A mediados de los 80, Andy Warhol puso en exhibición en un boliche del centro de Nueva York famoso en aquella época una obra que llamó Invisible Sculpture e implicaba la aparición momentánea del artista, quien se paraba unos minutos al llegar al lugar en un pedestal que luego de un rato abandonaba, dejando en su lugar el vacío y la marca de su breve performance, que tenía un respaldo material en la plaquita en la que se leía, lacónicamente, “Andy Warhol, USA, Escultura invisible, Técnicas mixtas, 1985”.

La escultura, que ponía en cuestión las ideas de presencia y ausencia, la materialidad del hecho artístico, los espacios consagrados al arte (en este caso, a través de la ruptura que significaba su ejecución en un lugar de baile) y la figura misma del artista como el sujeto que determina qué es y qué no es una obra –así como el ready-made de Marcel Duchamp partía de la autoridad de la firma para transformar objetos convencionales en piezas de museo–, puede pensarse también para conceptualizar la formación de ese ícono llamado Andy Warhol, hoy acaso el artista más reconocible de la segunda mitad del siglo XX.

Nacido Andrew Warhola, Warhol es todavía en gran medida un enigma, pues si bien, como en la obra que acabo de mencionar, puso siempre su nombre y su cuerpo en un lugar predominante de su arte, también hizo del misterio una de sus marcas distintivas. El misterio, sin embargo, no se basaba en su caso en un trabajo con la opacidad o con un lenguaje hermético ni en la búsqueda (al menos a simple vista) de la trascendencia, sino, por el contrario, en una elaborada construcción de lo superficial, que implica una filosofía del tipo “lo que ves es lo que hay” y se elabora a partir de lo evidente. En sus respuestas, siempre elusivas pero concretas, en su uso libre del cliché, en la negación sistemática a ofrecer interpretaciones, segundos sentidos o cualidades metafóricas a sus obras y a su accionar artístico Warhol propuso un experimento radical con lo accesorio, con la imagen, que marcó no sólo un modo peculiar de acercarse al quehacer artístico –un acercamiento profundamente antirromántico que partía de una desconfianza tajante de los conceptos de “genio”, “originalidad” o “inspiración”, a los que suplantó con las ideas de “fama”, “copia” y “trabajo”–, sino también una fractura con la idea convencional de sujeto en un sentido amplio.

Efectivamente, su actividad tendió a la vez al exhibicionismo y a la reclusión y fue madurando en una práctica colaborativa en la que se borraron muchas veces las fronteras de lo personal, como sucedía con sus películas, a menudo presentadas en las marquesinas bajo su nombre pero dirigidas por otros, que aparecían en los créditos. Este trabajo, con la producción industrial como modelo evidente, aparece entonces con una doble característica: por un lado, se volvía a una forma más ligada a lo artesanal (que, de hecho, había sido la imperante durante buena parte de la historia de la pintura, en la que los talleres trabajaban las obras en conjunto y la atribución autoral caía en un solo nombre, quien planeaba y ejecutaba las partes centrales del proyecto), y, por otro, se ponía en práctica una serialización que automatizaba algunos procesos en favor de conceptos más asociados a la época moderna (y a menudo menospreciados por los artistas), como el de la productividad. Este juego con la paradoja, central en su arte, se puede también ver en su vida, en la que alcanzó tal vez la fusión idealizada del artista de vanguardia al unir estos dos mundos a través de un procedimiento que incluía la transformación en arte de las cosas cotidianas, un trabajo con la nostalgia y lo sagrado que venía de sus raíces católicas bizantinas y trasladó a lo que percibió como los grandes íconos de la modernidad, y el registro minucioso de su cotidianeidad, en un gesto que iba desde guardar memorabilia, envoltorios de productos, cartas, tickets y postales hasta la impresionantemente actual compulsión por fotografiar o filmar –como de forma contemporánea hacía uno de sus más entusiastas críticos, Jonas Mekas– casi cada momento, cada rostro, cada situación.

Un documental estrenado hace unas semanas en Netflix, escrito y dirigido por Andrew Rossi con base en el extenso, por momentos agobiante y a la vez divertido diario personal de los últimos años del artista, viene precisamente a pensar estas relaciones y mostrarlas en su complejidad, a veces incluso más allá de lo que parecen ser sus propias intenciones. La narración del documental, con su impresionante cantidad de invitados entre expertos y compañeros de Andy, ofrece, como es habitual, la visión oficial del director, que funciona en algunos sentidos para ver más las limitaciones de este tiempo que el alcance de la obra del retratado. Así, varios de los entrevistadas concurren a los lugares obligados de toda crítica contemporánea y se dedican a debatir el posible racismo de Warhol (con base, principalmente, en el uso de un término hoy derogatorio) y, como hace Benjamin Moser en su biografía de Susan Sontag, sobre su ausencia de activismo frente a la crisis del sida. Esta problemática, sobre todo marcada por una visión actual del concepto de identidad, es especialmente interesante, porque echa luz sobre dos abordajes en los que se insiste en el documental: por un lado, el biográfico; por otro, el sociológico. Así, bajo esta tendencia, varios participantes buscan pistas en cuadros como el llamado The Big C –parte de la serie del artista sobre La última cena de Leonardo Da Vinci– para explicar a través de él la preocupación de Warhol con respecto a la enfermedad (llamada comúnmente en la época “el cáncer gay”, y de ahí la C del título), y a su vez su forma de procesar la muerte de algunos de sus más cercanos amigos y de Jon Gould, quien era, en aquel momento, su pareja.

El carácter mismo de Warhol, sin embargo, y el testimonio de varios de sus coetáneos actúan de algún modo como una barrera que defiende al artista y a su arte de estas interpretaciones, a menudo reduccionistas. Afortunadamente, el director tiene la inteligencia de dejar coexistir estas voces discordantes y da lugar al debate al punto de cuestionar incluso la “veracidad” (si es que este término tiene alguna utilidad) del material original del documental, esos “diarios íntimos” que nacen, como también libros como La filosofía de Andy Warhol, del trabajo de la editora Pat Hackett, que transcribía lo que él le trasmitía por teléfono. Esta tensión, siempre presente, entre las distintas visiones del artista, que aparece alternativamente como vampiro, princesa (es Ondine quien acuñó el apodo Drella, como contracción de Drácula y Cinderella), abusador o abusado, déspota o amigo leal, hace posible ver la complejidad de la construcción de su personaje con base en la imitación de las stars que adoraba ver en la pantalla, en sus proyecciones y obsesiones, en su versión propia del sueño americano, y también muestra su profunda soledad de freak, el desmontaje cuidadoso de los rasgos de lo que convencionalmente se conoce como distintivos de clase o de género, en un estilo que tomaba lo ajeno y lo convertía mediante una reproducción creativa. Así, el documental muestra los ejemplos de su transformación en Lady Warhol frente al lente de Christopher Makos o de su estudio de las formas masculinas a través de lo que en la época se llamaba la estética preppy, gestos que marcan, con toda la potencia del drag, la artificialidad de estos constructos y de lo que significa ser un hombre, una mujer, un artista, un creyente, un sujeto. Es por eso, fundamentalmente, que las cuestiones identitarias pierden fuerza y se vuelven una pregunta absurda. En la construcción de Warhol, la creación de iteraciones de sí mismo –casi idénticas en lo exterior– aparece como la búsqueda mayor de su arte, que se expande siempre con el norte puesto en la preocupación moderna por lo nuevo, lo último, visible en sus pasajes por el mundo del modelaje, sus apariciones en la televisión, sus anticipaciones del reality show, sus coqueteos con el espectáculo de la política, en sus monumentales colaboraciones con Jean-Michel Basquiat, en sus abstracciones fotográficas y en sus juegos poco convencionales con la pintura en la fotografía, con el cine en la pintura.

Por medio de un repaso muy completo de su producción tardía, tal vez la más menospreciada, que va acompañando la voz del propio Warhol –brillantemente recuperada con una inteligencia artificial para este documental– y una serie impactante de imágenes de archivo, el espectador accede en una forma cruda a ese misterio que es el artista, en toda su simplicidad, en toda su verdad, que se despliega a partir de este artefacto que es la reconstrucción de una voz (atributo humano por excelencia) a través de la técnica.

Desde esa hipnótica voz monocorde, robótica, fantasmal, alien en que se lo oye leer los fragmentos de su propio diario, Warhol desafía en su oscilación entre la expansión y el retraimiento su conjugación sutil de lo erótico y lo mortuorio, su negación a las taxonomías, todo encasillamiento, ya sea de género o artístico, y se mantiene así en un espacio autónomo. Como con ese vacío que dejaba su partida en la “escultura invisible” de los años 80, el artista utiliza algunas veces la fórmula “el diario puede escribirse a sí mismo” frente a lo más íntimo, lo más desgarrador, como un modo de evitar contar algo y, a la vez, marcando su falta, haciendo evidente un hueco que se vuelve de esta manera el centro de la experiencia.

The Andy Warhol Diaries. De Andrew Rossi. Netflix, 2022, 6 episodios.