Una mujer conejo lleva en brazos a su niña conejo herida, o muerta. Mira hacia atrás, por encima de su hombro, como si con esa mirada pudiera mantener a raya lo que acecha. El miedo es una suspensión espesa y fría que le atraviesa la médula espinal. La hiela, pero no la inmoviliza. Choca con el mercurio caliente de la adrenalina que le hace sacar fuerzas de un lugar que no sabía que existía. A su lado, otra niña conejo se vuelve hacia el cielo, con temor. Una tercera niña, ya más perro que conejo –lleva las orejas atadas con unas cintas rojas– observa al espectador de frente, con odio.

Paula Rego pintó su cuadro Guerra en 2003, como respuesta a los bombardeos de Estados Unidos sobre Irak. En palabras que recoge Amy Tobin al presentar a Rego en el sitio de la Tate Gallery, de Londres, la artista partió de una fotografía publicada en la primera plana del diario británico The Guardian. Quiso recrearla a través de la pintura. Como si una capa de irrealidad la volviera más real todavía. Pero al comenzar su trabajo se dio cuenta de que esas niñas de la foto, aun transformadas por la pintura, seguían estando lejos de cualquier posibilidad de ser entendidas como verdaderas. Así que les colocó cabezas de conejo. Recién entonces dio con el tono que buscaba. La crueldad mostrada con el mayor naturalismo que sea posible para evitar naturalizarla.

Nacida en Portugal en 1935 y educada en Londres, a donde sus padres la enviaron para que escapara de la asfixia del régimen salazarista, el estilo hoy más reconocible de Paula Rego se afianza en los años 1980, los tiempos de la primera ministra británica Margaret Thatcher. Si como decía en su frase viral Carl von Clausewitz, usada tanto de modo literal como invertido, “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, y la guerra es obtener los objetivos sin importar acabar con la vida del otro, no hay mejor equivalencia para esa tierra arrasada que la imposición del liberalismo económico más ciego y salvaje. Ese que Thatcher llevó adelante sin importar la aniquilación del otro.

Es verdad que para entonces Rego ya era un nombre clave en el arte portugués, lugar que según la leyenda ocupa desde 1960, cuando pintó Salazar vomitando la Patria, como crítica pictórica al dictador Antonio de Oliveira Salazar, que gobernó Portugal entre 1932 y 1968 (y de modo indirecto hasta que la Revolución de los claveles acabó con su régimen en 1974). “No sé qué hace ahí esa mujer”, dijo alguna vez Rego sobre uno de los personajes del cuadro sesentista, “pero tiene un escudo”.

Ahora que Paula Rego ha muerto, y que desde el mismo día 8 de junio se han repetido en los medios europeos las breves necrológicas televisivas y los urgentes obituarios de la prensa especializada, se ha sostenido, con insistencia, que se trataba, por un lado, de “la más grande artista portuguesa (hasta entonces) viva” y, por el mismo lado pero con un matiz relevante, “de la mayor artista de cualquier nacionalidad que se encontraba activa en Reino Unido”.

Para calibrar su importancia se puede recurrir a una trayectoria con exposiciones en las capitales del mundo del arte, en especial en la última década, o remitirse a la actual Bienal Internacional de Arte de Venecia. En el pabellón central de Jardines le está reservada una de las principales salas. El cachetazo es inmediato. En una semipenumbra que contrasta con la luminosidad del resto de los espacios, están los inquietantes La hija del policía (1987), en el que una joven lustra las botas de su padre junto a una ventana abierta –sin que se sepa desde dónde llegará el zarpazo de lo ominoso– o Metamorfosis después de Kafka (2002), esa crucifixión de la marginalidad en la frontera de la miseria y la locura. Por no hablar de la pieza que quema todas las miradas como un imán de fósforo blanco: Oratorio (2011), un retablo, al estilo de las iglesias de provincia, que aquí no muestra figuras sagradas sino dos violaciones y una mutilación femenina. “La leche de los sueños” es el lema de esta bienal, en la que la curadora Cecilia Alemani busca conectar el arte contemporáneo con las surrealistas de los tiempos de Leonora Carrington. En arte eso quiere decir, en esencia, pesadillas.

“Cuando termino una obra, el miedo ya no está”, dijo alguna vez sobre estos exorcismos. Ya sean las niñas conejo que huyen de los aviones estadounidenses, o las mujeres perro de su ciclo más ambivalente, los personajes de Rego nunca están del todo indefensos. Junto con su fragilidad tienen la fortaleza de sus bailarinas con piernas de ciclista. O del ángel que pintó en 1998 y quería que fuera la imagen que la acompañase en el último viaje. Con la espada en una mano y en la otra esa esponja apretada en la que algunos vieron el signo compasivo del perdón, pero que también parece un par de testículos que el ángel viene de cortar cual evocada Judith. Ambiguo en lo que se acaba de hacer o lo que se proyecta, como todo lo que “ocurre” en sus obras montadas sobre bastidores de aluminio. Porque no hay madera que sostenga tales incendios.