Hay dos Ryusuke Hamaguchi: el director de las metáforas puestas en movimiento, con fuertes raíces literarias que crecen salvajes a partir de la fuerza de sus imágenes poéticas, y el director ensayista, cuasi documental, que se dedica a filmar procesos, tan interesado por la síntesis de un aprendizaje moral cuasi rohmeriano como por el desmontaje antropológico de un tipo de maquinaria humana/vincular. Así, el primer Hamaguchi es intenso, lírico y juguetea con los bordes de lo surreal, mientras que el otro es seco, sistemático y contemplativo.
El subrayado más poético encontró su encarnación en Asako I & II (2018), en la que la protagonista pierde tan rápido como conoce a un joven fascinante que muchos años después –cuando su vida ya está rearmada con otra persona– reaparece en la forma de una superestrella del cine y la televisión (el costado surreal reside en que su pareja actual y el antiguo amante son físicamente idénticos, lo que genera una dinámica de dopplegängers hiperneurotizante para ella). El Hamaguchi antropólogo, por otro lado, se muestra en todo su esplendor con la temprana Intimacies (en la que se registran los procesos de la confección de una obra de teatro entre el director y sus actores), que oficia como una antecesora mucho más documental de la posterior trama de Drive my Car. Con un enfoque también parco, pero desde un lado más ficcional, la otra ala de esta partición de su estilo está en el formato estático y dialoguista prestado (casi como homenaje) del coreano Hong Sang Soo, que aparece en Wheel of Fortune and Fantasy (2021).
Si bien podría considerarse que Happy Hour (de más de cinco horas de metraje) es la película que más al extremo quiso llevar estas dos corrientes internas, Drive my Car es la que más elegantemente conjuga sus universos y propuesta estética. Es fascinante verla con una perspectiva del universo hamaguchiano, porque uno puede ver todo su cine condensado ahí y, sin embargo, en ningún momento se notan las costuras ni se revela como algo excesivo. En todo caso, la gran metáfora del pulso narrativo y cinematográfico del director se encarna en la belleza compacta y perfecta del Saab 900 turbo rojo que pertenece al protagonista, y en la forma impecable y plácida en que lo maneja su joven conductora. Así, la película dura más de tres horas y está lejos de atravesar una carretera lisa en cuanto a lo emocional, y sin embargo uno siente, tal como señala el protagonista, que está siendo conducido por una marea homogénea en la que nunca se sienten los frenazos ni los giros: el Saab 900 turbo como una especie de útero que es también el que se genera entre la película y nosotros.
La historia, basada en un conocido cuento de Haruki Murakami, está marcada por un prólogo de cerca de 40 minutos en el que tenemos a Yusuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima), una figura del mundo del teatro que descubre que su mujer –una escritora de series de televisión– lo engaña con un joven actor. El director no se anima a confrontarla por este suceso, y justo cuando parece que ella estaría dispuesta a hacer el movimiento de confesarle lo sucedido, muere a causa de un accidente cerebrovascular. Después de ese prólogo la película vuelve sobre el protagonista varios años más tarde, cuando es convocado para una residencia en Hiroshima donde montará una curiosa versión de Tío Vania, de Anton Chéjov (cuya puesta en escena tiene la peculiaridad de que los personajes hablan distintas lenguas, entre las que se incluyen el japonés, el mandarín y la lengua de señas coreana). Es entonces que la historia se bifurca, o más bien se abre en tres subtramas. La primera sería la relación de Yusuke con la silenciosa y apocada chofer que le fue asignada; la segunda, la del director con uno de sus actores, que es nada más y nada menos que el examante de su difunta mujer; y la tercera, el registro de la obra como organismo vivo, con sus lentos procesos y mutaciones, desde las primeras lecturas hasta la eventual puesta en escena.
Con cualquier director el resultado sería algo exagerado: la relación con su antiguo contrincante podría derivar en un oscuro juego de dominación y revancha, la película podría entrar en una dinámica autoconsciente de obra dentro de la obra y el vínculo con la joven conductora que le es asignada al protagonista podría derivar en algo mucho más expansivo o romántico. Específicamente en este último punto puede verse la perspectiva crucial que separa al cine de Hamaguchi de los lugares comunes del cine mainstream. En la mayoría de las películas, el hecho de tomar a un personaje que aún transita un duelo y que se le asigne una persona desconocida para que maneje su auto daría pie a un clásico arco de conflicto-tendido de puentes nuevo conflicto síntesis definitiva amistad; sin embargo, nada de esto ocurre en la dinámica entre ellos dos. Lo que prima entre Yusuke y Misaki (Toko Miura) es un respeto instrumental, a partir del cual empiezan a tenderse pequeños atisbos de una conexión que suelda entre ellos dos, más que como una sutura, como el trabajo de las plaquetas sobre una herida. Su amistad es como esos cuadros impresionistas que necesitan cierta distancia y la mirada relajada para terminar de darles forma y contorno.
Algo inesperado funciona entre la hosquedad respetuosa de la chica (un casi oxímoron que, no obstante, condensa a la perfección su personalidad) y la melancolía ecuánime del director, que define el tuétano moral del resto de la película y de la obra dentro de la película. En esta dinámica, Yusuke obliga a todos sus actores a ensayar Tío Vania respetando el texto, sin permitir ningún atisbo de “actuación”. Al principio, su troupe actoral, conforme pasan los días, no entiende mucho qué hacer ni cuál es la gracia de todo eso, pero el director les repite: “Respondan al texto, los está cuestionando a ustedes”. Así, en este borramiento del ego de los actores empieza a emerger algo más verdadero, que no es de su interioridad ni de la obra de Chéjov, sino de algo entre medio, inasible. Drive my Car es un film sobre traducciones, sobre cómo, entre los silencios y las formas, emerge el verdadero acto comunicativo.
Lo fascinante es que muestra cómo remitirse literalmente al texto y a las formas sociales termina haciendo salir algo más auténtico que la supuesta expansividad de un interior tortuoso. En un momento Yusuke dice: “Chéjov es aterrador. Cuando decís sus líneas arrastra tu verdadero yo”, y no puede estar más en lo cierto: en el interior del auto, mientras repite los parlamentos de la obra grabados en casete (en los que la voz de su difunta mujer aparece en toda su cualidad espectral), el director puede decir en voz alta, tomando prestadas las palabras del ruso, todo aquello que no había podido decir.
Drive my Car es una película que no podría haber sido hecha en otro país más que en Japón. Quizá el día de mañana haya una adaptación con Jake Gyllenhaal haciendo el papel del torturado Yusuke y con Kristen Stuart manejando su auto, pero algo se perdería en la traducción, porque en definitiva las historias occidentales siempre fueron sobre la verdad que aparece tras la subversión del contrato social, mientras que las orientales son sobre las verdades que subyacen en esos contratos sociales.
En tiempos en que hay una particular insistencia en la explosividad de las emociones, en que la tibieza es criticada como falta de compromiso afectivo (o político), Drive my Car es una película no sólo buena, sino importante. Porque nada puede emerger sin un poco de silencio.
Drive my Car. Dirigida por Ryusuke Hamaguchi. Con Hidetoshi Nishijima, Toko Miura, Masaki Okada, Park Yu-Rim, Reika Kirishima. En MUBI y Festival Internacional de Cine de Cinemateca (el sábado 16 en Funciones especiales).