La directora Céline Sciamma dijo haber tenido la intención de hacer una película de amor. Vaya si lo hizo. Pero hay también una dimensión programática que va mucho más allá de lo que pueda salir “naturalmente” de la mirada de una autora mujer. Esta película, cuya acción se ubica en el siglo XVIII, es feminista hasta el tuétano. Se ocupa esencialmente de un cuarteto de personajes femeninos y los varones son una presencia muy eventual, despersonalizada. Hay un par de importantes varones ausentes, el que se casó un día con la condesa y el que se quiere casar con la hija de esta, Héloïse: no sabemos casi nada sobre ellos, pero la condesa no manifiesta emoción alguna por el recuerdo de su marido, Héloïse detesta la perspectiva de tener que casarse y su hermana se mató, aparentemente, para escapar de un destino similar.

En la medida en que conviven a solas tres mujeres jóvenes, se atenúan las distancias motivadas por diferencias de clase, emerge la solidaridad, se despejan las opresiones y nace un intenso y delicado amor lesbiano destinado, en el futuro, a quedar oculto cuando sea inevitable plegarse al orden social heteronormativo. El primer beso se da en una cueva vúlvica. La menstruación es un hecho casual, parte del cotidiano. El aborto es tratado en forma nada condenatoria ni dramática, y la señora que lo opera tiene un algo de bruja en la visión dignificada a lo Silvia Federici. Es más, mientras se está realizando la intervención, hay un bebito en la cama junto a la muchacha que está abortando, y el bebito la mima y ella lo mima a él, y es como insistir en que abortar nada tiene que ver con la idea propagada por los “provida” que supone que las mujeres que lo hacen son ajenas a la humanidad y ternura de un niño.

Además de retratar el aborto, la película también retrata a la pintora Marianne retratando el aborto, como en una retroutopía de un mundo en el que esa práctica común hubiera podido integrar la iconografía de la vida de las mujeres. Hay comentarios revisionistas sobre la jerarquía de la mujer en el arte y, sobre todo, una notable revisión crítica del mito de Orfeo y Eurídice: en vez de pensar que Orfeo fue simplemente un tonto al mirar a Eurídice, quizá la mató expresamente para quedarse con su recuerdo –como bellamente dice Marianne, no hizo la elección del enamorado sino la del poeta–, o quizá fue ella quien le pidió que la mirara, es decir, ¡ni siquiera a Eurídice le daba felicidad irse con su Orfeo! Este mito va a funcionar como un importante subtexto en todo el tramo final de la película.

Casi nadie, la directora incluida, viene hablando abiertamente de ese aspecto militante, quizá plegándose a cierto estado de la cultura según el cual usar una película para vehiculizar expresamente puntos de vista sobre cómo debería ser el mundo o las cosas que están mal en él sería algo poco artístico o poco sincero, punto de vista reaccionario si los hay. Retrato de una mujer en llamas no deja de ser por ello una preciosa película de amor, y otras cosas más.

Marianne se dedica al nicho entonces socialmente autorizado para las mujeres pintoras, es decir, retratar mujeres. Le toca pasar unos días en el castillo en el que vive Héloïse, en un lugar yermo de la costa bretona, para pintar su retrato, destinado a ser enviado a un noble milanés que, si gusta de lo que ve, se va a casar con ella. Una vez que Marianne y Héloïse se enamoran una de la otra, el retrato cumple una función ambivalente: Marianne vuelca en él su mirada amorosa y, al mismo tiempo, sabe que eso que está haciendo es el instrumento del final de su vínculo con ella.

Como corresponde a una historia en la que la pintura es un tema importante, hay una atención especial a lo visual: la película es de una belleza plástica impactante (ganó los premios César y Lumière a la mejor fotografía). En cierta forma, amalgama dos criterios visuales casi antagónicos: las escenas nocturnas cálidamente iluminadas a fuego (velas, estufa, hoguera) que solemos asociar con el cine de época desde Barry Lyndon (1975), e imágenes diurnas muy netas y colores vívidos casi pop. Son varias las imágenes que quedan grabadas en nuestra memoria por su mero poder paisajístico: mar azul, acantilados, arena, islas a lo lejos, y los vestidos de colores fuertes de las protagonistas. Algunas también impactan por su simbología visual sugerente.

En algunos casos, pretextos naturalistas generan imágenes de sabor surrealista, que pueden evocar a Salvador Dalí, René Magritte o Frida Kahlo y están recargadas de fuerte emotividad romántica: el retrato de Héloïse que se prende fuego y la llama emerge justo del corazón, su vestido se prende fuego, uno de sus retratos tiene el rostro borrado, las protagonistas se dan un casi beso con las bocas cubiertas por los pañuelos. Pero tal vez la más radical e inolvidable sea la de Héloïse desnuda con un espejo oval justo en la zona púbica que refleja el rostro de Marianne.

Mucho del discurso feminista alrededor de las artes visuales trabaja acerca de las miradas: quién mira, cómo mira, cómo impacta la mirada sobre el objeto de la mirada. Esta película feminista sobre una pintora y su modelo pone mucho énfasis en que la persona representada es también un sujeto. Héloïse mira a su pintora como la pintora la mira a ella, incide en la forma que tendrá su propio retrato e interpela a la artista, llevándola probablemente a un replanteo menos conformista de su profesión que, a juzgar por su Retrato de la joven en llamas (que da título a la película), tendería al romanticismo protosurreal de un Heinrich Füssli teñido con el paisajismo de un Joseph Wright.

Se podría decir que Héloïse mira a Marianne incluso cuando está siendo pintada por otra persona, como lo descubrimos en una de las escenas más emotivas de la película, cerca del final, en la exposición de artes. Hay varios planos que juegan con eso: el rostro de Marianne frente al mar, y de pronto ella se desplaza y desvela a Héloïse, que estaba eclipsada por ella y que la estaba mirando. Sea lo que sea que uno opine sobre la consistencia de las teorías de Laura Mulvey sobre la mirada en el cine, creo que es incontrovertible que en Retrato de una mujer en llamas Céline Sciamma mira a sus personajes en forma voluptuosa y deseante, y que esa objetificación no priva en absoluto a sus modelos de la condición de sujetos a su vez también deseantes: objeto no es una condición que aprisiona, tan sólo una posición desde determinado punto de vista que no se pretende absoluto.

Hay un dato significativo extrapelícula enriqueciendo este juego: la actriz Adèle Haenel fue la compañera de Céline Sciamma durante varios años, y esta película se hizo luego de que se separaron, de modo que el momento en que Céline-Orfeo mira cinematográficamente a Adèle-Eurídice, quizá por última vez, funciona también como una especie de reflexión autobiográfica.

Es magistral la manera hitchcockiana, extendida, llena de suspenso, administrada en un sinfín de etapas, en la que, junto a Marianne, descubrimos a Héloïse. Una cortina que se corre muestra un espejo en el que vemos una tela de pintura dada vuelta (la imagen pintada hacia el otro lado, que no vemos); luego vemos esa tela en directo, luego sí vemos la pintura y descubrimos que le falta el rostro, y luego visualizamos el vestido retratado en la pintura, pero sin la modelo. Finalmente vemos a la propia Héloïse, pero está encapuchada, de espaldas y en la oscuridad. La cámara la sigue pero el rostro siempre nos esquiva. Ella sale al sol, la capucha se resbala y vemos la cabellera rubia (¡oh, Hitchcock!). Finalmente se da vuelta y vemos su rostro, con esos ojos verdes preciosos que miran a la cámara/Marianne/nosotros mientras escuchamos la vibración del sonido grave del viento y el mar.

Ya los créditos de presentación contribuyen a poner nuestro foco en el tratamiento visual y a asimilar la pantalla del cine a la tela de pintura. Las palabras de los créditos se concentran en la zona alta del encuadre, enfatizando que el resto de la imagen está en blanco. Entre un crédito y otro, surgen manos que dibujan, sobre esa misma superficie vacía, los primeros trazos de un retrato. Luego, el poder gráfico y simbólico de las imágenes va a estar enfatizado por el predominio de encuadres fijos: si bien hay varios movimientos de cámara, son puntuales y cumplen funciones precisas (énfasis, acompañamiento, desplazamiento del centro de atención).

El otro factor es el montaje, que es bien particular. En el cine clásico, entre una escena y otra suele haber algún tipo de cesura (algo terminó, ahora algo empieza), o algún gancho que conecta un momento con el siguiente. Pues en esta película las escenas más bien se interrumpen y desembocamos abruptamente en otro momento y espacio: Marianne se tira al agua para recuperar las telas que se cayeron del bote/Marianne ya está de vuelta en el bote toda mojada.

Finalmente, el otro factor es la ausencia de música extradiegética. Son las imágenes, los sonidos diegéticos y el montaje los que se adueñan del ritmo de la película (lo que escribí arriba sobre la belleza plástica impactante debería ampliarse como una belleza rítmico-plástica impactante). En todo caso, hay una pequeñita ayuda de Antonio Vivaldi, cuya “Tempesta” (el movimiento final del “Verano” de Las cuatro estaciones) aparece en forma diegética, primero torpemente ejecutado en una espineta y, en el final, tocado con su plena instrumentación en una sala de concierto. La efervescencia salvaje de esa música se casa perfectamente con las varias llamas y mares agitados de la película.

Es muy común que las películas muy compuestas, muy impactantes visualmente, tiendan a tratar a sus actores como meros modelos, encorsetados en una coreografía. Retrato... es una de las raras ocasiones en las que se conjuga el tratamiento formal riguroso con desempeños actorales llenos de alma. Esto tiene que ver con el guion, por supuesto, pero hubiera sido imposible sin las increíbles actuaciones de Haenel, Noémie Merlant y Luana Bajrami. Hay mucha cosa basada en lo no dicho, en pequeñas reacciones, en minucias, en el timing sutil, como en esa escena clave en la que Héloïse describe a Marianne con la misma precisión con que Marianne la describió a ella. Hay diálogos de dos o tres minutos con la cámara quieta enfocando a las protagonistas, y eso sólo puede sostenerse con grandes actrices muy bien dirigidas; así, en toda la película se desarrolla una progresión muy palpable y creíble de las emociones. Y estas, a su vez, son muy movilizadoras, ya que tienen que ver con la esencia de tantas de las más bellas historias de amor: el amor prohibido, la transgresión de la prohibición, la separación desgarradora, la perpetuación del recuerdo.

El plano final, de casi dos minutos y medio, en el cual, luego de un acercamiento, estamos dos minutos con el rostro de Héloïse, es un golpe al corazón. Aparte del virtuosismo actoral de Adèle Haenel y de constituir una manera inesperada de concluir un film, contiene cierta tenue ambigüedad con respecto a ese personaje. Su presente, todo indica, dista de ser el que ella pretendía y necesitaba. Sin embargo, ese recuerdo del gran amor perdido es la concreción de una vida en cercanía con la emoción de la música profana, que era una de sus aspiraciones. A veces la belleza duele, y es algo que podemos decir con propiedad con respecto a esta película excepcional.

Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu). Dirigida por Céline Sciamma. Francia, 2019. Con Noémie Merlant, Adèle Haenel, Luana Bajrami. Cinemateca, Life 21, Alfabeta.