¿Qué estamos viendo? ¿A quién estamos viendo? La serie Servidor del pueblo, sobre el primer presidente honesto de Ucrania, es protagonizada por Volodímir Zelenski, hoy presidente del país, aunque empezó a filmarse hace unos años, cuando todavía no tenía aspiraciones políticas explícitas. Sin embargo, cuando se terminaba de rodar la última temporada, en 2019, Zelenski era el candidato que encabezaba las encuestas y Servidor del pueblo funcionaba, en los hechos, como su programa de gobierno.
Para sus compatriotas no había duda: era el mismo hombre e iba a hacer lo mismo que había mostrado en la pantalla: terminar con la corrupción, unir al país, alcanzar el bienestar económico. Para nosotros, es más complicado. El rostro y los gestos son los mismos que vemos en noticieros y en redes, pero el ocasional tono de comedia no pega con la retórica de un hombre al que percibíamos como el líder de un país que se defiende de un agresor poderoso.
Si hace tres años Servidor del pueblo podía considerarse el caso más extremo –más claramente exitoso– del uso de la ficción como propaganda, hoy tiene otros efectos. Es un documento histórico, una sátira con propósito terapéutico que terminó en otra cosa, un desafío a la capacidad de entender qué pasa en un territorio lejano y una invitación a descubrir posibles conexiones con nuestra propia historia.
Obviamente, la serie también es una narración que mezcla política de alto nivel, humor y algo de romance, como lo fueron (variando la proporción de los ingredientes) House of Cards, The West Wing, Borgen o Veep, pero no debe ser sólo por su capacidad para entretener que dos de las empresas grandes de streaming, Netflix y HBO, la pusieron a disposición de sus audiencias en las últimas semanas, en medio de la invasión de Rusia a Ucrania y de la transformación de Zelenski en una figura mediática internacional.
Purificación
Pongamos que Bombita, el indignado total que encarnó Ricardo Darín en Relatos salvajes, sale de la cárcel y encabeza un movimiento político. Algo así le pasa al profesor de historia Vasili Petróvich Goloborodko, el personaje de Zelenski en Servidor del pueblo. Su explosión no es literal, como la de Bombita, sino metafórica: en medio de una clase, descarga en un discurso iracundo lo que haría con los corruptos si fuera presidente de Ucrania. Un estudiante lo graba, el video se vuelve viral, los alumnos le proponen candidatearse, se arma un crowfunding y sorpresivamente Vasili Petróvich gana las elecciones.
El resto de la serie –tres temporadas, 49 capítulos– desarrolla el conflicto entre ese outsider puro y principista con el establishment político, alternando recursos cómicos, trágicos y folletinescos (y grandes actuaciones, como la de Stanislav Boklan como el cínico y pragmático primer ministro Yuriy Ivánovich Chuiko). La batalla no sólo es contra políticos y empresarios corruptos, sino contra todo el sistema, que incluye muchas costumbres arraigadas en toda la población.
Así, en la primera temporada, mientras Vasili Petróvich lucha por imponer austeridad y compromiso entre la clase dirigente, también debe detener los impulsos de sus propios parientes por aprovecharse de la cercanía con el poder. Tiene mucho de sitcom todo ese ciclo: de a ratos, Zelenski recuerda a Mr Bean, y el decorado y la iluminación de la casa de sus padres podrían ser los de una telenovela costumbrista de los años 80. Es la etapa más claramente satírica de la serie, en la que la comicidad apunta a la autopercepción de elementos identitarios que es deseable cambiar (análoga, de algún modo, a la fijación uruguaya con la ineficiencia burocrática).
Para la siguiente temporada, las cosas se ponen más serias. Hay menos familia y se divide en dos arcos de alta tensión: uno en el que, para conseguir un préstamo del FMI, Vasili Petróvich es obligado a jugar políticamente como no había querido hasta el momento (y lo hace con astucia), y otro en el que debe competir nuevamente por la presidencia (esta vez, de forma verosímil).
La tercera temporada, de sólo tres capítulos, es un bicho de otra especie: la acción se acelera, ocupa varias franjas temporales, y está narrada desde el año 2049, cuando Ucrania se ha transformado en un país hiperdesarrollado. El tono es especulativo, épico, y también propagandístico: los tres capítulos, saturados de emoción y propuestas programáticas (reorganización nacional, pago de la deuda, desarrollo de empresas tecnológicas, superación del agro como principal actividad económica) fueron emitidos a principios de 2019, mientras Zelenski competía por la presidencia de Ucrania.
¿Vasili es Volodímir?
“Un hombre común no puede ser presidente”, dice Goloborodko poco antes de empezar a desmentirse con sus acciones. ¿Qué tanto se parece Zelenski a su personaje? Claramente, no era un hombre común cuando decidió postularse para el cargo, y no lo era desde mucho antes. Nacido en 1978 en una familia rusófona y judía del centro de Ucrania, incursionó en la comedia y desde los 17 años fue una de las estrellas del programa ruso (iniciado en la era soviética) KVN. Como actor, participó en varios films livianos y, como casi todo el mundo sabe, integró la primera pareja ganadora del concurso Bailando por un sueño, versión ucraniana.
En 1997 creó, junto a otros cómicos, la compañía Kvartal 95, que en 2003 devino productora audiovisual y luego estuvo detrás de Servidor del pueblo. En 2018, cuando decidió postularse a la presidencia, la productora se convirtió en el comando de campaña de un candidato que no asistía a los debates, casi no daba entrevistas, centraba su atención en las redes sociales y priorizaba hacer pequeños shows pueblo a pueblo en lugar de actos de masas.
Zelenski no habrá sido un “hombre común” como su personaje, pero tampoco provenía de la política tradicional. Durante la serie, se nos va revelando de a poco la identidad de los verdaderos adversarios de Goloborodko, que finalmente son identificados como los oligarcas Nemchuk, Rozman y Mamatov. En el Río de la Plata, el concepto aristotélico de oligarquía es parte de la cultura política básica, y aunque tuvo un auge en los 60 del siglo pasado, resurge frecuentemente; recordemos las críticas a la frenteamplista Graciela Villar por mencionarlo en la campaña de 2019 o el epíteto (que rimaba con “oligarca ruso”) dirigido al actual presidente y entonces diputado Luis Lacalle Pou en 2011. En las ex repúblicas soviéticas, el término tiene otro matiz y, más que para designar a una clase social, se utiliza para referirse a individuos que aprovecharon su posición para apropiarse de las empresas públicas tras la disolución del proyecto colectivista. La serie muestra a este tipo de oligarcas como los verdaderos poseedores del poder: son dueños de bancos, medios de comunicación, concesiones portuarias, explotaciones mineras y bancadas parlamentarias.
Cuando se preparaba la serie, en Ucrania todavía resonaban los ecos de 2014, un año clave para la historia del país: es el de las protestas contra el presidente prorruso Víctor Yanukóvich en la Maidan (plaza) de Kiev, el de la anexión rusa de la provincia de Crimea, el del fogoneo del separatismo prorruso en las provincias de la cuenca del Don (el llamado Dombás) y el de la elección del presidente Petró Poroshenko.
Es en el ambiente de desilusión por la falta de transformaciones reales en el gobierno de Poroshenko que empieza a emitirse, por el Canal 1+1, Servidor del pueblo. La percepción de que las protestas no habían conducido a cambios reales alimentó las campañas de Zelenski y de su personaje, centradas en la lucha contra la corrupción que emana de los oligarcas. El estancamiento económico hundía aún más la imagen de Poroshenko, por lo que el destino alternativo que habitaba Goloborodko se volvía cada vez más atractivo. Cuando Zelenski decide que su realidad imite a su ficción, las encuestas encargadas por Kvartal 85 ya lo señalaban como favorito en la carrera presidencial.
Vladimir versus Volodímir
Se habla de fan service cuando los guionistas de una ficción por entregas (como una saga cinematográfica o novelesca) contemplan las exigencias de los seguidores más verborrágicos. A Servidor del pueblo se le ha criticado no sólo la simplificación de la coyuntura ucraniana, sino evitar hablar de problemas que rompían los ojos en la época en que fue realizada (2015-2019): la pérdida de Crimea y el intento de secesión armada de las provincias de Lugansk y Donetsk. Sin embargo, los responsables de la serie estaban escuchando, y para la temporada final esos temas calientes también fueron incorporados a la trama, aunque de forma satírica e hiperespeculativa.
Incluso, si se atiende más, el problema de fondo –Rusia– es abordado a lo largo de toda la historia, pero de forma indirecta y sutil. Goloborodko y Zelenski eran (acá hay que conjugar en pasado) tan entusiastas en su europeísmo como moderados en su nacionalismo. El tratamiento del tema del idioma, que de algún modo condensa los diversos problemas “subnacionalistas” de Ucrania, es un buen ejemplo del pensamiento del Zelenski “preguerra”.
El ruso y el ucraniano son idiomas cercanos (como el español y el portugués, digamos), pero ocurre que mientras la mayoría de los que hablan ucraniano entienden ruso, muchos rusófonos no comprenden el ucraniano. La serie está mayormente hablada en ruso, y las escasas irrupciones del ucraniano son pie para juegos de palabras humorísticos, y varios personajes confiesan sus problemas para aprender el idioma oficial de su país. La idea de que se puede ser a la vez rusoparlante y no prorruso (es decir, sí a la cultura pero no a la política) atraviesa toda la serie.
El mismísimo Vladímir Putin también aparece como recurso humorístico: cada vez que Vasili Petróvich precisa calmar a una multitud, anuncia a los gritos alguna desgracia ocurrida al ruso y consigue silencio inmediatamente. Se hizo famosa una broma (inentendible sin Google) en la que se refiere con insistencia al reloj suizo de Putin porque resulta que, en ruso, la marca suena muy parecido a una forma familiar de decir “pene”.
En la tercera temporada, con sus dramáticas oscilaciones entre el optimismo y el pesimismo (pero ya sabemos que las utopías de algunos son las distopías de otros), se aborda más directamente el asunto de los regionalismos: durante un período, el país se balcaniza en 28 estados dirigidos por nacionalistas extremos (que refieren directamente a agrupaciones como el Batallón de Azov y otros grupos paramilitares), caciques prorrusos, nostálgicos de la URSS, aristócratas en busca de título y diversas etnias fronterizas. A continuación, pura bajada de línea: la reunificación se consigue sin disparar un tiro a través del milagro económico conducido por Goloborodko desde Kiev.
Subestimación, aprendizaje y un poquito de envidia
A medida que sumamos capítulos, Goloborodko aprende a ser político al tiempo que su país se acomoda a la democracia liberal y uno mismo se va acercando al sistema político ucraniano. Lo que al principio parecían simplificaciones narrativas o características de una democracia inmadura (desde el punto de vista de un ciudadano de una república con partidos bicentenarios) resulta una descripción bastante útil del semipresidencialismo ucraniano, con su primer ministro votado por el parlamento y un gabinete designado “a medias” por las dos figuras ejecutivas.
La libertad con la que los personajes hablan de las posibilidades políticas de su país, entre recuerdos del socialismo real y esperanzas de integración a la Unión Europea, puede parecer ingenua, pero luego recordamos que en ese territorio se llevaron a cabo –y se siguen llevando– experiencias inéditas. La serie misma cuestiona la distancia entre las “maidan” y una verdadera transformación, pero no conviene olvidar que por aquí le llamamos “revolución” a alzamientos armados con consecuencias casi nulas.
También entre los nuestros, la voluntad de no ser rusos que supura Vasili / Volodímir podría resultarle atractiva tanto a los que reniegan de la asociación con países vecinos (Brasil, Argentina o los dos) como a los que vemos con más simpatía la fecha de la Jura de la Constitución (porque una comunidad se construye sobre acuerdos) que las de los enfrentamientos militares que la precedieron.
Comparar la realidad de Zelenski con las promesas de Goloborodko, en cambio, produce otras emociones: el país ideal, desarrollado y autónomo es hoy un campo de batalla con millones de muertos, heridos y desplazados que podrá transformarse en muchas cosas, pero seguramente no en una comunidad independiente.
Zelenski mismo, al que después de tantas horas de pantalla nos acostumbramos a llamar Vasili Petróvich con igual dosis de afecto y respeto que sus colaboradores más cercanos, también tiene un estatus incierto. Es el mismo hombre que cumplió, en sus primeros meses de gobierno, el mandato autoimpuesto de depurar al sistema judicial, de convocar a elecciones legislativas y de acabar con la inmunidad parlamentaria en casos de corrupción. El del “país honesto”, como querría Bombita. Pero también es el mismo al que nos acostumbramos a ver actuar de héroe, y en su brillante oratoria nos cuesta distinguir los tramos auténticamente urgentes de los libretos reciclados con liviandad.
Servidor del pueblo (Servant of the People, Sluha Narodu). 49 capítulos. En HBO Max (primera temporada) y Netflix (todas).