La vejez es esa etapa de la que no se habla, como un estado de lo no deseado, mientras alrededor todo resalta la idea de vitalidad y belleza vinculadas a la juventud, como único y posible anhelo. Desde el mercado se venden ideas asociadas a un consumo que parece prometer la posibilidad de una apariencia eternamente joven, como recurso que hace posible soportar el pasaje del tiempo.
Sin embargo, todo es una cuestión de perspectivas. La vejez no es el laberinto del que queremos escapar para evitar aquello que nos aterroriza: es el lugar al que vamos a llegar, si tenemos suerte.
Dicen por ahí que hay una forma de envejecer de acuerdo a cómo hemos vivido. Dicen, también, que los artistas no envejecen. Claro que es sólo un mito. Tal vez para ellos el proceso sea más lento porque han jugado toda su vida. Los artistas son una raza extraña, habitada por sueños que renace en tantas historias. Es posible que ese misterio haya creado un pacto fáustico, pero en este caso, con el tiempo. Todos los imaginarios sobre ese universo caen en la añoranza de una foto en blanco y negro que ha quedado desgastada y en silencio.
Ese es el primer impacto al ingresar a la sala del teatro Alianza y ver la escenografía, que instala una atmósfera de inquietud extraña y desamparada. Aún sin saber nada, hay una clara sensación de que el pasado habita ahí, donde los muebles y los recuerdos traen la idea de un mundo perdido, incluso con un cierto olor a decadencia.
Cuando comienza la obra comprendemos que el espacio es una casa de salud para artistas retirados. Ese grupo de viejos que viven de la gloria del pasado recrea, cada noche, un poco de lo que alguna vez fueron, para agarrarse con fuerza al hilo de vida que les va quedando. Están viejos, enfermos, olvidados. Están encerrados a merced de una enfermera que nos confunde, porque por un lado los amenaza con jeringas, baños y enemas y, por otro, les canta. Es posible que a través de ella, en su cuerpo aún joven, veamos otra forma de decadencia. La frustración de quien hubiera querido ser una artista, como ellos, pero que se ve forzada por las circunstancias a participar del mismo encierro, cuidando los restos de un pasado de esplendor. El juego escénico se convierte, entonces, en una articulación entre lo que sucede cuando la enfermera, representante del control, no está, y lo que impone su presencia. Como en Toy Story, donde los juguetes se activan en la soledad del cuarto, estos artistas, aún con sus cuerpos deteriorados, enfermos, atravesados por la violencia del tiempo, parecen despertar, cuando quedan solos, de la exigida pasividad de ser viejos. Entonces surge el canto que los lleva al mundo que los adoraba con premios y aplausos. Surge también la pretensión de bailar, a pesar de sus destartalados cuerpos.
Asistimos al universo de un grupo de ancianos que no tienen más que un espacio donde recordar. El miedo de ya no ser se escapa cuando cantan para ampararse, por un instante, en su memoria.
La necesidad de una obra en la que miremos de frente a la vejez que nos sobrevendrá, para repensar nuestro presente, es más que obvia. De todas formas, la puesta en escena parece recortar esas posibilidades. El recurso del espacio está limitado por objetos tan viejos como ellos, lo que dialoga con la idea central, pero también hace de los movimientos un tránsito secundario que queda reducido a determinados momentos. El hilo de la puesta se expone allí, delineando un dibujo sobre un tema complejo. La luz, siempre en tonos bajos, parece sostener esa visión de un mundo que se acaba. Esa perspectiva, acompañada de elementos degradantes correspondientes a una vejez triste, define una visión pesimista sobre el tema. Como decíamos al comienzo, se muestra un lugar al que se teme llegar porque representa la pérdida de todo lo que un día fuimos. En ese sentido se produce un cierto oxímoron entre el relato y las canciones, posible representación de la antítesis que va del presente al pasado y que no alcanza, nunca, niveles altos de impacto. Como en un sueño, todo queda en la potencia de un tiempo desvanecido y que se vuelve triste mueca en el presente. ¿Eso es la vejez?
¿Qué se rescata? La conciencia de que la vida es finita y la urgencia de aprovecharla a pleno, pero no la visión de una etapa que también podría ser de disfrute.
Las actuaciones están todas muy bien. El elenco canta, baila, tiene buenos recursos para el humor. Se establece, además, una buena conexión con el público. Es necesario destacar las actuaciones de Cecilia Sánchez, que, aunque ya ha dado grandes muestras de solvencia en el escenario, acá juega con elementos sutiles para construir un personaje que termina siendo adorable, y Carlos Rompani, porque su viejo rockero, aunque lleno de lugares comunes, logra plasmar el dolor y la rebeldía de un espíritu libre que ha quedado atrapado en un cuerpo viejo.
Forever Young. De Eric Gedeon. Dirigida por Ignacio Cardozo y Martín Angiolini. Teatro Alianza. Sábados a las 21.00 y domingos a las 19.00.