El atractivo más fuerte de esta temporada número 40 del EAC, dentro de un parpadeante y un poco hueco torbellino de resplandores electrónicos (cuyo trémulo centro es la colectiva Impulso al arte digital, en la que, en varios casos, por lo menos el día de mi visita, fallaron justo sus virtudes tecnológicas, en un tripudio de pantallas apagadas o congeladas), lo ejercita, en definitiva, un lecho. O mejor dicho, varios. Aquí hay que rebobinar, para una más cómoda ubicación de Cápsulas de Miguelete, de la argentina Florencia Silva, y recorrer brevemente –sin tener que mirar por el ojo de la cerradura– una relación estrecha y riquísima como ha sido la que se desarrolló entre camas y arte plástico a lo largo del tiempo. Nada de necesariamente lascivo, aunque a menudo pícaro, pero sí siempre potencialmente impropio como impropia es (¿o era, antes de los social networks?) la mise en scène de un sitio/artefacto tan sensible y sensiblemente cargado. Encrucijada de regeneración y degeneración, de prolongados descansos y furiosas cachondeces (y viceversa), de brutal realismo y onirismo puro, la cama es un espacio intrínsecamente, y, se conceda, íntimamente íntimo que los artistas “violaron” gustosos, a nivel simbólico, mucho antes de los sex-tapes e Instagram.
Podríamos empezar con la Venus durmiente que en su primera aparición “moderna” Giorgione dota simplemente de unas suntuosas mantas, bucólicamente tiradas sobre el pasto, y de la misma Venus a la que, treinta años después, en 1538, Tiziano otorga no solamente la vigilia (y una especialmente desafiante, ya que nos mira directamente), sino también una cama, proyectándonos de golpe en un espacio en el que, claramente, no deberíamos encontrarnos: su alcoba. Cuando, varios siglos después, Édouard Manet con Olympia (1863) crea su versión, recalcada sobre Tiziano, transforma la cama –una mancha blanca que contrasta con el fondo negro y casi se fusiona a la piel diáfana de la prostituta– en un campo de acción “desarreglado”, y donde están permitidos gatos y zapatillas. Empero, el esmero de los pintores a la hora de mostrar lechos no ha sido siempre dedicado al guiño más o menos libidinoso: siempre en ámbito renacentista, pensemos en Carpaccio, que pinta la visión mística del Sueño de Santa Úrsula (1495), experimentada desde una esplendorosa cama con dosel: el lecho como refugio de la materialidad y plataforma desde donde catapultarse hacia lo divino. O el delicioso Retrato de un recién nacido en una cuna (1583) de Lavinia Fontana, donde la pintora boloñesa enmarca un tranquilo bebé (se especula todavía si es mujer o varón, si está vivo o muerto) en una cuna incrustada con habilidad monstruosa, envuelto en unas sábanas deslumbrantes por su refinamiento: camita que ahí funciona, claramente, como poderoso marcador de clase social. Antitética, en su esencialidad y pobreza, la cama que todos tenemos bien presente, y que, con su perspectiva audaz, roba la escena, en las tres versiones del Dormitorio en Árles (1888-89) de Van Gogh. Según las palabras del holandés, condensaba la idea de reposo, sin embargo marea, junto a los otros elementos, por la sensación de inestabilidad que sugiere.
Así, este espacio semisagrado resulta una especie de comodín visual que permite sondear intrincadísimos recovecos psicológicos, neurálgicos nudos en los que las vivencias personales se zarandean entre el placer, la enfermedad y las pesadillas: entre muchísimos otros, cabe recordar la cama-escenario, con cortina abierta, que Rembrandt fijó en La cama a la francesa (1646), aguafuerte y punta seca que inmortaliza un realístico coito burgués; la real cama-taller desde la que Frida Kahlo, clavada a ella por su condición, pintó varios cuadros, incluso uno donde se representa la metáfora, descaradamente cristalina, de un lecho volador y otra donde el lecho es el lugar de nacimiento de sí misma; la que hospeda las contorsiones de una mujer, provocadas por The Nightmare (1781), en el célebre cuadro del romántico Johann Heinrich Füssli. O, siguiendo, la imponente y neo-dada Bed de Robert Rauschenberg de 1955, ready made hecho de colcha, almohada y sábanas sucias, pero enmarcadas y colgadas a la pared, (in)oportunamente pintadas con la furia álgida de un expresionista ya duchampiano; o, epítome del género, la instalación de Tracy Emin Mi cama (1998), su concreto lecho, en estado deplorable, lleno de objetos (que van desde peluches, la inocencia, a medicamentos varios, las pulsiones suicidas de la autora, pasando por condones usados), todo un micromundo de autoanálisis vanidoso que impactó en su momento y, en efecto, sigue impactando.
¿Dónde se ubican, en este universo, entonces, las camas literas de Silva, estas que con una grilla de tres por tres llenan una de las pequeñas celdas/salas del museo? Estamos frente a una reflexión sobre espacio y confinamiento, claro está, y las preguntas que la misma escueta explicación de la obra arroja –“¿Cuáles son en verdad las dimensiones y condiciones mínimas de un recinto habitable? ¿Cuál es el límite entre habitabilidad y hacinamiento? ¿La reducción del espacio se compensa con la tecnología ofrecida? ¿Habitar una cápsula puede asemejarse a estar en una celda? ¿Cuáles son los parámetros de confort en ambas realidades?”– se quedan cortas respecto de lo que resuena una vez que nos acostamos en ellas, que nos trepamos a estos cubículos, nos clausuramos en sus “cajas”. Silva superpone los delirantes y célebres hoteles cápsula –invento de la hipercapitalista y apretujada Tokio que ahora se difundieron en todo el globo– a los acuciantes problemas de superpoblación de las cárceles. Pero su obra se insinúa por otros canales. Es evidente que la actitud “sociológica” de Silva dialoga más con Dormiente (2008) de la libanesa Mona Hatoum –una cama sin colchón que se asemeja a una enorme ralladora– que con los casos mencionados hasta ahora, o con otro lecho comprometido, el Bed-in de Yoko Ono y John Lennon, demasiado alegre. Pero sus espacios angostos, de reclusión coercitiva, de convivencia forzada, donde el lecho-cápsula, solitario, pensado para no ser compartido, despliega la estrechez de su material –el “aglomerado orientado” hecho de retazos de madera–, la falta de abrigo, la serialidad inexorable, llegan a develar otra dimensión. Así, en esta sencilla, ligeramente siniestra, pieza “para ser usada” (cinco minutos en el acto, pero hasta horas si es reservada con antelación a través de un QR), va aflorando, paulatinamente, el contorno neto de los ataúdes, y su conjunto metamorfosea pronto en nichos. Allí, clausurado, con la luz apagada, en plena oscuridad, atrapado en un espacio reducidísimo, el lecho evoca otro de sus destinos, se torna suave superficie donde habitualmente termina la vida. La muerte se apodera, por un segundo, del museo.
Cápsulas de Miguelete (parte de la Temporada 40). De Florencia Silva. EAC, Espacio de Arte Contemporáneo (Arenal Grande 1930). Hasta el 30 de junio.