El director francés Emmanuel Mouret siempre fue comparado con Woody Allen, incluso porque (aunque no es el caso en este nuevo estreno) muchas veces actúa en las películas que dirige. En Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, los vínculos con Allen son evidentes. Antes que nada, está el tema general, casi una moraleja, que es la reflexión sobre los caprichos del corazón y el deseo que, combinados con el juego de las casualidades, atrapan a los personajes en múltiples intríngulis sentimentales.

Las situaciones traen dolor cuando las cosas salen mal, y aun cuando parecen ir bien nunca conforman del todo; sin embargo, alimentan nuestra energía vital. En un tono de tierna y compasiva ironía, la película observa las diferencias entre las racionalizaciones que los personajes inventan para sentirse mínimamente cómodos, y las pulsiones que terminan aflorando. Está la ambientación entre personas que no parecen tener mayores problemas económicos y pueden, por lo tanto, concentrarse casi totalmente en las cuestiones afectivas (digamos, es en estas que su vida realmente acontece, quedando todo lo demás como un mero respaldo, un punto en que la influencia de Allen confluye con la tradición francesa de Éric Rohmer, Maurice Pialat y Philippe Garrel).

Son personajes bien informados, no propiamente intelectuales en el sentido duro, pero sí sensibles al arte y la filosofía (en esta película, van al cine a ver un film de Roberto Rossellini y, durante una pelea con Maxime, Sandra le tira arriba sus libros de Tolstoi, Derrida, Gide, Sartre, Balzac, Stendhal y Proust). El recurso de que algunos personajes estén trabajando en el documental sobre un filósofo, y eso sea pretexto para escuchar algunas frases interesantes que este dice y que van a tener alguna consecuencia en la trama procede de Hannah y sus hermanas (1986), que fue también la primera de muchas películas en las que Allen trabajó sobre los entrecruces de varias parejas, otro componente de esta película de Mouret.

Otros allenismos son la opción por una banda musical de compilación (que aquí son todas piezas de música erudita más o menos famosas, desde Vivaldi a Barber) y la manera de estructurar el guion, basado en que los personajes, todos, siempre, tienen una propensión a sincerar muy pronto qué les pasa por dentro y contar su historia, de modo que en el correr de cada escena está ocurriendo alguna revelación o algún cambio de rumbo importante. Finalmente está la propensión a un estilo clasicista, claro, pausado, sin ostentación de virtuosismo o de creatividad descollante, con un ritmo de montaje más bien lento y, sin embargo, realizado con imaginación y pericia excepcionales.

Esas cercanías no se traducen en la imitación más superficial del cliché Woody Allen: no hay profesionales judíos neoyorquinos en sesiones de psicoanálisis tartamudeando sus neurosis, ni frases cómicas tipo stand-up. Por otro lado, esta película pone tristemente en evidencia un ingenio en la construcción y una complejidad que hace décadas que Woody Allen no alcanza, quizá por cuestiones de edad y también porque es imposible lograrlo al ritmo de un largometraje anual.

La acción tiene lugar en la actualidad en el interior de Francia, con algunas escenas en París. Sin embargo, en sintonía con la selección musical pasatista, la misma historia hubiera podido contarse, sin mucho cambio, en el siglo XIX o incluso en el XVIII. Hay toques de comedia sofisticada (la manera sistemática en que Victoire plantea su vínculo con Maxime, y la mirada constantemente atolondrada de este), pero lo más gracioso es la sucesión de vueltas de tuerca: hay prácticamente una en cada escena, y todas implican algún lío que anticipamos con una mezcla de nervio cómplice y goce chusma. A veces el factor sorpresa pierde relieve frente al involucramiento con los personajes, y la película funciona también como un melodrama complejo y (sobre todo en la escena clímax, casi al final) como una historia de amor apasionado.

La estructura formal también es curiosa. Al inicio, Daphné y Maxime se conocen y, al poco rato, se ponen a contar sus historias de vida. Ellas transcurren en flashbacks alternados, con los que nos enteramos de los eventos pasados de uno y de otro, y que ocupan la mayoría de la primera mitad del metraje. Luego la cosa corre mayormente en tiempo presente, pero aun ahí hay flashbacks que tapan huecos, y algunos personajes secundarios, que parecían sólo existir en función de Maxime o de Daphné, empiezan a compartir el protagonismo con ellos.

La película es deliciosa en varios frentes. Estos incluyen lo más superficial del mundo, es decir, lugares bonitos con vegetación bien verde, construcciones históricas y decorados de interior elegantes, y los cuidados con la paleta de colores. Más importante es esa manera exquisita de filmar, mayormente con planos extensos, una puesta en escena vívida y un uso muy inteligente, casi estructuralista, de los fuera de campo o del sonido oculto, como ese relato de Sandra sobre sus abuelas, en que ella está fuera de cuadro, o de espaldas, o casi de espaldas, y finalmente de frente.

Hay una cantidad de momentos memorables: cuando François y Louise están discutiendo la separación, la música incidental va creciendo y ahogando paulatinamente sus voces y sólo presuponemos lo que siguieron diciendo; esa visión nocturna de Sandra a contraluz, y luego los planos de detalle cuando se besa por primera vez con Maxime. Prácticamente cada escena tiene una especificidad estilística, un toque formal que complementa lo que vemos y el avance de la historia y que contribuye al disfrute y la emoción. Lo más impresionante es el trabajo de los actores con los cuerpos, la manera en que pequeños gestos, temblores, titubeos, ínfimas flexiones en la tensión corporal terminan contando tanto más que las palabras.

Es una película en la que se habla bastante, pero también se concede el imprescindible espacio para el silencio; la distancia de la cámara y la duración de los planos permiten que juegue la danza de los cuerpos. Y todo eso queda consagrado en uno de los más bellos “grandes besos románticos” de las últimas décadas.

Las cosas que decimos, las cosas que hacemos (Les choses qu’on dit, les choses qu’on fait). Dirigida por Emmanuel Mouret. Francia, 2020. Con Camélia Jordana, Niels Schneider, Vincent Macaigne. Cinemateca.