La música de (o con) raíz folclórica o canción criolla, lo que conocemos de manera popular como folclore, ha tenido, como toda manifestación cultural, épocas doradas y otras de llanuras, siempre desde la base de ser, según estudios de opinión pública, la preferida de un amplio espectro de la población y de haber ocupado durante un buen tiempo, casi en exclusiva, el espacio de lo que podríamos llamar cancionero nacional. Luego del boom de los 60, acompañó las inclemencias políticas y se cobijó en la trinchera del canto popular, que ponía en valor el compromiso y el mensaje por encima de géneros y ritmos. En los 90, superada esa especie de primavera democrática marcada por el desexilio de gran parte de los referentes, lo folclórico sufrió la influencia de los grandes festivales, que demandan más baile y menos reflexión, y la incorporación de instrumentos como teclados y batería. Las raíces pasaron a ser un gesto, pero no el centro de la canción.
En el último tiempo, tal vez como efecto de una decantación natural luego de casi medio siglo de sacudidas, comenzaron a tomar visibilidad propuestas que vuelven a poner el foco en aquellas raíces, no para petrificarlas sino para buscar, desde la identidad territorial, los sonidos y la poética que nos definen y nos proyectan. Por ese trillo andan Joaquín Peñagaricano y su álbum Coplas del mar, una selección de canciones que, según el autor, guardaba como plantas de interior “que no hay que sacarlas porque les hace mal”, y a las que el año pasado decidió dar sol, para que florezcan y sus semillas se esparzan por donde las lleve el viento.
“Aquí me pongo a cantar / con este verso torcido / y dejo en cada latido / lo mejor de mis pasiones / Voy rasqueteando en canciones / de aquellos viejos cantores / voy buscando en cada verso / el cantar de mis mayores”, canta Peñagaricano en la canción que abre y titula el trabajo, una milonga que sirve como declaración de principios estéticos: la guitarra como punta de lanza y un sonido que podemos definir como zitarrosiano, pero que viene de más lejos y se puede rastrear hasta Carlos Gardel pasando por Amalia de la Vega para llegar a las Milongas Extremas y los Ricacosa, por nombrar algunos. Para lograr este encuadre es vital la participación, como coproductor y arreglador, del guitarrista Andrés Poly Rodríguez, parte de la barra de guitarreros que se nuclea en torno al maestro Julio Cobelli.
Las historias de Coplas del mar son vivenciales. “El Naranjal” es la casa de la abuela, una estancia cerca de Vichadero, Rivera, donde Peñagaricano y sus primos pasaban las vacaciones; la evocación, como no podía ser de otra manera, se recuesta en un valsecito criollo que cuenta con la destacada participación de su tío Beto Peyrou, quien fuera, junto a su hermano Juan, integrante del dúo Los Peyrou, una de las propuestas más interesantes del movimiento popular de fines de los 70 y los 80. “Nuestros tíos eran una especie de Power Rangers”, confesaba Peñagaricano a fines de 2021 en el programa El Germinador, de Radio Pedal, para dar cuenta de la influencia recibida. “El rancho aéreo”, uno de los puntos altos del álbum, es un gato que se inspira en un impertinente viento de fin de año que le derrumbó al cantor un proyecto habitacional en Punta Rubia: “Se salvó la guitarra y soy guitarrero / No dejes de cantar si el nido se cae, me dijo el hornero”. “El camarón” –canción seleccionada en el Premio 100 años de Víctor Lima– es una postal hecha milonga que describe la pintoresca pesca de crustáceos en la costa rochense. Pero, a pesar de lo personal, estas historias no resultan ajenas: la “Chacarera de Martina”, por ejemplo, es una especie de antídoto contra el mal de amor que escribió para su hija y que conviene tener en el botiquín, porque nunca se sabe.
En los años 60 se estilaba que en los discos apareciera, al lado del nombre de cada tema, el género o ritmo interpretado, lo que evidenciaba lo variopinto que era ese panorama que sintetizamos en la etiqueta folclore. Coplas del mar tiene esa impronta, milongas, valsecitos, chacareras, gatos, zambas, todo interpretado con mucha profundidad y sencillez. Además de Poly Rodríguez y Beto Peyrou, cuenta con una larga lista de invitados que visten y potencian cada canción: la “voz y magia” de Titi Fontes en “El rancho aéreo”, las guitarras de Diego Oyhantçabal y Pablo Oliver, el bandoneón de Sergio Astengo, o los acordeones de Pablo Machado y Hernán Peyrou –este último, uno de los primos de Peñagaricano, aporta también su canto en un par de surcos, entre ellos, “Doña Pilar”, la zamba dedicada a la abuela riverense de esta historia–. Además de mucha solvencia instrumental, el disco tiene abundancia de yeitos, esos perfumes que se aprenden más en el camino que en los pentagramas, por ejemplo, en los fraseos melódicos y la forma de cantar de Joaquín y sus acompañantes.
Coplas del mar, coplas frescas que renuevan, que traen aires de otras orillas y de otros tiempos. Coplas que dan cuenta de guitarreadas familiares, pero también de esa escuela que es la murga joven con sus adyacentes; en definitiva, espacios de celebración y aprendizaje colectivo. “Venga, traiga ese vino / que no nos gane el recuerdo / brindemos por esta hazaña / porque seguimos despiertos”, canta Peñagaricano en “Zamba del alba”, el cierre de este trabajo que ya no es un conjunto de plantas de zaguán sino un perfumado jardín en flor.
Coplas del mar. Joaquín Peñagaricano. Edición del autor. 2021.