En 1894 los servicios de inteligencia franceses descubrieron evidencia de un acto de espionaje: alguien estaba vendiendo información al gobierno alemán. Luego de la humillante derrota militar francesa ante los alemanes en 1870 y frente a la factibilidad de otro conflicto bélico con el poderoso país vecino, había que mostrar una reacción rápida y severa a la traición. Se armó apresuradamente una lista de sospechosos, de la cual se aisló de inmediato al capitán Alfred Dreyfus (1859-1935) por el hecho de que era judío. Francia vivía una fuerte oleada de antisemitismo, y en muchas mentes la condición de judío equivalió a un motivo: se asumía que los judíos querían desestabilizar una sociedad a la que odiaban, y tomar el poder.
El juicio de Dreyfus estuvo plagado de irregularidades jurídicas, perjurios, supresión y falsificación de pruebas. El capitán fue degradado y condenado. Para evitar toda complicación para el sistema, el exoficial fue deportado a la Isla del Diablo, en la costa de la Guyana Francesa, donde él y sus carceleros fueron los únicos habitantes durante años. Sin embargo, el caso se mantuvo encendido por la familia de Dreyfus y algunos simpatizantes. Cuando aparecieron pruebas contundentes de las falsificaciones e irregularidades del juicio, e incluso se identificó al verdadero espía, empezó un movimiento por la revisión de la sentencia de Dreyfus.
En 1898 Émile Zola, el escritor más leído en Francia en ese momento y uno de los más respetados, publicó la carta abierta titulada ¡Yo acuso...!, que da título a esta película, denunciando la red de hipocresías y simulacros en el juicio. Zola fue, a su vez, sometido a un juicio por difamación, que contribuyó a la difusión pública del affaire (caso) Dreyfus y lo convirtió en uno de los escándalos políticos de mayor envergadura en la historia de la humanidad. El caso Dreyfus dividió a la sociedad francesa y llamó la atención internacional. Sobre todas las cosas, puso en evidencia el grado de irracionalidad que podía llegar a condicionar las acciones de personas supuestamente guiadas por la razón, la justicia y los protocolos, en una historia que involucró familias divididas, amistades rotas, duelos, suicidios, atentados, dos intentos de golpe de Estado, manifestaciones callejeras, ataques antisemitas, batallas verbales libradas en periódicos antagónicos.
La novela de Robert Harris en que está basado este libro tiene como protagonista a Marie-Georges Picquart (1854-1914). Al ser nombrado (en 1895) jefe del Departamento de Estadísticas, es decir, el servicio de inteligencia francés, Picquart encontró evidencias que señalaban al comandante Ferdinand Esterhazy como el verdadero espía. Picquart era antisemita y sentía, por ese motivo, antipatía por Dreyfus, pero fue de esas raras personas dotadas de un sentido abstracto de justicia, y eso lo llevó a comprometerse hasta el tuétano con la defensa de las evidencias, por encima de los prejuicios. Su papel fue fundamental para alimentar la causa revisionista del affaire.
La película empieza con la degradación de Dreyfus. Transcurre mayormente en el tiempo presente en que Picquart investiga, descubre pruebas y empieza a percatarse de la barrera que se yergue para impedir la divulgación de la verdad, hasta que termina en situación de enfrentamiento directo con el sistema. Mientras tanto, en flashbacks, vamos adquiriendo información decisiva sobre los antecedentes que habían conducido a la condena de Dreyfus.
El tono que elige Polanski para contar la historia es singularmente sobrio, sin empeño de agregar sentimentalismo a los eventos que muestra. J’accuse transcurre entre personajes entrenados en mantener la compostura (oficiales del ejército, magistrados). No sólo los trajes son “uniformes”: todos usan los mismos bigotes espesos, y la única variación es que algunos también usan barba. Casi que vivenciamos desde adentro la solemnidad pomposa y el sentido del honor, para tantos de nosotros tan ajenos, inherentes a la visión del Ejército francés en esa época. Son especialmente punzantes la primera y la última escena. Lo primero que vemos es el enorme patio de la Escuela Militar, bordeado por una fila inmensa de soldados ordenados. Por delante de ellos, pero siempre allá lejos, va el grupo que conduce al condenado. La cámara sigue a ese grupo en un paneo larguísimo, que da cuenta no sólo de la distancia, sino también de una demora que recargaba esa acción de un peso ritual.
Es curioso cómo esa especie de castración simbólica (le arrancan al degradado sus botones e insignias, y le rompen la espada) no privaba a la víctima de una cuota de honradez: existía la posibilidad de mantenerse estoico, en posición de sentido militar, marchando en disciplinada formación, aguantando “como un soldado” la pérdida de la condición de tal. En esa escena también se presenta a Picquart, testigo de la ceremonia, y es su boca la que profiere una de las frases más asquerosas de la película: comenta, mirando con un binocular, que la expresión de Dreyfus es la de “un sastre judío que ve todo su oro tirado a la basura”.
La última escena, por su parte, puede verse como un eco muy modificado de la primera, y le da un gustito amargo al desenlace (que podría ser, en términos generales, positivo). En esa confrontación final y a solas entre Picquart y Dreyfus se atenúa el estatuto del primero como héroe ejemplar, Dreyfus queda en una posición inferiorizada y también lidiamos con ese ideal de gesticulación estatuaria, la posible belleza y el posible horror de vivir con las emociones contenidas detrás de conductas protocolares pulidas, escuetas. Jean Dujardin logra transmitir esa impresión, tan importante en un personaje como Picquart, de alguien que, por detrás de una expresión impasible, siempre está pensando. Y la actuación de Louis Garrel como Dreyfus es virtuosa, sobre todo en ese momento conmovedor en el que, entrando a la sala del segundo juicio, se esfuerza por emitir las que posiblemente sean sus primeras palabras habladas en cinco años.
Aparte de un puntilloso respeto por los hechos históricos, la reconstitución de época es preciosista. Es muy bonito ver esas escenas de parques y cafés parisinos de la belle époque con ese visual que recuerda tantas escenas de pintura impresionista. No recuerdo otra película que transmita, como esta, lo penumbrosos que solían ser los interiores de las viviendas y oficinas urbanas de esa época, atiborrados de muebles pesadotes, escasamente iluminados por las ventanas chicas y la luz artificial mortecina, y aún más oscurecidos por los papeles de pared.
Otros momentos y aspectos memorables son la serie de planos cada vez más alejados de la prisión-isla que dan cuenta del aislamiento (perdón por la redundancia) de Dreyfus; la exploración del motivo de la ventana que no se abre hasta que, cerca del final, Picquart finalmente logra abrir una; la estructura global, concentrada en el encierro, la oscuridad y el cuchicheo entre unos pocos personajes hasta que, luego de la publicación del artículo de Zola, la pantalla estalla en escenas llenas de gente y muchas visiones de la calle. A su vez, es muy bienvenida y agradable la cinematografía neta, discreta y funcional de Polanski, por más que algunos recursos estilísticos se sienten casi patéticamente envejecidos y delaten a un director que tenía 86 años cuando la realizó: esos flashbacks hiperexplícitos en los que el personaje se pone a pensar, la imagen se desenfoca y se funde con lo que él supuestamente está recordando, habrían sido vistos como de clase B ya en los años 60.
Los primeros dos tercios de la película pueden pasar por una original historia de investigación en la que un descubrimiento nimio resulta ser la punta de la madeja que desvela un mayúsculo intríngulis político, a la manera de Todos los hombres del presidente (1976, de Alan J Pakula). El último tercio es mucho más apresurado, casi brusco. Ello se debe, entre otras cosas, a que se trata de la etapa en que el rol de Picquart en el affaire se vuelve más esporádico, aunque incluye, justamente, las tres escenas de acción que lo involucraron (el ataque de Esterhazy, el atentado contra Labori y el duelo con Henry). Me imagino que, para la mayoría de los espectadores, sería mucho más importante entender qué pasó, antes que mantenerse fiel a la premisa de acompañar a Picquart. Al no disponer de un poco más de contexto, debe resultar medio enigmático, o incluso narrativamente caprichoso, el empecinamiento de las autoridades en afirmar la culpabilidad de Dreyfus y sumar bochorno tras bochorno tan sólo por sentir antipatía hacia él por su condición de judío. Tampoco se explica bien por qué el caso resultó en una oleada de violentos ataques antisemitas, o de qué se trata el tal Sindicato Judío. Es que el caso claramente tenía sustancia suficiente para ocupar un largometraje de cuatro horas de largo o, mejor aún, para ser contado en una miniserie.
La película tiene mucha pertinencia para poner en perspectiva varios aspectos del mundo actual. El antisemitismo se manifestaría en la Alemania nazi en forma especialmente violenta, pero los sentimientos que alimentaron el Holocausto no tenían menos presencia en la Francia de fines del siglo XIX. El escándalo Snowden, entre otros, trajo a colación violaciones de la privacidad por los gobiernos, dejando la impresión de que se trata de un fenómeno inherente a la era informática, pero las escenas en que Picquart empieza a familiarizarse con las prácticas de la oficina de Estadísticas ilustran lo extendido de ese tipo de intromisión hace 125 años. Resulta irónico escuchar al coronel Sandherr comentar, hacia 1896, que Francia está llena de extranjeros y que esto implica la decadencia de la sociedad y la cultura nacionales. Para nosotros, latinoamericanos, es muy bienvenida una película que toma partido por la postura de que lo mejor para el ejército es luchar por que primen en su seno las actitudes honorables, y no defender ciegamente a sus jerarcas que cometieron faltas graves.
Hay un aspecto del caso Dreyfus que, por desgracia, no recibe atención alguna en Yo acuso: se trató de una instancia muy clara de agrietamiento ideológico, un tipo de fenómeno que, a falta de perspectiva histórica, tendemos a atribuir a las redes sociales. La postura totalizadora de que poner en evidencia la inocencia de Dreyfus era atacar a las instituciones y que atacar a estas era atacar la patria terminó resultando en una aglomeración cómplice de tendencias que no necesariamente tenían que ir juntas, pero que necesitaron unas de otras para componer una alianza especialmente nefasta que sumó militarismo golpista, monarquismo, iglesia católica, antisemitismo, xenofobia, conservadurismo comportamental y artístico. De pronto Dreyfus no era culpable o inocente en función de ilaciones lógicas a partir de las evidencias, sino en función de partidos tomados por ese conjunto de causas (culpable) o por las opuestas (inocente). Por suerte, en este caso, la alianza revisionista estaba asociada a principios iluministas, es decir, a la defensa de la razón y, por consiguiente, de una justicia en la que, idealmente, se llega a las conclusiones en forma independiente de las condiciones a priori con respecto a quién acusa y quién es acusado. Pero, en fin, sólo este tema ya alcanzaría para otra película.
Yo acuso (J’accuse). Dirigida por Roman Polanski. Basada en la novela An Officer and a Spy, de Robert Harris. Francia/Italia, 2019. Con Jean Dujardin, Grégory Gadebois, Louis Garrel. Life 21, Alfabeta.