Hans Hoffman llega por primera vez a la cárcel en 1945, apenas terminada la Segunda Guerra Mundial. Como esos perros esqueléticos que cada tanto uno se encuentra abandonado al borde de la carretera, está lo suficientemente famélico para que todo lo que tenga la forma de un plato de comida sea motivo de silencioso festejo, sin importar los golpes, el frío, el desprecio y la oscuridad de los calabozos. Y es que, a poco de seguir su periplo (que abarca tres —o más bien cuatro— encierros que van desde el fin de la guerra hasta 1969), nos enteramos por un tatuaje en su antebrazo de que es un sobreviviente de campos de concentración. Vio la muerte a los ojos (dos huecos oscuros de esas órbitas sin globo ocular) y de alguna forma los atravesó, convirtiéndose en otra persona, cambiándole el esquema de medidas para el horror.

Así, el personaje interpretado por Franz Rogowski tiene, al mismo tiempo que una fragilidad radical, una especie de condición angelical que va más allá del tiempo y que, de no ser tan hondamente humana, podría equipararse a la de esos efebos pasolinianos.

La razón de sus diferentes entradas y salidas de la cárcel es el artículo 175 (un número tan estigmatizante como el código tatuado en su brazo) de una antigua ley de la República de Weimar que perseguía políticamente a personas descubiertas en relaciones o prácticas homosexuales. Estos sucesivos encarcelamientos generan una sensación circular frente a la que Hans, a diferencia de los ladrones y asesinos que se prometen a sí mismos cambios de vida y proyectos venturosos, tiene a favor la certeza de saber qué desea y, a la vez, saber que ese deseo lo volverá a meter tras los barrotes no demasiado tiempo después de salir. Así, su deseo y la conciencia de este son tanto su condena como su salvación, la misma fuerza sisífica que le permite levantarse todos los días.

Su contraparte es Viktor (Georg Friedrich), un compañero de celda que en una primera instancia no quiere saber de nada con él por considerarlo un desviado, pero con el que la relación evolucionará a través de estos anillos concéntricos de encuentros y desencuentros. Esta sensación de oposición se remarca en el hecho de que, contra la serena aceptación del destino de Hans, Viktor pasa sus días mintiéndose a sí mismo, tanto sobre su propio deseo como sobre sus posibilidades de obtener una libertad condicional, y hasta sobre las razones que lo llevaron hasta ahí en primer lugar. Así también, mientras que en el cuerpo de Hans pervive esa noción atemporal, a Viktor el tiempo lo achaca y lo consume. Su adicción a la heroína (que él cree poder manejar pese a que todo parece indicar lo contrario) es el costado tanático de este leit motiv existencial del deseo como una cárcel.

Más allá de estas referencias al mundo interno de sus personajes, hay en la dirección de Sebastian Meise algunos detalles que lo confirman como un director tan minucioso como poderoso. Las elipsis de Great Freedom suelen estar delineadas por densas irrupciones de oscuridad (la mayoría en instancias en que meten a Hans al calabozo) que por momentos parecen túneles que nos llevan de una década a otra. Pero esta idea de agujeros también se complementa con un montón de elementos más que dan esta sensación de sucesivas hoquedades interconectadas: el agujero del lente de la cámara de vigilancia que recoge evidencia de anónimos homosexuales teniendo sexo en un baño público al comienzo del film; los orificios realizados con una aguja sobre las hojas de una Biblia que Hans utiliza para comunicarse con un novio; los pinchazos de tinta con los que Viktor tapa el tatuaje de los campos de concentración de su compañero; la compuerta de la celda que una vez al día abre para enviarle comida y tabaco (la misma que termina configurándose como otro portal o glory hole hacia algo más verdadero e íntimo entre los dos).

En la oscuridad de estos pasajes, la salvación (por más temporal que sea) parece encontrarse en las cerillas que Hans enciende para sí mismo. Uno podría pensar que la función de las cerillas es simplemente instrumental (encender un cigarrillo, permitirle ver en dónde se encuentra), pero la acción concentra algo más profundo. Hay, en la manera en que Hans agarra estos ínfimos trozos de madera que se arquean y achicharran entre sus dedos, un anhelo de poder conservar cada milisegundo de luz (una luz que parecería reconfirmar su existencia, que el Estado quiere negar), aun cuando sus yemas corran el riesgo de quemarse. Esta búsqueda de la luz actúa como metáfora de la fidelidad trágica del protagonista con respecto a su propio deseo: abrazarlo aunque lo abrase. Con todo esto, Great Freedom no tiene nada que envidiarle a los mejores dramas de Pedro Almodóvar, al romance bonaerense hermosamente tóxico de Happy Together (Wong Kar Wai, 1997), a las plaquetas de purpurina sobre las heridas de las novelas de Pedro Lemebel o las autobiografías llenas de deseo y furia de Reynaldo Arenas. Meise simplemente realiza todos los movimientos de aquellos artistas agregando un extra de morosidad, como en un tai-chi trágico de disciplina hanekiana.

Al terminar Great Freedom uno podría, con toda justeza, adscribir a la lectura historiográfica del film: una obra que habla sobre una ley absurda que continuó por otros medios la política de exterminio nazi. Y sin embargo hay algo más, algo más abstracto y atemporal. En la escena en que vemos a Hans caminar por los oscuros vericuetos de un bar gay, podemos percibir cómo aquella explosión de libertad es tan decepcionante como el alunizaje de Neil Armstrong televisado en la cárcel. De golpe, esos pasillos orgiásticos, con un montón de hombres probándose y penetrándose, se parece demasiado a otro tipo de confinamiento. Y es ahí que Hans entiende que no hay salida, que el deseo mismo es la cárcel.

Great Freedom (Große Freiheit). Dirigida por Sebastian Meise. Alemania-Austria, 2021. En Mubi.