Las primeras dos escenas de la película nos ponen en el corazón del asunto. El niño, Tom, aprieta todos los botones del ascensor antes de que su madre logre impedírselo. Elena, la madre, tiene que bancar la impaciencia y cierta incomodidad de los demás pasajeros mientras el ascensor se detiene en cada piso. Luego, en la oficina de servicio social, mientras ella habla de cuestiones importantes de las que depende la ayuda económica que necesita debido a sus bajos ingresos como obrera inmigrante (mexicana en El Paso, Texas), Tom se tira al piso, juega con una especie de pistola que produce burbujas, ella tiene que darle un chupetín y quitarle el juguete mientras el funcionario la espera.
Esas dos escenas también introducen, muy pronto, algunos elementos formales importantes: los motivos de los reflejos (los espejos del ascensor) y de las superficies imperfectamente transparentes (el vidrio en el mostrador de la oficina), y también el eje de simetría (ella en el centro del encuadre en el mostrador) con un componente asimétrico. El hecho de que, en la oficina, la veamos desde el punto de vista de atrás del mostrador, como si fuéramos el funcionario, se va a replicar varias veces en la película, con ella o con Tom, frente a representantes de otras instituciones (escuela, médicos). Además, la cámara fija, impasible, activa las ocurrencias fuera de campo (Tom desaparece en el borde inferior del encuadre y emergen de ahí las burbujas), propiciando un elemento sutilmente humorístico, y además grafica la situación de Elena mostrando cómo ella puede ser mirada por otros, obligada a sobrellevar la inadecuación provocada por la exasperante hiperactividad de su hijo.
Va a haber momentos de humor desperdigados a lo largo de la historia, pero lo serio predomina, en los personajes y en la película. Cuando a Tom lo diagnostican con TDAH (trastorno por déficit de atención con hiperactividad), se vienen los dilemas: las medicinas que le recetan tienen efectos colaterales serios (insomnio, depresión), que deben compensarse con aún más medicinas. Es sabido que hay todo un movimiento que advierte contra la hipermedicación de menores, especialmente en el caso del TDAH, y lo atribuye a los intereses de la industria farmacéutica, así como a la comodidad de las escuelas (que se ahorran las perturbaciones de los niños problemáticos. La hiperactividad es un problema serio para el niño y para su entorno, pero los medicamentos también traen sus consecuencias negativas, incluyendo un cierto estigma de “niño con problemas”.
Esta es la primera película codirigida por la pareja de uruguayos residentes en México Rodrigo Plá y Laura Santullo. En sus cuatro largos previos, Plá firmó él solo la dirección, sobre guiones coescritos con Santullo. De todas las películas de Plá, esta es la más madura, la que está actuada con más consistencia y escrita con más fluidez. La película asume uno de los paradigmas del cine de arte (o cine del circuito de festivales) reciente, uno que parece contar con una importante adhesión en México (Michel Franco, David Zonana, Artemio Narro): escenas breves, con uno, dos o tres planos cada una como máximo, orden estrictamente cronológico, escenas estrictamente “objetivas” (nada de sueños, recuerdos, imaginación), pocos movimientos de encuadre (cámara casi siempre fija), pocos planos cercanos (encuadres más bien a distancia mediana de sus personajes), muchos encuadres planimétricos, tendencia a restringir los cambios de ángulo a saltos de 90º o sus múltiplos, sonido estrictamente diegético (nada de música incidental), ritmo de montaje relativamente pausado.
Algunas escenas cuentan momentos cruciales en la historia (la consulta con la psiquiatra, la compra del auto), otras ilustran aspectos de la situación (de qué trabaja Elena, los costados complicados de la coexistencia con Tom), pero hay algunas que parecen medio fortuitas, como ese momento en la piscina en que Tom juega dentro de un globo plástico: parece estar ahí como para regalarnos un momento lindo, un rato de distensión, para quitar el peso unilateral en la oscuridad, y también para aportar una sensación de realidad, de que estamos entreviendo una selección medio aleatoria o caprichosa de momentos de vida sin que todo esté sumido al propósito de narrar o moralizar.
La austeridad de esas opciones (vean la cantidad de “estrictamente” en la descripción arriba) contribuye a aislar algunos elementos formales y ponerlos de relieve como parte del esquema narrativo o expresivo. Cuando los niños están haciendo una representación teatral, primero los vemos de frente, con la escenografía al fondo. Luego cortamos al ángulo opuesto (salto de 180º), ahora con el público al fondo. En ese segundo plano, los niños están desenfocados, y el foco está en la “pared” de padres-espectadores, achatados por el lente teleobjetivo, varios de ellos grabando orgullosamente la actuación con sus celulares. Un nuevo corte va a centrar la atención, desde otro ángulo, en Elena, mensajeando con el padre de Tom, que faltó a la función.
Por otro lado, esos elementos de austeridad estilística chocan, poéticamente, con la complejidad gráfica de varios encuadres. Mi plano preferido es uno en que Tom está en un ambiente con otros niños jugando bajo las instrucciones de una profesional, y empieza con la cabeza de Tom, aburrido, recostada sobre la mesa. Hay todo un juego con el espejo que refleja a otro niño más lejos, con la niña que se cuela debajo de la mesa y que al inicio apenas distinguimos. Finalmente, cuando Tom se mete también abajo de la mesa para jugar con ella, vemos emerger los pies de ambos, en medias, duplicados en el reflejo del espejo. En este plano el encuadre se mueve un poco, pero siempre deja algo afuera, de modo que cuando vemos los piecitos nos sorprendemos (no vimos a los niños acostados alzando las piernas). El siguiente plano nos va a mostrar que el espejo funciona como ventana oculta de observación desde otro ambiente, sin más comentario que ese (se supone que será alguna instancia de evaluación comportamental).
Luego de que vemos a Elena vichando un auto para comprar, cortamos directamente a un plano tomado desde dentro del auto en movimiento, todavía con el precio pintado en números grandotes en el parabrisas. El plano es largo (un minuto y medio), y la cámara va a panear hacia la derecha para mostrar a Tom en la vereda, luego hacia la izquierda para mostrar a Elena bajando para agarrarlo y meterlo en el auto, y aún más hacia la izquierda para mostrar al niño sentándose en el asiento de atrás. Ese movimiento prepara con especial potencia el plano siguiente, en que la cámara va a replicar, en forma simplificada, ese último giro hacia atrás, esta vuelta con un elemento de suspenso y drama, porque es un momento que va a ser un hito en la narrativa.
Ninguno de los dos protagonistas, Julia Chávez (Elena) e Israel Rodríguez Bertorelli (Tom), tenía antecedentes cinematográficos. La película reposa, en buena medida, en esos dos hallazgos. Ambos son bonitos, pero son bellezas no convencionales, “imperfectas” con respecto a la hegemonía. Tienen una considerable energía agresiva y, sin embargo, dejan transparentar el conflicto entre el muro de dignidad y la puerta abierta de la vulnerabilidad. Mucho de lo que dice y hace Elena queda fuera de una cartilla de la madre perfecta, y Tom muchas veces es imbancable. Esta película plantea su tesis sin necesidad de reducir a sus personajes a idealizaciones intachables, confiando en las circunstancias mismas como factor suficiente para convencernos de que estamos ante problemas que sería muy bueno que la sociedad pudiera solucionar.
Por otro lado, el término “tesis” aplicado aquí tiene que tomarse con pinzas, ya que queda margen para que personas que asumen ideologías distintas con respecto a muchos puntos en discusión arriben a conclusiones opuestas a partir de lo que la película muestra: “es mejor no medicar y buscar alternativas” o “por más que haya que supervisar eventuales efectos colaterales, medicar es la única vía para propiciar integración social y no comprometer la educación de los niños con TDAH”; “los niños no son la propiedad de los padres y estos no pueden hacer con ellos lo que se les canta” o “las instituciones proponen soluciones medio generales que no toman en cuenta aspectos individuales que los padres sí conocen, y es el deber de estos protegerlos de esas limitaciones de la sociedad y de las instituciones”.
Es sin duda una película sobre un problema social, que facilita los componentes para un posible análisis, pero también asume que estamos muy lejos de una solución consensuada y que se pueda defender racionalmente con una norma simple. En todo caso, queda claro que la posible solución pasa por una observación amorosa y abierta a las distintas problemáticas. Al ser incompleta en cuanto tesis, la película se vuelve más entera en cuanto drama, es decir, un estudio de personajes individualizados e intransferibles, con los que nos involucramos y de quienes queremos saber el devenir. El final es abierto con respecto a los problemas abstractos, aunque podría considerarse un happy end en una progresión desde el conflicto (el primer plano, en el ascensor hacia una oficina burocrática) hacia un encuentro madre-hijo en el bello, soleado y playero plano final.
El otro Tom. Dirigida por Rodrigo Plá y Laura Santullo. Con Julia Chávez, Israel Rodríguez Bertorelli, Christopher Jones. México, 2021. Cinemateca, Sala B, Life 21, Alfabeta.