El 1º de mayo concluyó la 23ª edición del Bafici (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente). En todas las funciones a las que fui, que fueron 15, hubo abucheos durante la propaganda del gobierno de la Capital (del que depende el festival), cuyo eslogan viene siendo “La transformación no para”. La protesta, por supuesto, entra en el juego de asumir “transformación” en su acepción positiva ( equivalente, por estos pagos, a “el cambio”). Nadie niega que la hubo, pero muchos sienten que fue para peor, y en todo caso, en el ámbito específico en que estábamos, esto era alevoso, ya que el Bafici se realizó con recursos muy recortados.

Durante casi toda su existencia, el festival tuvo su sede en algún complejo de salas multiplex muy puestas al día (el del shopping Abasto, luego el del Recolecta y, en 2019, el Belgrano). Ya no fue posible concretar acuerdos con ninguno de esos complejos y el festival se asentó en el Cultural San Martín, en pleno Centro de la ciudad, extendiéndose a otras salas que quedaban todas a unas pocas cuadras de distancia. Esta concentración vino bien para poder programar funciones en salas distintas con pocos minutos de separación entre una y otra, pero de las siete salas que frecuenté, sólo el cine Cosmos tiene un sistema de sonido más o menos comparable al de las ex sedes mencionadas.

Quizá más importante que la calidad técnica —que de todos modos fue siempre razonable—, se sintió un cierto decrecimiento en el clima de encuentro e interacción entre espectadores del lado de afuera de las salas o en las filas para entrar. Esto puede deberse a que la arquitectura del San Martín no es tan integradora como las de los otros espacios, o quizá a algún factor anímico más general en la población (pandemia, depresión económica), o a que no tuve la suerte de estar en los buenos lugares en los buenos momentos. Venía de acompañar el Festival de Cinemateca y se dio la circunstancia sin precedentes de que, en la comparación, el de acá respiraba más energía cinéfila, lo que es mucho decir, pensando en lo cinéfila que es la ciudad de Buenos Aires y en la manera de ser, por lo general más expansiva, de los argentinos.

Los números objetivos no variaron sustantivamente: de 390.000 espectadores en la anterior edición presencial del Bafici (la 21ª, 2019) pasamos a 380.000 ahora: sólo 3% menos, y sigue siendo un montón de gente. Fueron 450 funciones de unas 290 películas (incluyendo cortos). Otros Baficis tuvieron más títulos de directores-estrella, más cine asiático (tiene mucho prestigio y cuesta caro, y por eso funciona como medida de la prosperidad de un festival internacional), quizá una densidad mayor de revelaciones y grandes sorpresas. Con respecto a esto último, pueden haber contado otras dificultades además de las presupuestales: la producción comprometida por la pandemia, la cantidad de películas que van directo a streaming, etcétera. El hecho es que el Bafici vive y lucha, sigue siendo un festivalazo, oportunidad muy enriquecedora de ver películas a las que uno no suele acceder por otros medios o que no suele enterarse ni de que existen, valorizadas por ese modo de ver concentrado que la situación de un festival de cine propicia.

Argentina en pandemia

No vi la ganadora de la Competencia Internacional, que fue la argentina Clementina, de Constanza Feldman y Agustín Mendilaharzu. Es maravilloso que, entre los 16 largos de la competencia, oriundos de una decena de países de Europa, América y Asia, se haya premiado una película local. Sí vi la premiada como Mejor Largometraje en la Competencia Argentina, La edad media, de Alejo Moguillansky y Luciana Acuña. Llama la atención que los dos jurados independientes hayan terminado premiando dos películas argentinas de una misma productora (Pampero Cine), las dos codirigidas por un hombre y una mujer, siendo que ambas mujeres son bailarinas y coreógrafas, y ambos varones, cineastas que integran una misma barra (cuya figura de más peso debe ser Mariano Llinás), y que ambas películas lidian con el encierro durante la pandemia.

La edad media es una película de emergencia. Frente al encierro obligado y las dificultades para rodar en otras circunstancias, Moguillansky y Acuña decidieron hacer, en su propio hogar, una ficción en que ellos mismos son personajes y la protagonista es su hija de 10, Cleo Moguillansky. Lo máximo de perspectiva que llegamos a tener es el paisaje urbano desde la azotea. En tono de comedia, queda retratado y caricaturizado el trabajo virtual, la presencia agobiante de todos en la casa todo el tiempo haciendo actividades que por lo normal se hacían afuera, las compras por internet y la nueva jerarquía que cobraron los deliveries en la vida cotidiana. Mientras tanto los ingresos de los artistas merman y los precios suben.

_La edad media_.

La edad media.

La perspectiva de la niña motiva, en este caso, algunos elementos de fantasía o delirio que, de cualquier manera, es característica del cine de Moguillansky. En la medida en que la ficción avanza unos meses y la familia se ve en la circunstancia de vender todos los objetos domésticos en Mercado Libre, la relativa exasperación del inicio vira a una apatía desencantada y melancólica. Como expresa Luciana, los artistas empiezan a sentirse como “las ruinas de algo”. Sin llegar a calificar como drama, esta comedia termina siendo mucho menos comedia de lo que era cuando empezó.

La actuación de Cleo Moguillansky es increíble. Las performances de Luciana son impagables, y muy especialmente lo que parece ser una desacatada improvisación de danza por todos los rincones de la casa, cuya hiperquinesis expresa la energía contenida y el estrés. Moguillansky cuenta entre los cineastas más formidables de América Latina en la actualidad, y es admirable la puesta en escena, la caracterización de los espacios, la habilidad para el humor no sólo en las situaciones sino también en los encuadres. Él mismo montó la película, como casi siempre, a cuatro manos con Llinás.

Treintañeros creativos

De lo más interesante con que me encontré fueron los aportes de tres directores de distintos países que realizaron sus óperas primas entre 2014 y 2016 y confirman, con sus nuevas entregas, personalidades fuertes y un sólido dominio de sus herramientas.

Medusa (Brasil). Al igual que en su extraordinaria Mátame por favor (2015), Anita Rocha da Silveira genera un clima de incómoda extrañeza, un perverso naturalismo cotidiano con toques de pesadilla distópica. Casi todos los personajes integran una secta evangélica. Las muchachas andan en patota persiguiendo mujeres “del mundo” y las golpean y acosan hasta que las hacen proclamar frente a las cámaras de los celulares su arrepentimiento y sumisión a Jesucristo. Luego siguen con excitación la cantidad de vistas y likes de los posteos de esos videos.

Esas barbies religioso-terroristas están obsesionadas con los cuidados de belleza. Asumen que esa belleza estandarizada es condición para colocarse en un buen matrimonio, que debería ser, por supuesto, con alguno de los muchachos de la misma religión, cuyo entrenamiento de tipo militar parece preparar la aspiración del líder de terminar con la separación entre la Iglesia y el Estado. La magistral realización de Silveira pronuncia unos cuantos motivos que contribuyen a la solidez inquietante de esta película: la escultura en el parque, los desagües, el jardín del Edén y su serpiente, la obsesión fóbica con los rostros deformados, el color verde y el rosado.

El gran movimiento (Kiro Russo, Bolivia). Los componentes de ficción se combinan o se alternan con una “sinfonía de la ciudad” de La Paz. Acompañamos a un minero desempleado afectado por una indefinida enfermedad debilitante y a un viejo curandero que suele dormir en la selva, entre digresiones que transfieren el protagonismo al teleférico, los cableados o la comparación entre los rostros curtidos de anónimas personas de la calle. De una manera compleja, la belleza de las imágenes y sonidos y su composición en el montaje comunican, a un tiempo, la lamentable miseria de los personajes, y también el apego amoroso por sus tradiciones, sus raíces y su humanidad. Hay elementos del cine-ojo de Dziga Viértov, de los ensayos de Godfrey Reggio y del montaje ideológico a lo Serguei Eisenstein (cortamos de las maquinarias de las minas a una picadora de carne). Armoniosamente incongruente con todo ello es la secuencia en que un grupo de cholas baila con una música electropop ochentera.

L’État et moi (Max Linz, Alemania). Linz inventó una forma personal de surrealismo lúdico. El personaje de un compositor del siglo XIX está interpretado por una actriz, que a su vez también actúa una jueza en la actualidad. Involucrado con la Comuna de París en 1871, el compositor es puesto en el paredón, pero su ejecución consiste en que le sacan una foto, que lo convierte en estatua de cera. Cuando, en un museo en la actualidad, alguien le saca una foto a la estatua, el compositor revive. La película asume sus chistes primarios (expresiones faciales caricaturescas, uno que se pasa tropezando), que se entreveran con alusiones cultas sobre la historia europea. Los encuadres, la dirección de arte y la puesta son preciosistas y el sonido tiene momentos muy poéticos.

_Tre piani_.

Tre piani.

Dos autores consagrados

Tre piani (Nanni Moretti, Italia). El título tiene doble sentido: las familias que habitan los tres apartamentos de un edificio romano; y tres momentos, desperdigados en el correr de diez años, que sintetizan el devenir de esas personas. Si en sus inicios Moretti propuso una veta propia de comedia italiana, en algunas de sus últimas películas se viene poniendo totalmente serio, y esta nueva entrega viene por ahí. Las tres líneas anecdóticas, apenas entrelazadas aquí y allá, en el cómputo global comentan problemas y ansiedades actuales: la consciencia del abuso infantil y los temores que genera, las consecuencias jurídicas del sexo entre un adulto y una menor, un fraude inmobiliario que deja desvalidas a varias familias, manifestaciones fascistoides, militancia solidaria en pro de los refugiados. Por otro lado, lidiamos con rasgos que parecen inherentes a la humanidad: lo complicado que es para un hijo no demasiado brillante sobrellevar las expectativas de un padre exitoso y exigente, la locura, fantasías sexuales, crimen, culpa y castigo. El clima es de discreta aunque honda melancolía, con tintes de melodrama. La moraleja difusa parece proponer una mirada amorosa, comprensiva, tolerante y atenta a los múltiples costados de las cuestiones. La escena del tango callejero hace pensar en Fellini, y la escena final, en Manhattan (1979), de Woody Allen.

The Novelist’s Film (Hong Sang-soo, Corea). Aun si a la altura de su 27º largo ya se difuminó el factor sorpresa, siempre hay gracia en las producciones baratísimas de Hong, sus extensos diálogos naturalistas filmados en un solo plano, pequeñas disyuntivas y la combinación agridulce de la calidez de un encuentro afectivo con la fugacidad que señala la soledad fundamental de todos, y siempre hay algún elemento narrativo desencajado o extraño o paradójico. Una escritora, una actriz y un joven cineasta se encuentran de casualidad y deciden hacer un proyecto juntos. Este esqueleto anecdótico ni se acerca a dar una idea de la delicadeza de la película, los gestos tímidos, lo que no se habla, la manera siempre pulida y atenta de conducir discusiones en las que a veces se dicen cosas duras. El film se sostiene con detalles fugaces, como una niña que mira, un pasillo vacío, un único plano en color en una película en blanco y negro.

_Camuflaje_.

Camuflaje.

Documentales creativos

Camuflaje (Jonathan Perel, Argentina). Poco después de mudarse a los alrededores del cuartel de Campo de Mayo, el escritor Félix Bruzzone supo que su madre, desaparecida en 1976, estuvo detenida y probablemente fue asesinada allí. En la película lo vemos haciendo jogging por el barrio y a veces colándose en el terreno militar. Alrededor de esas imágenes-refrán, tenemos una sucesión de conversaciones de él con distintas personas: una pariente, un corredor inmobiliario, un amante de la naturaleza, una ex presa, una muchacha que vende muestras de la tierra a modo de reliquias de un lugar de exterminio. Bruzzone participa en una carrera de obstáculos organizada por los militares. Son maneras curiosamente tangenciales de abordar la dialéctica recuerdo/olvido: la historia impregna el presente y está simbolizada en ese escenario de tantas crueldades y sufrimientos, de los que la belleza natural no proporciona indicio alguno, y está también la vida que necesariamente sigue y no se maneja totalmente en función de esos hechos cruciales del pasado.

Love Inventory (David Fisher, Israel, 2000). Muertos sus padres, el director David Fisher teme la posible disolución del sentido de familia entre los cinco hermanos. Como forma de unirlos en una causa común, decide organizar la búsqueda de la hermana mayor, robada en la maternidad al nacer y de la que no se supo más. Funciona como pretexto para este documental familiar, que fue exhibido como parte de una retrospectiva que incluyó 7 películas. La propia intención connota el sentido familiero que domina la película, y tiene relación con esa pasión mediterránea de los cuatro personajes principales (los hermanos del director), cada cual con su personalidad, su circunstancia vital, su filosofía de vida. David Fisher sabía dónde se metía: aunque no hay nada excepcional en esas personas, son suficientemente locuaces, vívidas y distintas unas de otras como para convertirse en “personajes de película” y trasladar a la pantalla un raro sentido de unión en la diversidad, de la riqueza humana que, si observamos bien, está presente en las personas “comunes”.

El campo luminoso (Cristian Pauls, Argentina). En 1920 un grupo de aventureros suecos hizo una expedición por los territorios habitados por el pueblo pilagá en la provincia de Formosa. El material que filmaron quedó accesible hace unos años y Pauls aprovechó para confrontar aquellas filmaciones con la realidad actual de los pilagás. La película es más poética que expositiva. Unos diálogos (no visualizados) entre Pauls y una mujer intervienen a modo de reflexión metacinematográfica sobre los dilemas éticos al filmar a los pueblos originarios. La principal subnarración está dicha en sueco, a partir de textos de los diarios de la expedición. El montaje hábil yuxtapone las imágenes centenarias de una persona montando un burro, con una moto aparcada en la actualidad. Una mujer pilagá ve a su abuela cuando era una niña. Una carretera moderna asfaltada aparece yuxtapuesta a la trilla que antaño recorrieron los suecos. Se recuerdan dos instancias en que los pilagás fueron masacrados por las autoridades argentinas, en 1919 y 1947. El trabajo sonoro es sensacional, y se genera un clima de paso del tiempo, de pérdida, de lo irrecuperable, de una cultura que rumbea a la extinción, muy especialmente en los punzantes momentos finales de la película.

À vendredi, Robinson (Mitra Farahani, Francia / Irán / Suiza). Ebrahim Golestan, cineasta iraní casi centenario, acuerda con Jean-Luc Godard, cineasta francosuizo casi nonagenario, entablar semanalmente un intercambio de mensajes por internet, a sabiendas de que el proceso va a ser documentado. No sale gran cosa del diálogo. Quizá por esto, o quizá en un intento algo desangelado de emular el cine godardiano, la directora del documental optó por un lenguaje fragmentado, plagado de citas e interrupciones. En cuanto iraní, ella tiene un vínculo ya creado con Golestan, pero no parece haberse encontrado nunca con Godard (las imágenes de este en su residencia en Suiza fueron tomadas por el fotógrafo de sus últimas películas, Fabrice Aragno). De modo que la película es asimétrica: esencialmente estamos con Golestan, intentando asir el sentido de los mensajes de Godard. Como que el afán del documental es realmente probar un acercamiento a la esquiva figura de Godard, y la gracia eventual está sobre todo en esos acercamientos. Será medio pueril y cholulo, pero un crítico veterano e historicista como yo no va a despreciar la chance de ver a JLG jugar con un gatito, organizar su ropa recién lavada, sonreír para la cámara, trabajar en el montaje de El libro de imágenes (2018) y decir, con su voz ronca y temblorosa pero siempre expresiva, frases como “Cuando me muera, el joven muchacho que yo era va a retomar su lugar al frente de mi vida” o “Cézanne no pintaba manzanas ni montañas, pintaba solamente cuadros”.

Documentales para aprender

No todo es “cine” en el cine. A veces un documental convencional puede valer por lo que expone, recuerda, sintetiza u ofrece para reflexión o disfrute.

Dean Martin: King of Cool (Tom Donahue, Estados Unidos). Lo del título: Dean Martin (1917-1995), el rey del cool. La película está realizada con abundantes recursos, tenemos un acopio maravilloso de imágenes de archivo, entrevistas exclusivas con celebridades y especialistas, que dan cuenta de la gracia de esa especie de payaso elegante, algo misterioso, al que le encantaba hacer el papel de borracho pero que en verdad tomaba jugo de manzana en vasos de güisqui, que tenía un talento casi sobrenatural de siempre caer parado frente a cualquier situación (algo especialmente asombroso cuando nos enteramos de que casi no ensayaba sus números televisivos, casi todos improvisados en el momento). La película examina el propio concepto esquivo de cool, y relata la infancia de Martin en un pueblito estadounidense en una familia italiana, su afición por el boxeo y el golf, su carrera inicial como cantante, su impagable dúo con Jerry Lewis, su carrera cinematográfica, sus stand ups en Las Vegas, el trío con Frank Sinatra y Sammy Davis Jr. y el programa televisivo plagado de superestrellas. Montada con maestría, la película potencia todo el efecto emotivo posible en escenas como el reencuentro con Jerry Lewis o la posible búsqueda del “Rosebud” del protagonista.

El fotógrafo y el cartero: El crimen de Cabezas (Alejandro Hartmann, Argentina). A 25 años del asesinato del periodista gráfico José Luis Cabezas, este documental relata el descubrimiento de su cuerpo y las investigaciones, y explica los factores que convirtieron este crimen en particular en una causa que movilizó multitudes e implicó una crisis política. Es una valiosa recapitulación sintética, muy bien documentada, y de paso nos brinda un retrato vívido del clima del menemismo, así como del “cartero” del título, el multimillonario Alfredo Yabrán, posible mandatario del crimen.

Rescates

Prisioneros de la tierra (Mario Soffici, Argentina, 1939). El World Cinema Fund y Cineteca di Bologna acaban de recuperar y restaurar esta curiosidad de hace ocho decenios. Integró un empeño de construir un cine de carácter nacional, aunque insertado en estándares internacionales (sistema de continuidad hollywoodense, música incidental orquestal, rodaje casi todo en estudio, melodrama). Basada en relatos de Horacio Quiroga, retrata la explotación de los mensú en Misiones hacia 1915, sus paisajes, sus tipos humanos. El personaje del patrón tiene unas interesantes ambigüedades, y la película, con unos diálogos muy floridos, romantiza el vínculo del hombre del campo con la tierra, por la que siente apego pero que también lo atrapa.

New York Ninja (Estados Unidos). John Liu era una personalidad menor en el cine de artes marciales de Hong Kong. Pese a su buena pinta y su especial habilidad en el manejo de las piernas, nunca accedió a los primeros escalones del cine asiático, y decidió tirarse a dirigir esta película en Estados Unidos con capitales independientes. No la llegó a finalizar. Ahora el material bruto fue apropiado por Vinegar Syndrome y la finalización fue dirigida por Kurtis Spieler. Es una de las grandes bizarradas de la historia del cine. Luego de que su mujer embarazada es asesinada por una banda de secuestradores liderada por un siniestro villano que se vuelve más villano cuando se expone a radiación (el Plutonium Killer), el protagonista decide convertirse en una especie de vigilante urbano y recorre la ciudad en skate vestido de ninja (el traje medio flojón le queda parecido al de Kick-Ass). Todas las burlas que podamos hacer a las sobreactuaciones de Nicolas Cage palidecen frente a la escena en que Liu revienta todo a su alrededor porque perdió a su amada. Qué poder: atado a un auto por sus enemigos y arrastrado por las calles a alta velocidad, New York Ninja, sólo con la fuerza de sus piernas, pega un salto y cae sentado en la valija del auto, que para su suerte estaba abierta. ¡Pobres de sus captores! El menjunje incluye a un grupo de niños ninja entrenados por el protagonista y que, en dos ocasiones, salvan la situación.