar la capacidad de apreciar lo que nos dejó cada una de esas cosas vividas, y al constatarlo las añoramos y sufrimos, al tiempo que nos confortamos en el agradecimiento. Esta es una película de afectos que son despedidas: a la familia integrada que de pronto se despedaza, al amor entre el padre y la madre (esa escena tan tierna de ambos frente a la estufa), a la belleza de Patrizia y la dolorosa conciencia de su enfermedad psiquiátrica. En el momento en que los personajes están involucrados en una trifulca, la cámara se desvía de ellos para mostrar en el televisor el “gol del siglo” de Maradona, que ninguno está mirando. Está también la energía juvenil de Armando (este contrabandista termina siendo el primer amigo de verdad de Fabiè), el estrecho lazo fraterno con Marchino, la dignidad de la veterana baronesa (la principal escena que la involucra está sutilmente preparada por dos diálogos entre Saverio y Fabiè en la primera mitad). Está incluso la despedida –que nunca fue– de esa hermana que se pasa encerrada en el baño y sólo sale de allí cuando es demasiado tarde.
Según muestra la película, Capuano le insistió a Sorrentino (“Fabiè”) para que se quedara en Nápoles para filmar sus muchos lugares e historias. Sorrentino lo desatendió e hizo casi toda su carrera en Roma. Y ahora es como si pagara una deuda. Lo hizo con intereses: dudo de que Nápoles se haya visto tan espectacular en alguna otra película. La ciudad entera vibra de energía humana, arquitectónica y solar, aun en la segunda parte, cuando la música melancólica recubre todas esas imágenes luminosas con una pátina de vacío y melancolía. Esa luz de bengala lanzada por Armando en el silencio de la bahía únicamente en función de la poética del instante, mientras vemos al fondo las luces de la península, es un momento de magia pura, como tantos de esta película excepcional.
Fue la mano de Dios (È stata la mano di Dio). Dirigida por Paolo Sorrentino. Con Filippo Scotti, Toni Servillo, Teresa Saponangelo. Italia, 2021. Netflix.