En la infancia no hay nada más parecido a un cuento de hadas que un cuento de brujas, así como son tremendamente porosas las fronteras entre los sueños y las pesadillas. Lo mismo puede decirse de fantasía y realidad, relato y visión: a partir de cierta edad, la forma en que un niño entiende las cosas depende más de lo que sabe (o lo que entendió o lo que le contaron) que de lo que vieron sus ojos. No es casualidad, entonces, que en el dibujo de una mujer embarazada un niño no dude en dibujar al bebé dentro de su panza, por más que no pueda percibirlo a simple vista.

Muchas veces se ha intentado recrear mundos con base en estas reglas del horror fantástico infantil, pero pocas de forma más cruda y medular que la de Joaquín Cociña y Cristóbal León en La casa lobo, disponible por este mes en la plataforma Mubi.

A diferencia del estilo stop motion que regirá el resto del film, el prólogo es una suerte de video institucional de la Colonia Dignidad, una secta alemana (que buscaba, como hacían otros grupos, como los amish, mantener el estilo de vida campesino previo a la industrialización) que rápidamente empezó a recibir y proteger a personajes provenientes de filas del nazismo, que escapaban de la derrota en la Segunda Guerra Mundial. Pero más allá de la perturbadora composición de sus cuadros, la Colonia Dignidad se hizo tristemente célebre por haber orquestado una red de explotación sexual de menores (Paul Schaffer, su fundador, ya tenía, antes de su arribo a América del Sur, un largo prontuario pedófilo) y por haberse puesto al servicio de Augusto Pinochet como centro de detención y tortura durante los años de la dictadura.

Esta especie de pseudo pieza documental con ribetes metacinematográficos, a los que se suelen prestar Cociña y León (la voz germana que narra las bondades de la miel producida en la colonia y desmiente las acusaciones sobre los crímenes termina diciendo que el video que se verá a continuación es fruto de la colaboración de los dos directores y el Estado chileno), brinda el contexto necesario para cambiar la clave de lectura de lo que veremos.

La casa lobo es una especie de cuento folclórico, en el mejor estilo de los hermanos Grimm, sobre una chica que, cansada de las imposiciones de sus mayores, se aleja de su pueblo para adentrarse en el bosque. En esa huida hay una presencia terrorífica, casi tan externa como interna: la voz de un lobo que intenta disuadir a María y hacerla volver a casa. Sobre esta base clásica de lo que sería cualquier cautionary tale sobre los riesgos de desoír la voz de los mayores es que Cociña y León trabajan, dando rienda a una libertad (e incluso irreverencia) narrativa que se continúa como en una cinta de Moebius con lo audiovisual.

En el comienzo mismo (blanco sobre fondo negro) parecen enfrentarnos a un clásico estilo stop motion de dos dimensiones (con la particularidad de que los cuadros están sobreimpresos, pintados uno encima del otro, lo que invade a las imágenes de la especie de estela fantasmal de antiguos movimientos), pero luego irrumpe la concepción tridimensional de un cuarto, y no una superficie lisa como lienzo de las animaciones. Así, en esta misma instancia hay un -ya fascinante- sentimiento de engañosa tridimensionalidad que se alimenta de las imágenes estampadas en las diversas paredes de la habitación, que con los movimientos de la cámara parecen funcionar en distintos planos.

Es recién cuando la imagen de María parece salirse de una de las paredes y tomar la forma de una figura de papel maché en el centro de la habitación (de esa suerte de Casa Lobo que es a su vez el dispositivo rey de los dos directores), que lo tridimensional adquiere otra densidad. Esta primera aparición logra algo inusual en el cine: una auténtica materialización, algo no esperado, como un fantasma, tomando forma frente a nosotros. De ahí en más, toda La casa lobo es un espectáculo de feria orgánico en el que personajes y cosas no paran de aparecer, descomponerse, reformularse y resignificarse.

Hay varias personalidades de la animación que desde hace décadas trabajan en esta cuestión proteica y multiforme (pienso, fundamentalmente, en Bruce Brickford, con trabajos de masilla en los que la ruptura figura/fondo a veces lograba dar auténticos, aunque fascinantes, dolores de cabeza), pero hay algo inédito, perturbador e hipnótico en la combinación de técnicas de esta película. Por ejemplo, hay un momento en que de un portarretrato empieza a chorrear una pintura rosada que al encharcarse en el suelo termina por tomar la forma de un cerdito. Ahí, detrás, aparece un cerdo más grande, y delante de nosotros, interponiéndose entre los cerdos y el lente de la cámara, aparece María, de espaldas, que les arroja una pelota a sus mascotas. Para lograr tal efecto, Cociña y León pintan la espalda de María en un vidrio que mueven para simular su avance, mientras que la pelota es captada en movimiento real y uno de los cerditos, al empujarla con el hocico, continúa su imagen estampada en la pared con una parte de su cuerpo pintado en el suelo -lo que, desde la perspectiva de lo filmado, parece otorgarle una nueva tridimensionalidad. Ahí, en ese momento, el cerdo empuja la pelota y esta vuelve hacia María, y casi podríamos sentir que hacia nosotros. Un verdadero espectáculo de espiritismo.

Hay en todo esto algo que resuena a la perfección con algo dicho por Cociña en una entrevista: “En la película, lo narrativo y lo material son dimensiones separadas; luego, dentro de lo material está lo volumétrico y lo pictórico, que también son independientes, al igual que la iluminación y la cámara”. Así, en La casa lobo lo volumétrico y lo pictórico están regidos más por reglas emocionales, mágicas o chamánicas que meramente coincidentes. Su interrelación es más expresiva que geométrica o conceptual.

Dicho esto, todo podría ser una excusa para que los directores larguen su artillería visual, pero hay algo coincidente entre lo que cuentan y cómo lo cuentan. El universo de La casa lobo es uno en el que el trauma de la Colonia Dignidad (sugerido por su relación del comienzo, nunca explicitado) permanece agazapado. Es un poco como esa escena de Blancanieves cuando se adentra en el bosque y son tantos los animales que la miran que es como si el bosque mismo la mirara. Al cierre de la película entendemos que esa voz omnipresente, la casa que fue lienzo, los niños, los cerdos, todo siempre fue parte de lo mismo, algo que se continúa y descompone en cada centímetro de lo vital, como es lo traumático en sí mismo.

Y al final también hay otro elemento más oscuro. En un momento del film, los cerditos a los que cuidaba María se prenden fuego y la forma de curarlos es darles la miel de la Colonia. Al tomar la miel, los cerdos/niños se despojan del hollín y se convierten en unos niños arios, rubísimos. Hay, en estas transformaciones, algo que pega con el gen de Chile, un país que ya antes del pinochetismo estaba obsesionado con el “lavado de piel” de las culturas arias o sajonas, algo que perdura hasta hoy. Lo que Cociña y León (o lo que su película, independientemente de ellos, como una voz de espiritismo) parecen decir es que Chile nunca salió de su propia Casa Lobo.

La casa lobo. Joaquín Cociña y Cristóbal León. Chile, 2018. En Mubi.