Quince meses de experiencias artísticas inusuales bastaron para que Amarillo instalara experiencias de alto voltaje en la memoria de quienes pasaron por allí. la diaria conversó con dos de sus fundadores, que retomaron aquella sociedad para realizar este documental: el director Eduardo Lamas y Gabriel Richieri, su productor ejecutivo.
“400 m² de música, performances, teatro, video, fotografía, plástica, diseño, literatura, climas” anuncia uno de los formidables flyers diseñados en la era pre Photoshop por otros socios del emprendimiento: los hermanos Claudio y Raúl Burguez, que junto al músico Alejandro Tuana, además de Lamas y Richieri, conformaban el quinteto de artistas treintañeros que administraban Amarillo. Ubicado en Rondeau 2477 esquina General Luna, abrió sus puertas el viernes 15 de octubre de 1993 y las cerró el 30 de diciembre de 1994 a raíz de problemas económicos sintetizados en la frase de Raúl Burguez: “No fue viable, pero lo hicimos”.
Lamas estima que en abril de 1994 empezaron a complicarse las finanzas: “Teníamos un punto de equilibrio demasiado alto, llegamos a trabajar más de 20 personas y alquilábamos equipos. No había público suficiente que sustentara costos tan caros, para mí era una locura abrirlo en esa zona, pero tampoco encontrabas otro lugar grande para alquilar y reformar. Poníamos mucha responsabilidad de esa inviabilidad en el boliche, pero era producto nuestro y no nos hacíamos cargo”. Richieri coincide en asumir el rol colectivo en esas dificultades económicas y compara aquel momento con el presente: “Como dijo Raúl [Burguez], en el siglo XX las cosas eran diferentes; hoy existe un aparato al servicio de la cultura que facilitaría las cosas. Sin embargo, me pregunto cómo sería innovar en este momento, qué habría que hacer para generar lo que se produjo en aquel entonces. Creo que más allá del fracaso económico estuvimos en el lugar correcto y en el momento adecuado para la propuesta que generamos”.
También sostiene que su ubicación era el enclave ideal para este emprendimiento: “La zona era un factor fundamental de la propuesta y construyó parte del mito. La estética industrial estaba adentro y afuera, ir a ese lugar formaba parte de la aventura. Lo gracioso y paradójico es que en Montevideo todo queda a diez minutos, eso estaba en la cabeza, aquello que parecía lejano y peligroso era cercano e igual de seguro que cualquiera de los sitios obvios. Siempre priorizamos el contenido. En este caso la forma, el espacio y la zona eran el contenido. ¿Era mejor un local chico e igual a todos en Pocitos? No habría un documental ni estaríamos hablando de esto”.
La primera intervención artística fue transformar el local, que antes era una fábrica vinculada al cuero, lo que demandó una inversión en el entorno de los 25.000 dólares. Lamas recuerda que estaban influenciados por boliches porteños como Cemento, el Parakultural y Café Einstein. También menciona a Juntacadáveres, que para el momento en que abrió Amarillo ya había cerrado: “Tenía cosas más íntimas, una casa donde pasaba de todo. Amarillo era a otra escala, en algunas fiestas entraron alrededor de 1.200 personas aunque el aforo era de 400, ante el centenar que podía colmar el Junta”. Por fuera de la capacidad locativa, Lamas también encuentra diferencias en la realización general: “Teníamos una producción y organización más profesional, programábamos un mes completo de jueves a domingo, como un teatro o centro cultural”. Por su parte, Richieri destaca a Juntacadáveres como “el único y verdadero under montevideano, el abuelo de Amarillo; era auténtico, original, fue donde debuté como poeta performer, donde vi por primera vez en un boliche a una persona desnuda toda la noche. Luego vino el padre: La Cava de los Malditos, que también regenteé junto a [Daniel] Vidal y [Luis] Volonté, poetas colegas. Todo forma parte de todo, pero estábamos inspirados en cosas que nunca habíamos visto”.
Lamas recuerda que se llamó Amarillo como símbolo de luz y esperanza, en contraste con la grisura montevideana: “La gente que iba mostraba avidez por recibir propuestas diferentes, no importaba si estaba Graciela Figueroa con su grupo de danza y después tocaba Buenos Muchachos. Se vivían los tardíos 80, la gabardina, los lentes oscuros, los ambientes azules con humo. Ese eco de los 80 más la explosión de los 90. En la barra veías yuppies al lado de metaleros. Se hacía aquella fiesta, La Pomada, que organizaban los de la Facultad de Arquitectura y eran tremendas. Las fiestas que hacían los heavy metal eran más ordenadas y prolijas que las de Arquitectura. Era un lugar que rompía prejuicios”.
Rayos y centellas
Lamas, que filmaba todo lo que sucedía en Amarillo y al menos una vez por semana hacía proyecciones en pantalla gigante, destaca la fortuna de no haber tirado esos casetes tras el cierre del local, hecho que lo dejó muy dolido, afectado económicamente y que además coincidió con la muerte de su padre. En un país con la desmemoria de Uruguay y su escasa vocación por conservar registros audiovisuales, los archivos de Lamas son todo un hallazgo. Conviven allí el festival Criaturas del Pantano, en el que tocaron las bandas que participaron en el casete homónimo, lecturas de Marosa Di Giorgio para el ciclo Letra Amarilla y una infinidad de espectáculos performáticos, entre otros. De hecho, quedaron alrededor de 40 artistas afuera del documental y decenas de casetes con material que Lamas comenzó a digitalizar en 2012. Una década después será el estreno oficial de esta película, que demoró en concretarse por temas económicos; no habían ganado los concursos a los que se presentaron, pero el realizador Diego Fernández (Parker) los estimuló para comenzar la filmación sin recursos externos. Así fue que grabaron el testimonio de Raúl Burguez (que falleció en 2015) y luego ganaron el concurso Montevideo Filma, que les permitió seguir rodando.
El documental brinda una mirada panorámica sobre las disciplinas artísticas que convivían en Amarillo, con entrevistas a sus hacedores y otros creadores que pasaron por allí. Se torna corto y contundente en su transitar de un estímulo a otro con imágenes que exhiben la intensidad de aquellas noches, en las que se destaca lo performático, que encontró su espacio para desarrollarse profesionalmente. Por entonces adaptaron el teatro callejero al formato performance para discoteca, logrando espectáculos tan visuales como breves y mayormente centrados en lo corporal.
Tanta información en 72 minutos seguramente reclame un segundo visionado para contemplar con mayor atención las escenas, ya que varias parecen irrepetibles. Entre ellas, Lamas recuerda una del grupo performático Con Perdón de los Presentes: “Durante la actuación rompían una piñata de la que caía un cordero. Algo muy border”. En esa línea, también menciona cuando las artistas Roxana Blanco y Sylvia Meyer presentan a Omar Freire, que lanza su libro En nombre del sexo masculino. Esto fue parte del Primer Festival Latinoamericano de Poesía, que Lamas contextualiza en el ámbito de Amarillo como una expresión artística. “Era un momento de libertad absoluta, hoy no existe. Hay una cuestión de control que lo hace imposible, como dice la artista Daniela Luna en el documental: no hay lugares así, y en Europa tampoco. Hay tanta regla, tanto seguro”. “Nos daba mucha satisfacción no tener límites con las cosas que podíamos mostrar y no se veían en otros lados”, dice. Richieri coincide en lo irrepetible de aquellas escenas: “Ayer vi el documental por enésima vez y comenté eso mismo sobre Freire: Amarillo, tal cual existió, es inviable en la demencia de prejuicios del siglo XXI”.
Entre los highlights que destaca Lamas están las fiestas de Moxhelis, un grupo de performers y teatro independiente que le daba al boliche otra dimensión estética. También menciona los desfiles que armaban Fernando Tudjan y Andrea Pifaretti, que sobresalían por la música electrónica que sonaba y por los vestuarios, y que en ocasiones incluían a mujeres en tacos colgadas a ocho metros de altura sobre un andamio. También recuerda números con fuego como el que hizo Pascal Wyrobnik, de Moxhelis, que era bombero en Francia. Richieri destaca como su mejor momento allí el día en que realizó su única presentación: “Quería tener un lugar donde desarrollarme como artista, pero sólo hice una actuación junto a Luis Bravo que fue de las cosas más fuertes que interpreté, fui un poeta volador que no decía una sola palabra”. Más allá de la brevedad de su existencia, Lamas y Richieri no sienten que les haya quedado mucha asignatura pendiente, más allá de la fantasía de bajar en helicóptero y traer al grupo alemán Einstürzende Neubauten. Tras estrenar la película, no descartan retomar el legado de Amarillo para nuevos emprendimientos. En el caso de Richieri, a raíz del libro The Haçienda: Cómo no dirigir un club (Peter Hook, 2009) pensó en escribir Historias Amarillas, mientras que Lamas menciona su interés por armar una videoinstalación para exhibir parte del material que quedó fuera del documental.
Amarillo. Dirigida por Eduardo Lamas. Uruguay, 2022. Estreno el 16 de junio en Cinemateca.