2021 tuvo a la noruega La peor persona del mundo como una de las películas con más menciones en las clásicas listas de fin de año. Sin embargo, considerar este film de Joachim Trier como una revelación o, aún peor, un golpe de suerte, sería un razonamiento un tanto simplista, en tanto la obra es parte de un proceso de refinamiento y pulido que el director emprendió con Vivir de nuevo (2006) y perfeccionó con Oslo, 31 de agosto (2011).

Las tres películas se centran en personajes que patinan sobre el hielo fino entre sus veintilargos y sus treintaypocos. Los sucesivos debates que atraviesan se dan en torno a los sueños que dejan a un lado por la seguridad y el confort, o por situaciones mucho más duras, como le sucede al protagonista de Oslo, 31 de agosto, que intenta encontrar razones para vivir una vez que sale de una clínica de desintoxicación. Nada de esto sería muy diferente a algunas de esas películas con el sello de Sundance (de hecho, sin dejar de ser buena, su otra película, Más fuerte que las bombas, la única con actores norteamericanos, a veces peca de ajustarse demasiado a los parámetros de los elementos distintivos de los films de este festival), o a ese estilo existencial, ingenioso y apenas amargo de Noah Baumbach.

El escritor divino

Sin embargo, en las tres historias que perfeccionaron el estilo de Trier hay una curiosa puja entre dos elementos aparentemente contrapuestos, que las vuelve distintas, casi únicas. Esta tensión se da entre un componente subrayadamente literario y, por otro lado, arcos narrativos difusos, tan cambiantes como impresionistas. Así, un voiceover denso, a medio camino entre lo poético y lo novelístico, aguarda en los recovecos de sus films, lanzándose de lleno a aquello que en muchos cursos de escritura cinematográfica sería considerado uno de los siete pecados capitales (explicar lo que el espectador ya puede ver en pantalla). Sin embargo, finalmente este recurso, lejos de ser sobreexplicativo o meramente ornamental, termina por dar una inusual densidad a lo que vemos, tal como lo lograba Alfonso Cuarón con las historias secundarias de Y tu mamá también (2001).

En Vivir de nuevo, una voz omnisciente e hiperprecisa, propia del universo literario de David Foster Wallace, narra no sólo lo que pasó y pasará con varios de sus personajes, sino que a veces juega a trazar líneas de fuga, imaginar o lanzar hipótesis sobre lo que pasaría con ciertas líneas narrativas de haberse tomado otras decisiones. En Oslo, 31 de agosto esa voz se disuelve en la de los recuerdos de un montón de personas que, fuera de campo, narran memorias e impresiones sobre su vida en la capital noruega. En una primera instancia uno piensa que este recurso sólo obedece al embellecimiento del film (en el que a veces se recurre a una especie de popurrí de imágenes recogidas en formato Súper 8), pero conforme seguimos los erráticos pasos de Anders (Anders Danielsen Lie, uno de los actores fetiche de Joachim Trier), descubrimos un extraño dispositivo de escalas que generaría un contrapunto entre la sonata privada del protagonista y esa especie de “sinfonía de una gran ciudad” que es Oslo en sí misma. Así, los testimonios anónimos que flotan a lo largo del film tienen una función similar a los que tenían los pensamientos de la gente escuchados por los ángeles de Las alas del deseo (Wim Wenders, 1987), otra película que era tanto una historia amplísima y abstracta sobre la humanidad como un ensayo político y cuasi documental sobre los últimos años de Berlín antes de la caída del muro.

Oslo, 31 de agosto tiene una organización episódica armada con base en las diferentes personas con las que Anders se encuentra cuando se le concede el primer día de salida del centro de desintoxicación. Así, cada amigo con el que se reencuentra es tanto un personaje como una figura, una metáfora que lo interpela sobre lo que podría haber sido su vida (entre ellos tenemos a un excompañero que representa todo lo bueno y lo malo de la hiperadaptación a la vida en familia y un posible empleador de una revista cultural que inevitablemente enfrenta al protagonista con ese gigantesco cráter en su currículum que fueron los años de adicción a las drogas). Ya al comienzo del film, cuando Anders intenta suicidarse metiéndose pesadas piedras en los bolsillos antes de sumergirse en un río, sabemos que la muerte es lo que está trazando el arco invisible de la película. Así como en El fuego fatuo (Louis Malle, 1963) todo lo hecho por el protagonista era tanto una especie de despedida como un hecho absurdo y doloroso (en tanto nada de lo hecho, incluso aquellos claroscuros de disfrute y placer, plantaría raíces más allá de esa noche), en Oslo, 31 de agosto cada encuentro de Anders se siente como algo que pone pesas de un lado o del otro en la balanza de la vida o la muerte. En este silencio radical de Dios es que los anónimos voiceovers de golpe adquieren sentido: aquellos recuerdos son los testimonios de una ciudad que, en su belleza matinal, intenta disuadir al protagonista de llevar al acto su impulso suicida.

El sol de Oslo

Lejos de las palabras, hay en Oslo, 31 de agosto, pero también en Vivir de nuevo y sobre todo en La peor persona del mundo, algo templado y humanísimo en la mera luz que acaricia a sus personajes. Mientras en el cine escandinavo de golpe todo –en especial las taquilleras series policiales– se llenó de nieblas y brumas, en el cine de Trier ese sol tibio siempre aparece en los momentos claves y deja de ser una mera fuente lumínica para convertirse en una suerte de tregua que desciende sobre sus protagonistas.

El momento clave de esta luz y, a la vez, de esta condición narrativa se da en el gran tour de force de La peor persona del mundo, que es cuando la protagonista fantasea con cómo podría ser una vida paralela con otra persona diferente a su pareja. Ahí, el mundo literalmente se detiene (un montón de transeúntes, animales y objetos quedan petrificados) y la protagonista corre en un tableaux vivant de escala gigantesca para encontrarse, lejos de los ojos escrutadores de los otros, con aquella persona que tanto quiere volver a ver. Ahí, una vez más, es Oslo la que se brinda de forma poéticamente cómplice a los anhelos y ansiedades de sus protagonistas.

La peor persona del mundo es una obra extraña en la que estos raptos transparentemente literarios conviven a su vez con la opacidad moral de la protagonista. A diferencia del cine anglosajón, en el que la indefinición del destino de los personajes está dada por la inacción y la neurosis, en la película de Trier esta falta de brújula no se da por falta de ganas de la protagonista, sino por su poca solidez. Da cada uno de sus pasos de una forma segurísima, pero no tiene ningún prurito en cambiar de idea a medio camino. Así, en esta especie de ordenamiento narrativo con base en capítulos, a Julie (Renate Reinsve) le basta un mero prólogo para cambiar tres veces de universidad y de pareja, sin que ella vea eso como un rasgo de indecisión patológica. Lo mismo podríamos decir sobre la posición de Trier, o incluso la nuestra, respecto de ella: a veces le tenemos cariño (o más bien compasión), a veces nos parece banal en sus anhelos de ser profunda y a veces es directamente infumable (sobre todo en esa cuestión egocéntrica de querer usufructuar de su mismo malestar y el de otros para acariciar una suerte de input creativo o artístico). Y aún así, cuando al final de la película queremos emitir un veredicto, sólo podemos decir que Julie es... Julie, tal como nosotros, plagados de luces y sombras.

Pocas películas pueden llevar tan atada al pie esta noción de que todos somos un montón de cosas (todo y nada) al mismo tiempo, y que la vida avanza ganando terreno pero sin conquistarlo.

La referencia cinematográfica principal de esta narrativa y esta ética parecería remontarse no a un norteamericano o escandinavo sino a un francés: Claude Sautet. En películas diferentes en factura y estilo, Trier comparte con Sautet esta idea de filmar la vida, una vida, en la que al final sumamos y restamos, para llegar a una idea apenas aproximativa sobre si valió la pena vivirla o no.

Ver a Joachim Trier no sólo es una buena oportunidad de apreciar en tiempo presente a un director al tope de sus capacidades, sino también de estudiar qué esperamos nosotros del cine, pero también de nuestra vida.

Oslo, 31 de agosto. Dirigida por Joachim Trier. Noruega, 2011. En Mubi.