Entre todos los elementos materiales e inmateriales de que dispone un escritor al momento de ubicarse frente a la pantalla en blanco, mucho más importante que la lengua –medio de uso colectivo, que empleará a su capricho y conveniencia para someterla a los dictámenes de su propio estilo– es la memoria. Al margen de la extensión, el tono y la calidad de lo que redacte, el elemento mnemotécnico opera todo el tiempo entre los engranajes de la escritura, no ya como receptáculo de la suma de percepciones y registros que conforman su visión del mundo, sino como continuo proveedor de imágenes, datos, evocaciones, ideas, etcétera. La pertinencia de subrayar esta obviedad al inicio del comentario sobre un libro que bucea, a través del dispositivo de la memoria, en el origen de determinadas palabras se justifica por dos razones, que en orden de importancia ascendente son las siguientes: la extrañeza de su aparición dentro de esa entelequia conocida como “literatura uruguaya” y el carácter arborescente que adquiere el relato a partir del ejercicio de la memoria.

En el plano más superficial (no por banal sino por ubicarse en la mera superficie de la obra), El origen de las palabras, de Damián González Bertolino (Punta del Este, 1980), rastrea, justamente, la aparición de determinados vocablos en la propia existencia del autor (“tapón”, “torniquete”, “oficina”, “olímpico”, “cotolengo”, etcétera), pero en el plano más denso de la escritura, el libro conforma un particular registro autobiográfico sobre el nacimiento de un escritor. Aunque el volumen comienza con un recuerdo del autor cuando tenía un año y medio de vida y concluye con la publicación de su primer libro, El increíble Springer, en 2009, la obra se retrotrae hacia el presente de varios de sus antepasados y, al mismo tiempo, se proyecta hacia el futuro de aquel escritor que nació como tal durante su adolescencia en el barrio Kennedy de Punta del Este.

En una conversación con Sebastián Pedrozo, publicada hace unos meses en estas páginas, González Bertolino se refería a la presencia de los recuerdos que recibimos en la infancia de parte de quienes nos criaron, que pertenecen a una época de la que no tenemos memoria y que se suman a nuestros propios recuerdos. Así, las historias contadas por los mayores, con su despliegue de nombres, lugares y situaciones (trágicas o jocosas, patéticas o moralizantes) se incorporan a nuestros propios recuerdos, como una forma de conectar el pasado de quienes nos precedieron (el presente de ellos) con el futuro que no vieron (nuestro propio presente). Esa asimilación de recuerdos heredados nutre cada página de El origen de las palabras, con especial protagonismo para los padres del autor, las dos abuelas y una serie de personajes del barrio que entran y salen de la historia, reforzando cada uno su aparición a través de un suceso concreto.

La peripecia vital de los progenitores de González Bertolino es presentada a través de una suma de momentos, referidos a situaciones laborales (los trabajos que realiza el padre, por ejemplo, son el disparador para narrar el carácter de un auténtico buscavidas) o determinaciones domiciliarias (la pelea entre la madre del autor y su propio padre en vísperas de una Navidad que determina que abandonen Montevideo y se establezcan en Punta del Este), que el hijo que muchos años después las escribe, desmonta y analiza para horadar su propio sentido de pertenencia. La forma en que el autor se aproxima, mide y bucea en el pasado de sus padres no es la de la lucha intergeneracional o la de la incomprensión existencial, sino la que asume desde el arranque el misterio que siempre significa cualquier vida, en la senda de dos libros notables sobre el vínculo con sus progenitores: Les diré que te recuerdo (1973), de William Peter Blatty, y La invención de la soledad (1982), de Paul Auster.

El otro relato que avanza en paralelo, y que conforma el nodo de El origen de las palabras, es el del lento nacimiento de un escritor. González Bertolino narra las circunstancias que rodearon a la escritura de su primer cuento para la asignatura Idioma Español en el liceo –la búsqueda de unas hojas especiales para no redactarlo en una vulgar cuadernola, la corrección hasta altas horas de la madrugada– y la forma en que la profesora, al contemplar sobre el pupitre la gran cantidad de páginas resultante, en contraste con el magro resultado de los otros alumnos, se convirtió en su primera editora y crítica literaria al decir: “¡Yo no pienso leer eso! No pedí algo tan largo. ¡Qué esperanza!”. A esa página de desconcertante brutalidad, más adelante se antepone una escena que transcurre en el pasillo de un hotel en la ciudad de Minas, durante la entrega del Premio Narradores de Banda Oriental por El increíble Springer, protagonizada por González Bertolino y su padre, en la que el universo parece acomodarse y donde el escritor de la familia tensa las cuerdas profundas de la sensibilidad, sin derrapar en la sensiblería.

Lejos de empantanarse en las ominosas aguas de la llamada “literatura del yo”, con las historias recibidas por sus mayores de forma oral y con sus propias evocaciones, González Bertolino ha compuesto un libro cuyo avance cronológico, dispuesto en tres partes –la primera y más extensa ubicada durante su infancia; la segunda ambientada en su adolescencia y la tercera entre la salida de la adolescencia y la entrada al mundo adulto– es por demás maleable, como lo es, en definitiva, la propia memoria.

El origen de las palabras. De Damián González Bertolino. Montevideo, Estuario, 2021, 324 páginas.