¿Qué sucede con un niño que es hostigado en la escuela si las personas a cargo no son capaces de responder a esa situación con el cuidado que necesita? ¿Cómo es posible que el sistema, ningún sistema, no comprenda que la violencia –especialmente en la infancia– tiene más de un rostro? Por un lado, el ataque horizontal infligido por los iguales; por otro, la acción vertical del mundo adulto.

Esta es una cuestión vinculada a la vulnerabilidad de los niños, especialmente frente a ese universo adulto que supone saber todo lo que necesitan, sin tener en cuenta lo que ellos piensan.

¿Desde qué lugares se asume el cuidado de las infancias? La perspectiva adulta no es suficiente. La perspectiva política se instala en intereses que son variables; la educativa, sostenida en un marco homogeneizante, quiere construir personas funcionales al sistema. Entonces, ¿quién mira por ellos cuando las familias no son suficiente?

Se trata de un tema complejo y delicado que es necesario abordar, desde distintos puntos de vista, si en verdad queremos una sociedad mejor. Y el teatro aporta su análisis, en El pequeño Poni, con una mirada propia de la dramaturgia de Bezerra, que nos obliga a repensar el problema.

El estilo de Paco Bezerra se define por su lenguaje poético, una estructura innovadora y un enfoque analítico sobre temas actuales, como la violencia dentro del sistema escolar. En su obra descubrimos el diálogo entre una atmósfera inquietante y el humor con el que se atraviesa el conflicto.

La pieza que se presenta en El Galpón está inspirada en hechos reales ocurridos en Carolina del Norte, Estados Unidos, en 2014. Al comienzo se instala un aparente realismo social, que subraya eficazmente hasta qué punto los aspectos colectivos ejercen presión sobre las vivencias más íntimas. La propuesta inicial procesará luego un giro dramático hacia la experiencia interior de los personajes.

Si bien el centro del conflicto es Juampi, un niño que sufre el acoso de sus compañeros de escuela porque usa una mochila con dibujos, el eje terminará desplazándose hacia sus padres. Las fantasías, los terrores sobre lo que le sucede a su hijo y la reacción de estos personajes pondrán en evidencia un problema más profundo: la incomunicación dentro del núcleo familiar.

La obra va señalando esa imposibilidad comunicativa: la cuestión de los distintos horarios del matrimonio, la imposibilidad del contacto físico, que aparece como un juego y finalmente se vuelve indicio de un mundo adulto incapaz de mirar al niño. El proceso que terminará con la ruptura de la armonía del hogar. Entonces, aun cuando la historia que se cuenta es la del niño afectado por la violencia, el enfoque es desde la experiencia de los padres. El niño se convierte en un cuadro en la pared que se va desdibujando. No tiene voz, no existe en la obra más que por referencias de los adultos. Cada uno de los comportamientos que surgen a partir de la situación escolar refleja la visión adultocéntrica, que revierte todos los resultados esperados al justificar las acciones de los compañeros de Juampi. La obra alerta, desde ese lugar, sobre el impacto brutal que puede tener un simple hecho en la vida de un niño y en la de su familia cuando las decisiones de las autoridades se enfocan en amparar a la institución y no en resolver el problema.

El dramaturgo usa la historia real, pero extrae los aspectos locales para dejar al descubierto lo más terrible, el carácter universal de la violencia infantil, que se replica por el comportamiento de los adultos.

La única referencia de la que no se puede desprender es la del disparador que luego “justifica” el abuso: la mochila del niño con dibujos de ponis. Es necesario, en este caso, tener en cuenta la serie animada Mi pequeño poni, por su vínculo directo y por los elementos simbólicos que aporta.

Uno de los aspectos interesantes de la puesta en escena es que ubica al mundo adulto en un espacio que se construye como si fuera de diseño animado. Las paredes subrayan la ficción con una ventana que proyecta el afuera como si se tratara del universo dibujado por niños. En ese espacio los personajes intentan comprender qué significa la violencia que sufre su hijo en el sistema educativo, reflexionando sobre sus propios vínculos afectivos. El problema del afuera se convierte en un caos interno que se refleja en el espacio y en lo que sucede con los elementos de la escena.

A medida que avanza la historia, se van desnudando otros aspectos de la realidad del niño. Aunque nunca lo dicen, se descubren en el hijo evidencias de ciertos conflictos de identidad. Una cuestión que se desvía hacia los padres, que no pueden pensar sus vidas de una manera distinta de lo que supone ser “normal”.

Los actores, Pablo Robles y Estefanía Acosta, van instalando el clima necesario de un mundo que se derrumba sin que sus personajes puedan contenerlo. El trabajo de Robles es particularmente bueno: juega con su cuerpo como si fuera el niño que no está en escena. Ambos logran una excelente comunicación, llevando su capacidad actoral a niveles de tensión e impacto que son necesarios para imponer el conflicto que exige la obra. Cuando el teatro viene a poner luz sobre un problema social, el público pasa por todas las emociones, incluso el enojo, pero esto es posible gracias a un elenco comprometido con su trabajo.

El pequeño Poni. De Paco Bezerra, con dirección de Natalia Menéndez. Con Estefanía Acosta y Pablo Robles. Teatro El Galpón, sala Cero. Sábados a las 20.30, domingos a las 19.00.