“¿Cómo pasamos de esto a lo del Chicken Teriyaki?”, se pregunta alguien en Youtube en 2022, comentando un video de la artista española Rosalía publicado en 2017. No hay que ser muy perspicaz para entender la idea detrás de ese comentario irónico: cómo Rosalía pasó de ser una artista “seria” que bebía de las raíces del flamenco (el comentario está en el clip de “Aunque es de noche”, un tema del legendario Enrique Morente sobre un poema de San Juan de la Cruz) a hacer reguetón (la canción “Chicken Teriyaki”), un género supuestamente comercial casi opuesto a la noción de música con pretensiones artísticas.
Uno puede desacreditar fácilmente el comentario por prejuicioso, pero no está de más preguntarse cómo fue ese devenir tan particular.
Comienzos
Rosalía Vila Tobella (1993) escuchó reguetón y flamenco en partes iguales durante su adolescencia en la comarca de Bajo Llobregat, una zona industrial de la provincia de Barcelona. Los parlantes que sonaban en el parque al que iba con sus amigos del liceo combinaban a Camarón de la Isla con Tego Calderón y Daddy Yankee, ya que esa zona tiene una gran población andaluza y centroamericana.
Pese a sus raíces catalanas y a no tener ninguna relación familiar con el pueblo gitano ni con Andalucía, Rosalía se enamoró del flamenco a los 13 años y comenzó a estudiarlo e interpretarlo, tocando en restaurantes, bodas y cumpleaños. A los 18 entró a la Escuela Superior de Música de Cataluña. Estudió con el profesor José Miguel Vizcaya, conocido como Chiqui de La Línea. La escuela sólo acepta un alumno de cante jondo al año, y Rosalía fue la elegida.
En 2015, el músico, guitarrista y productor español Raúl Fernández, más conocido como Refree, la escuchó interpretar temas de la cantaora flamenca Maruja Garrido y quedó impactado con su voz y su presencia escénica.
Refree, que ya había trabajado con artistas como Kiko Veneno y Silvia Pérez Cruz, además de con el guitarrista de Sonic Youth Lee Ranaldo, le propuso a Rosalía hacer algo juntos. Ambos desarrollaron un proyecto que llevó dos años de trabajo y quedó plasmado en el primer disco de la cantante, llamado Los ángeles (2017).
El álbum es un trabajo conceptual en el que se rescatan cantes flamencos tradicionales con el tema en común de la muerte. Cierra con una versión muy personal de la canción “I see a darkness”, de Bonnie Prince Billy.
Los ángeles no es un disco de flamenco tradicional. Basta escuchar esas mismas versiones por los referentes del género para ver qué alejado está el álbum del purismo. Pero maneja con respeto esas raíces y su tradición, para hacer a partir de allí algo nuevo. La prensa española lo tildó en su momento de “flamenco indie”, porque este disco con cantes antiguos que habla de un tema tan poco cool como la muerte no se difundió a través de los canales tradicionales, sino por los destinados a la música pop y folk alternativa.
Muchos de los músicos flamencos saludaron esta versión fresca y distinta del estilo; otros acusaron a Rosalía y Refree de “apropiación cultural” y subrayaron que Rosalía era una catalana sin raíces flamencas que cantaba con acento andaluz.
Flamenco pop
Un año antes de editar Los ángeles, Rosalía había mostrado un lado mucho más pop cuando colaboró con el músico C. Tangana en la canción “Antes de morirme”. El tema no fue demasiado difundido al principio, pero se convirtió en un hit tiempo después debido al éxito de la carrera de ambos artistas y a su inclusión en la serie española Élite.
Los ángeles era, a su manera, una visión pop de la tradición flamenca, pero el partir de canciones tradicionales, la instrumentación elegida y el minimalismo de la producción disimulaban esa aproximación.
El mal querer, segundo disco de Rosalía, editado a fines de 2018, sí mostró explícitamente ese costado, aunque desde un lugar todavía más original que su predecesor. Si Los ángeles había sido un trabajo de investigación en el flamenco, El mal querer fue literalmente una tesis: es su proyecto final de carrera para obtener el Título Superior de Flamenco. Y es aún más conceptual. El álbum está inspirado en un libro anónimo del siglo XIV titulado El román de Flamenca, que da cuenta de una relación amorosa abusiva entre un hombre que aprisiona a su mujer cegado por los celos. Las canciones están divididas en capítulos, cada una tiene un subtítulo y se va desarrollando una historia que termina de manera distinta a la del libro, con la mujer liberada de su acosador.
Rosalía se mostró por primera vez como compositora y produjo el disco junto con Pablo Díaz-Reixa, más conocido como El Guincho. Junto a él, usando otra vez pocos elementos, pero cambiando la guitarra española por la computadora, combinó trap, electrónica y rhyhtm and blues contemporáneo con el flamenco de una manera única.
El mal querer fue una revolución musical saludada globalmente y convirtió a Rosalía en una estrella masiva, sin que por eso perdiera sus credenciales vanguardistas. Su popularidad se dio por hacer un disco que, sin dejar de ser pop, sonaba diferente a los demás en un tiempo en el que, aparentemente, todo tiende a la homogeneización.
Reguetón y vanguardia
Rosalía había estado en contacto con el reguetón y otros ritmos afrolatinos desde su infancia. Por eso no fue tan raro que después de El mal querer comenzara a lanzar una serie de canciones propias y diversas colaboraciones relacionadas con ese género.
Pero si la artista ya había tenido resistencias por los cambios experimentados del primer al segundo disco (además de las acusaciones de apropiación cultural), su coqueteo con el reguetón resultó, para muchos, imperdonable. Pese a su origen marginal, el flamenco es una música respetada desde hace décadas, con las dosis justas de tradición, raíces, sofisticación y exotismo que la hacen digerible para un público informado y culto. El reguetón no goza de ese prestigio. Como el tango y el rock en sus inicios, sigue siendo visto por mucha gente como un género comercial y pasatista sin ningún valor artístico. Parecería que nada bueno puede salir de allí.
La catarata de singles lanzados por la artista española entre 2019 y 2021 no contribuyó mucho a acallar a los detractores. Luego de dos obras tan auspiciosas, esas nuevas canciones no parecían aportar mucha novedad y le daban, además, una riesgosa sobreexposición.
Mirando en perspectiva se puede llegar a intuir que esa inmersión de Rosalía en el mainstream musical fue –como había sucedido con el flamenco– un trabajo de investigación. Y el resultado de esa exploración es Motomami, su tercer disco, editado el 18 de marzo.
En él la artista, junto a un enorme grupo de colaboradores (El Guincho, Pharrell Williams, James Blake, Noah Goldstein, Michael Uzowuru, entre muchos otros), parece haber destilado las dosis justas de los elementos que necesitaba para esta nueva etapa.
A diferencia de sus discos anteriores, no hay un concepto unificador claro en Motomami, y el orden de las canciones (casi todas muy cortas, pensadas quizás más para el formato de Tiktok o los reels de Instagram que para un disco) le da al trabajo una buscada sensación de caos, que se refuerza por la cantidad de cruces estilísticos y referencias que hay en cada tema.
“Saoko”, la canción que abre el álbum, bien podría considerarse su manifiesto. En apenas dos minutos, Rosalía hace una oda a los cambios y la transformación que deconstruye reguetón con música industrial y jazz, cita musicalmente a Daddy Yankee y Wisin y entrevera en su letra a Vivienne Westwood, Kim Kardashian y Frank Ocean.
El resto del álbum refuerza esa idea de caos ordenado. Podemos ir de una balada con toques de reguetón que samplea al artista electrónico británico Burial (“Candy”) al cante flamenco “puro” que usa provocativamente Autotune y cita a Ángel Pastor y José Mercé junto a Lil’ Kim y M.I.A. (“Bulerías”); de la sensualidad casi pornográfica (“Hentai”) a la experimentación rítmica con influencias de Arca (“Cuuuuuuuuuute”); de una bachata a dúo con The Weeknd cantando en español (“La fama”) a una champeta minimalista que combate la misoginia del reguetón tradicional (“Bizcochito”).
Al igual que hace en la música, en sus letras Rosalía parece inventar un lenguaje basado en el slang urbano latino-estadounidense, con toques castizos y guiñadas a la subcultura otaku. Hay, además, muchísimo humor en este disco, algo que no estaba presente en Los ángeles ni en El mal querer. Ese humor pone a veces una distancia saludablemente irónica a sus reflexiones sobre los peligros de la fama y la resistencia a las críticas en varios de los temas, que, de otra manera, podrían parecer demasiado redundantes.
En Motomami, como en el mejor arte pop, Rosalía encuentra belleza donde otros ven cosas descartables. Sorprende y estimula con una visión que es arriesgada y experimental, pero basada en lo que escuchamos –lo queramos o no– diariamente. El tiempo dirá qué lugar ocupa en la historia de la música. Por ahora vale la pena sacarse los prejuicios y escuchar.