A esta altura del partido, referirse a la población uruguaya como esencialmente vieja y señalar la relevancia de la migración en la construcción de la identidad nacional están entre los mayores lugares comunes. Nuestro cine no ha escapado a esto, y abundan obras en las que el tema de la vejez y la importancia de retener y perpetuar la memoria se vuelve central, entre las que se encuentran, entre muchas otras, documentales como Las flores de mi familia (Juan Ignacio Fernández Hoppe, 2012), Hospi (Gerardo Castelli, 2012) y El casamiento (Aldo Garay, 2011). Alicia Cano se enfrenta ya desde la premisa de Bosco a la difícil tarea de hablar sobre el pueblo de sus ancestros y a la vez decir algo distinto a lo que la mayoría sabemos, a lo que nos contaron nuestros abuelos, a lo que ya tantas veces leímos y vimos en la pantalla.

Al comienzo, su abuelo, Orlando Menoni (de 103 años de edad), le comenta que para hacer el documental simplemente tiene que ir ahí y hacer hablar a sus pobladores; que como mucho podría resolverlo en cinco días. La película –su investigación, pero también la inversión emocional puesta en ella– demoró, por el contrario, 13 largos años, en los que la misma directora pudo residir en una de las 123 casas del pueblo (sólo siete de ellas habitadas por personas) y registrar un miniarco vital de sus pobladores.

Dependiendo de la estación y de la luz, contemplado desde lejos, el poblado puede verse de diferentes maneras: en la tarde el aglutinamiento de casas adquiere un tono violáceo y parece un pequeño pulmón que respira sereno entre el inmenso verde que lo rodea, mientras que en invierno la nieve uniformiza el territorio y las casas quedan reducidas a sus ventanas, pequeñas celdas negras con la mayoría de los espacios deshabitados, como túneles expuestos de un hormiguero abandonado. La mirada persistente de Alicia Cano sobre este escenario fundacional (desde el mismo ángulo, a la misma distancia y a la misma altura) es un ejercicio similar al de Paul Cezanne cuando pinta la montaña Saint-Victoire una y otra vez a lo largo de su vida: un trabajo repetitivo para pulir y desarrollar un estilo, pero también una base fija para percibir el tiempo y el avance de lo aparentemente estático. Esta persistencia también es una forma de ralentizar el ocaso de ese pueblo (alargar su fin, plegarlo una y otra vez sobre sí mismo, hasta coquetear con la eternidad), con la mirada de Alicia como si buscara el rayo verde que sólo llega cuando el sol termina de ser devorado por el horizonte.

En el pueblo hay 13 habitantes, de los que conoceremos a una curandera, un cantinero retirado, una pastora, un partisano, un cazador, un romano y una obrera ferroviaria. Alicia alterna entre ellos y sus abuelos provenientes de Salto, conformando un doble ocaso: el de Orlando y su esposa abandonando la casa de toda su vida y el del pueblo envejeciendo sin gente joven que pueda repoblarlo. Para ello, se lanza a la caza de algunas imágenes-metáfora tan sutiles como poderosas: la señora que durante años ha separado en la mesa un plato para un ser querido que nunca llega, el frasco cerrado por uno de los hijos que ni su padre ni su madre logran abrir, la abeja (signo de una riqueza que hoy en día también corre peligro de extinción) que camina sobre el brazo de una de las retratadas y prácticamente se ofrece para el sacrificio –el mínimo “pop” de los dedos de la señora aplastándole la cabeza, el insecto abandonado de forma ritual sobre la ventana y el pájaro que inmediatamente pasa a comer la ofrenda–. La pastora cuenta todos los pasos que da con una voluntad de cartógrafa. Con lo permanente de los espacios, si quedara ciega sería lo mismo, podría moverse de un lado para otro sólo llevando el conteo en su cabeza.

La mirada en Bosco ocupa un lugar de preponderancia. Este sentido/leitmotiv no es nada que no se haya hecho antes (en The Look of Silence, de Joshua Oppenheimer, los tratamientos de la vista a los que se somete uno de los retratados entroncan con el pasado violento que Indonesia no quiere ver), pero hay algo bastante elegante en cómo Cano engarza las cataratas de su abuelo con las de un pueblo que se va apagando. Quizás lo más novedoso de Bosco en su filmografía es cómo el intento de recuperación de la mirada de Orlando coincide con un afinamiento de la mirada de la directora (y con cómo, para ver mejor, ella tiene que cerrar los ojos e imaginar). Al principio del film la cámara se detiene en el polvo y el polen que sólo adquieren visibilidad a contraluz (polvo del que venimos y en el que terminamos, pero también polen que hace resurgir y regerminar). En otra ocasión logra filmar un pájaro que vuela desde un pretil y una rama que cae al suelo justo cuando entra a llover y es arrastrada por el viento. La imagen es tan sutil que podría olvidarse, pero la mínima conjugación de acciones es casi un ejercicio cinematográfico zen: cómo integrar el pájaro y la rama en un plano, sin cortes y evitando reajustar foco, como si la realizadora supiera que ambas cosas, huidizas, efímeras, hubiesen estado siempre ahí, esperándola.

La carrera de Alicia Cano se ha sostenido en esta tensión documental entre el naturalismo y la puesta en escena. Ya en El Bella Vista (2012), el documental utilizaba elementos propios de la ficción para retratar la dinámica de un club y su pueblo, y en su corto Apuntes salteños –realizado en una serie conmemorativa a 40 años del golpe de Estado– usaba, al contrario, imágenes desprovistas de personas para permitir la superposición de algo narrativo. Bosco es la película en la que estos límites están más estirados y en la que ella se da cuenta de que componer es sólo otro estado de registrar. El montaje recogido en la noche, cuando las luciérnagas se entremezclan con la imagen de un lobo y las ovejas (entre los dos antagonistas, la lana es filmada con un detenimiento que parecería rescatar el proverbio de “un lobo con piel de cordero”), son de lo mejor que filmó la directora, y aun a riesgo de jugarse todo a lo poético, sale bien parada. El tiempo como un lobo con piel de cordero, el fin de los días como esa silla construida por Orlando que gira sobre sí misma, pudiendo captar el presente, pasado y futuro en 360 grados. Así, Bosco es un film inusual sobre el fin de los tiempos, pero además es el comienzo de un nuevo cine. El de Alicia, pero también el nuestro.

Bosco. Dirigida por Alicia Cano Menoni. Uruguay-Italia, 2020. Desde el jueves en Cinemateca, Grupocine Torre de los Profesionales y Life Alfabeta. El viernes proyección gratuita en Casa de la Pólvora (Cerro) a las 19.30.