Aquí los hermanos Dardenne se metieron en el espinoso terreno del islamismo yihadista. Ahmed es un adolescente belga de origen árabe, medio timidón. Desde hace algunos meses cayó bajo la fuerte influencia del imán de una mezquita del vecindario (la película, como casi todas las de la dupla de directores, está rodada en Lieja). Cumple diligentemente con las abluciones y las oraciones –esos rituales funcionan como un motivo-refrán en la película–. Está también obsesionado con mantenerse “puro” (no tocar mujeres, no dejarse lamer por un perro). El lío que desata todo es aparentemente menor. Inès, su profesora del liceo, decidió impartir lecciones de árabe moderno sirviéndose de canciones populares. Hay mucha demanda, ya que es el tipo de árabe que uno necesita conocer para seguir los noticieros, trabajar en los hoteles, viajar o hacer negocios, pero el imán y algunos otros opinan que es una herejía acercarse al idioma del profeta a través de cancioncitas profanas, y caracteriza a Inès como una apóstata. Para colmo, según dicen, ella está saliendo con un judío. Y como Ahmed ha entendido que es deber del buen musulmán matar a los apóstatas, intenta cumplir el mandato, cuchillo en mano.
No se nos explica el proceso que llevó a Ahmed a fanatizarse. Llegamos a conocer algunos factores que sin duda contaron para ello: su madre está sola, de modo que el imán llena el lugar como figura paterna; un primo de Ahmed es venerado como un mártir por sus correligionarios yihadistas por haberse inmolado en un atentado suicida y funciona como modelo para el joven. Quitando esos indicios, sólo podemos contar con nuestro conocimiento del mundo para formular algunas hipótesis, que tendrían que ver con la necesidad de autoafirmación a través de una identidad, la fobia al placer, la manera en que construir conceptualmente un mundo lleno de reglas nos brinda seguridad y sentido, y vincular esos factores (y otros más) con la personalidad del personaje.
Los Dardenne se mantienen firmes en su estilo lleno de restricciones. No hay muchos planos generales, tampoco muchos primeros planos: la cámara suele ponerse lo más cerca posible como para poder mostrar la acción pertinente para que avance la historia y acompaña a los personajes, con pocos cortes. Las pequeñas oscilaciones del encuadre, porque la cámara está siempre en mano, generan una impresión de espontaneidad “documental”, pero si observamos bien, la puesta en escena y el trabajo de cámara están ensayadísimos, realizados con un notable virtuosismo. Si los personajes están quietos, podemos tener instancias de prolongado estatismo, pero en cuanto se mueven, la cámara va con ellos, propiciando muchas veces un gran dinamismo visual. El montaje abrupto pone de relieve ese dinamismo, por ejemplo, entrando a las escenas en pleno movimiento veloz. El sonido es estrictamente diegético.
Ahmed está en el centro de la acción en casi todas las escenas, y creo que, si sumáramos todos los fotogramas en que no aparece en campo, no llegaríamos a totalizar ni dos minutos. Ese rato de suspenso, en el penúltimo plano de la película, en que la cámara se detiene sobre unas tejas y, como estamos afligidos por saber qué pasó, sentimos el peso de la espera, dura en realidad nada más que tres segundos. Esa persona extraña, tan distinta de la mayoría de los espectadores, funciona, en esta película, como nuestro objeto de identificación. Cuando él emprende sus intentos de asesinato, tememos por la profesora, que es tan querible, pero también tememos por Ahmed, porque no queremos que arruine su propia vida haciendo esa bobada. Nos identificamos con él y al mismo tiempo queremos que fracase en su propósito.
Un efecto de estilo de los Dardenne es omitir muchos de los recursos que suelen orientarnos sobre qué pasa en la cabeza de los protagonistas de una película, como la música incidental, la voz interna, los planos de punto de vista. Pese a que la cámara suele estar cerca de Ahmed, el pibe, por su propia naturaleza tímida, hosca, reservada, tiene una expresión indescifrable, y además está mucho tiempo con la cabeza gacha, y la cámara lo agarra varias veces de perfil o casi de espaldas (un ángulo tipo tres cuartos, pero dorsal). Esto último nos priva del otro recurso clásico para saber qué tienen los personajes en mente, que son los primeros planos de rostros con las emociones bien delineadas. Se da entonces la paradoja de que estamos todo el tiempo acompañando a un personaje sin estar seguros de qué es lo que pretende hacer. Con su sabiduría narrativa, los Dardenne aprovechan todos esos factores para propiciar suspenso. Este suspenso se prolonga, además, por la renuencia a cortar: si Ahmed camina por un pasillo, lo vemos recorrerlo de inicio a fin, mientras que lo más común hubiera sido hacer una elipsis que dejara tan sólo los gestos cruciales. Qué forma perversa de sufrimiento placentero, el suspenso. Sólo que aquí, cuando el tenor no es para nada de entretenimiento, sino que están en juego cuestiones serias del mundo, que atribuimos a la realidad, el sufrimiento es más grande (y el placer estético, aún más perverso).
Es especialmente intrigante todo el proceso que vive Ahmed en la institución correccional. ¿Hasta qué punto su buen comportamiento es un acercamiento a la reforma y el arrepentimiento, y hasta qué punto son artimañas para lograr su propósito? Parece quedar claro que hay factores que lo hacen tambalear (la bondad con que lo tratan en la granja, un atisbo de romance con una chica) y, por otro lado, él pelea constantemente contra esos tambaleos, y su empeño por superarlos, por ahogar sus impulsos de empatía, es, de por sí, un peligro.
Todo es formidable hasta el final, que es muy dudoso. Uno entiende el propósito moral de los Dardenne, de buscar una salida para su protagonista, una redención. Lo que termina ocurriendo con él no es que sea imposible, pero es bastante improbable, y en tren de reflexionar sobre el mundo y de arribar a conclusiones, no sirve demasiado. Quizá cumpla como sorpresa dramática, como vuelta de tuerca de última hora, como la curiosidad de una casualidad muy particular, pero esas cosas no suelen funcionar tanto como desenlace, y menos cuando el relato nos tiene involucrados en un asunto tan acuciante tratado en forma realista. Es medio decepcionante, sí, pero no invalida lo mucho que tiene de bueno esta película y, en todo caso, le agrega un tópico más, entre varios, para discutir.
El joven Ahmed (Le jeune Ahmed). Dirigida por Jean-Pierre y Luc Dardenne. Bélgica/Francia, 2019. Con Idir Ben Addi, Myriem Akheddiou, Victoria Bluck. Cinemateca, Alfabeta.