Este documental es un retrato y una historia de vida de dos personas. Esas categorizaciones se quedan medio cortas, pero para no empezar complicándola, arranquemos por allí. Los personajes son Carlos Caballero y su hija Cecilia. Ella nació en 1970 y más o menos por ese momento su padre se unió al MLN. Ella no tenía ni dos años cuando Carlos cayó preso, en 1972. Lo liberaron en 1977 y, temiendo que lo volvieran a apresar, se exilió con su familia en Noruega. Regresaron a Uruguay en 1985. Sin embargo, la crisis económica y el consiguiente desempleo lo llevaron a emigrar de vuelta a Noruega con su esposa Anne Marie hacia 2001 y reside allí hasta hoy.
Cecilia y sus hermanos se quedaron en Uruguay; Cecilia se dedica al teatro y, en 2018, dirigió la obra, estrenada en el teatro Solís, El tiempo sin libros, de autoría de la noruega Lene Therese Teigen. La autora de la obra se basó en testimonios de uruguayos residentes en Noruega (incluido Carlos) sobre la dictadura, y es una reflexión acerca de la manera en que los hechos traumáticos de la historia reciente modificaron radicalmente esas vidas. Es un material que trabaja sobre la memoria, sobre qué hacer con esos recuerdos y con circunstancias como el exilio. La película no cuenta que Cecilia Caballero fue actriz en la película El sereno, 2017, codirigida por Óscar Estévez y Joaquín Mauad y producida por Guazú Media, y podemos suponer que ahí se estuvieron tejiendo los contactos que resultaron en este documental, también producido por Guazú y codirigido por Estévez junto a la noruega Elin Moe.
Los ensayos de la obra de teatro son la puerta de entrada de la película. El estreno es el punto culminante, cerca del final. Mientras tanto, tenemos los relatos biográficos con las múltiples facetas de esa historia. Como suele suceder, es una historia particular, específica de Cecilia y Carlos, y es también, en sus rasgos generales, la historia de muchos. Para Cecilia, supuso pasar la primera infancia alejada de su padre, y la experiencia, para ella divertida, de visitarlo en la cárcel una vez por mes.
Luego de instalarse en Noruega con seis o siete años y crecer como una niña de ese país, para quien Uruguay era algo presente en las conversaciones y fotos pero también lejano, regresó a su país natal en edad liceal, lo que fue para ella un nuevo empezar. Finalmente, tuvo que ver a la familia disgregarse otra vez por cuenta de la emigración de sus padres. La historia de Carlos involucra la rebelión juvenil contra el statu quo de los años autoritarios predictadura y la decisión de integrarse al movimiento guerrillero para intentar reducir la injusticia y opresión reinantes, las dudas sobre si valió la pena, la construcción tardía y con muy poca base previa del vínculo con la hijita, el armado de una vida nueva afuera, el lazo fuerte y de por vida con quienes vivieron con él la cárcel y el exilio, el descubrimiento de un país nuevo lleno de ventajas, el apego a Uruguay simbolizado en canciones de Los Olimareños y el Sabalero, la alegría de regresar y la desolación de, luego, no tener alternativa sino volver a partir.
Está también la desilusión con la política partidaria, el descubrimiento de nuevas formas de militancia, la existencia repartida entre dos países, ya no pertenecer a una identidad confinada pero cómoda (“soy uruguayo” o “soy noruego”), sino darse cuenta paulatinamente de que es ambas cosas, y la pregunta sobre si “ambas cosas” puede ser una identidad nueva o siempre será una especie de fractura interior.
Los recursos para mostrar todo eso son múltiples. Hay entrevistas con los dos protagonistas, juntos y por separado, entrevistas a algunos allegados (compañeros de cárcel de Carlos), muchas fotos familiares, material de archivo genérico vinculado con la dictadura y con el activismo solidario con el pueblo uruguayo en Noruega hacia 1980, y vemos a los personajes en distintas situaciones significativas (Cecilia googleando fotos sobre la dictadura, ella y Lene visitando el Museo de la Memoria).
El formato es de un documental profesional estándar, con muy buena calidad fotográfica y de sonido, travellings suaves, tomas con dron, el equipo de realización invisible, etcétera. Personalmente, tengo mis problemas con algunas opciones estilísticas, sobre todo con cierta tendencia a cortar mucho y realizar cada escena con una gran cantidad de planos, cuando es notorio el carisma de los personajes que se muestran y el poder emotivo de tantos de los momentos que se captan, y que quizá se valorizarían más aún con un montaje más tranquilo; y sobre todo la música incidental sentimental intrusiva, cuando quizá podríamos transcurrir la experiencia de la película sin esa flecha tan explícita indicando “este es el momento dulce y nostálgico” o “este es el momento constructivo y p’arriba”.
Pero esas consideraciones cuentan poco frente a los logros importantes de esta película. Los hay incluso en lo estilístico, como en el juego consistente de movimientos —hacia los costados o hacia adelante— en la secuencia inicial de los ensayos de la obra de teatro. Es increíble la visita al shopping Punta Carretas, construido en el local de la cárcel en que Carlos estuvo confinado la mayor parte del tiempo. Allí, el padre cuenta a su hija dónde quedaban las celdas, mientras vemos ese mundo de consumo, vidrieras y compradores al fondo, y confrontamos todo eso con registros fotográficos del mismo espacio cuando era una prisión. Hay escenas filmadas en Uruguay y otras en Oslo, y el contraste visual entre ambos sitios queda acentuado por la opción de que los protagonistas, ambos bilingües, hagan sus declaraciones en el idioma local de cada país: esto le agrega una peculiar concretización a la noción de la doble nacionalidad, que también lo es de la película en sí misma, codirigida por un uruguayo y una noruega. Hay una secuencia reflexiva ambientada por una bella canción de Carmen Pi.
Además, están los personajes propiamente, que son entrañables y que los realizadores supieron acompañar y seguir con la calidad necesaria para delinear sus personalidades y captar momentos de especial hondura. Cecilia tiene una natural presencia frente a la cámara y es muy articulada en la expresión de su situación y sus sentimientos. En cuanto a Carlos, por distintas vías (los testimonios de sus compinches y de su hija, lo que vemos de él, las cartas que escribía desde la cárcel) constatamos una disposición a querer preservar a los demás de sus sufrimientos personales, de preferir generar buena onda alrededor suyo y resolver las cuestiones de la manera más constructiva posible. Es precioso el diálogo que tiene con su esposa Anne Marie: “Si tenés dos países para amar, es mejor que amar sólo a uno”, es decir, la disposición a convertir la emigración en una riqueza, antes que en un eterno extrañar. También es admirable la manera en que logró entablar un puente entre ambas naciones, formando una fundación destinada a enviar de Noruega a Uruguay (y eventualmente a otros países del Tercer Mundo) instrumental específico para discapacitados. Lo viene haciendo consistentemente, sumando casi medio centenar de contenedores desde 2002, y la película muestra la escena en que recibe un reconocimiento público por ello.
Por eso mismo es especialmente contundente el momento en que vemos un montaje de fragmentos del estreno de El tiempo sin libros. De pronto ahí sí escuchamos, en boca de un actor, la descripción terrible de las violencias sufridas en la cárcel, un asunto subyacente pero jamás explicitado hasta ahí en la película, y quizá tampoco en las conversaciones entre Carlos y su hija. Y es curioso el proceso por el cual Cecilia terminó llegando a esa presentización de lo terrible en la historia de su padre: a través de la entrevista que le había hecho Lene, convertida luego en texto teatral traducido al español, que ella a su vez puso en escena y presentó al público. Y hay que ver los momentos emotivos que el preestreno de la obra suscita entre Carlos y su hija (y podemos ver también acongojada a otra de las actrices). Todo eso nos llega ahora, por un proceso semiótico aún más complejo, a través de esta película. Tan sólo este caso particular ya funciona como una respuesta contundente a quienes se sienten sobrados como para decir que ya está con los procesamientos artísticos de la dictadura, o ironizan sobre la supuesta obviedad inherente a la última película de Pedro Almodóvar (Madres paralelas) y su abordaje de los crímenes del franquismo.
La representación de la dictadura uruguaya en la ficción sigue siendo tristemente tímida. Por suerte, la producción documental uruguaya viene cubriendo esa brecha, y cada película nueva suma una faceta interesante, necesaria, informativa, y la abundancia permite unos diálogos virtuales interesantes. En Camino a casa, curiosamente, quizá en el afán dramatúrgico de evitar la dispersión poniendo el foco en el vínculo hija-padre, hay un personaje casi ausente, que mal conocemos, que es Anne Marie. De alguna manera, Delia (de Victoria Pena Echeverría), que también está en cartel (se puede, incluso, ver una a continuación de la otra en la misma Sala B), hurga en el personaje correspondiente de otra familia, y podemos suponer que debe haber similitudes y diferencias importantes entre ambos casos. Este tipo de películas, aparte del valor intrínseco de las historias particulares interesantes y emotivas que se narran, tiene también un valor general de procesar artísticamente aspectos de la historia de Uruguay. Esto es especialmente relevante en un momento en que se refuerzan los intentos, de parte de una derecha envalentonada, de llevar adelante una disputa de relatos sobre ese pasado de hace medio siglo.
Esta película puede verse como un aporte bien puntual: la documentación de la preparación de una obra de teatro y su contexto. Pero eso se abre hacia una historia mucho más grande, la de la vida de algunas personas afectadas por el exilio, el desexilio y el reexilio. A su vez, esa historia ilustra y condensa unos asuntos de alcance gigantesco, y no sólo nacional, referidos al impacto, desplegado en el tiempo, de la represión política y de la opresión económica, sin importar si culpamos a un sistema injusto o a una acumulación más difusa de circunstancias azarosas. La migración de Carlos no es sólo entre países, es también entre visiones de mundo y entre estados de la cultura política, y va desde el ímpetu guerrillero en el ámbito de una organización concreta hacia otro tipo de acción solidaria. El “camino a casa”, obviamente, es mucho más que el sentido más llano del regreso al hogar originario desde la prisión o desde el exilio, y se lee como el camino a una casa metafórica futura, quizá utópica. No es que la película en sí se ocupe de realizar esas generalizaciones, pero destellos de todo eso se escapan por entre los fotogramas y son parte de la fascinación de esta historia pequeña y enorme.
Camino a casa. Dirigida por Óscar Estévez y Elin Moe. Documental. Uruguay/Noruega, 2022. Sala B.