Durante gran parte de su carrera, David Cronenberg ha preferido comenzar sus películas in media res. Así, si en la mayoría de las películas el primer acto casi siempre consiste en presentarnos un escenario, un protagonista y sus motivaciones, en la filmografía del canadiense más de la primera mitad del metraje es una pulseada de desciframiento de ese universo por cuenta del espectador. Al hablar de Cronenberg casi todo el mundo se centra en la corporalidad, el uso de prótesis bizarras y esta obsesión por la organicidad de lo maquínico o lo maquinario de lo orgánico, pero pocos hablan de estos aspectos narrativos tan curiosos. Es cuando uno presta atención que se da cuenta de que lo pesadillesco de sus films no se debe sólo a su peculiar bestiario prostético sino a su misma estructura.

La mayoría de sus películas se desarrollan como esos angustiantes sueños en los que no hay necesariamente algo terrorífico, pero sí una responsabilidad, un asunto burocrático, un examen o algo latente que se solapa y se posterga. Sueños de los que nos despertamos más estresados que asustados. En el cine de Cronenberg esta postergación (tal como la cena de El discreto encanto de la burguesía, de Luis Buñuel, 1972) se da por la constante irrupción de elementos externos a la trama en los que realidad y delirio se entrelazan.

En Crímenes del futuro este mareo llega por una conjunción de agencias, organizaciones, instancias burocráticas y movimientos insurgentes que se solapan una y otra vez. Por un lado tenemos a Saul Tenser (Viggo Mortensen), un hombre al que le han comenzado a crecer órganos nuevos en su interior, y Caprice (Léa Seydoux), que se dedica a tatuarlos por dentro y extirparlos en operaciones/funciones abiertas, como parte de una gran obra performática. Por otro lado hay una organización paragubernamental que intenta guardar un registro de todos estos órganos nuevos –aunque sus objetivos parecen ser más espurios– y una contraagencia que intenta desbaratar el movimiento desde adentro. Además hay un grupo insurgente de personas que, por medio de unas operaciones/mutaciones, han empezado a alimentarse de plástico, inaugurando así un quiebre radical en la escala evolutiva, lo que hace que sean vistos como una aberración, un peligro. Entre todas estas aristas hay dobles y triples agentes, y un escenario distópico/decadente en el que la gente ha dejado de sentir dolor, lo que no sólo los expone a mayores riesgos sino también a nuevas y extrañas formas de erotismo (la autopsia como una nueva forma de relación sexual).

Dicho así, parece mucha tela para cortar. Lo es. Gran parte del metraje parecería ser la película tratando de explicarse a sí misma, y hay un énfasis tan acumulativo y rococó –que se suma a cierta falta de coagulación entre escenas en el material de edición– que por momentos parecemos desorientados, en el mal sentido. Lo raro es que aun con todo esto logra perdurar una extraña cadencia por la que estos sucesos que gotean desde los costados sin aparecer en todo su esplendor terminan de puntillar el estilo onírico cronenberguiano del que hablábamos más arriba.

Uno de los grandes problemas al tratar de explicar la obra de Cronenberg es mantener el equilibrio entre el placer de desciframiento teórico y el placer visual y corporal. Así, películas como Videodrome (1983) se prestan para ser diseccionadas con los fríos bisturís de la academia (fácilmente se puede citar a Paul Virilio y Jean Baudrillard en esa representación de un mundo en el que el acostumbramiento a la violencia televisiva genera la búsqueda de materiales cada vez más aberrantes), pero con la misma razón se podría decir que concentrarse en estas explicaciones hace que se pierda algo del placer no mediado de ver cómo esa pistola que porta James Woods se funde con su mano hasta formar un nuevo órgano fálico para penetrar a una extraña televisión-vulva.

Así como no se puede tener una torta y comerla (es una cosa o la otra), cuando escribimos sobre el cine de Cronenberg enfrentamos el mismo dilema. Crímenes del futuro, más allá del desborde de imágenes y texturas propias del realizador, parece presentar por momentos un desbalance entre la cuestión expositora y la sensual. Si nos alejamos de la cobertura grotesca, la película se ofrece de forma inusualmente transparente como un ensayo sobre la crisis y los límites de la performatividad en las artes. Hay un momento que bordea lo humorístico (como en las obras de Osvaldo Lamborghini, toda la película, detrás de sus horrores y su tono, es, si uno se detiene a pensarla, bastante graciosa) cuando Saul Tenser presencia el show de un hombre con un montón de orejas que baila al son de una música electrónica. Los ojos y la boca del bailarín están cosidos, como un alegato de que hay que dejar de ver para empezar a escuchar.

En medio de la obra una espectadora suspicaz se acerca a Tenser (que mira tras bambalinas) y le dice que aquel perfórmer es mucho mejor bailarín que artista, que después de todo sus orejas ni siquiera oyen realmente. ¿No es este comentario aplicable a las artes contemporáneas en su máxima extensión? No sólo en referencia a la reacción desafectada, a la que ni siquiera las mutaciones sorprenden ya (algo de lo que también hablaba Holy Motors, de Leos Carax, 2012, respecto a los límites de lo cinematográfico y el vaciamiento de lo visual), sino a la decadencia de un arte que con la caída de lo figurativo se fue volviendo cada vez más conceptual que sensual, y en el que la curaduría superó a la textura: una infecundidad metaforizada en ese montón de orejas que no escuchan nada.

A su vez, en esa misma escena la espectadora le pregunta a Tenser en qué anda trabajando (recordemos que, detrás de todo el galvanizado artístico, el tipo es una pobre persona a la que le crecen órganos) y él le dice algo así como que su trabajo es algo que lleva adentro, que nunca sabe bien hasta que sale. Esta frase es también graciosísima porque es un lugar común en el que caen un montón de artistas al hacer declaraciones, sólo que con el cliché llevado a su máxima literalidad. De igual manera, en otra ocasión un agente les comenta a unos admiradores de la dupla Tenser/Caprice que cree que la verdadera artista es la mujer –que es la que tatúa los órganos–, ya que el primero es simplemente un donante de órganos. Y ahí, de nuevo, aparecen los límites de los efectos de enunciación, de la corporalidad y el hecho en sí, más allá de las declaraciones artísticas.

De alguna manera, Cronenberg nunca fue tan literal (y hasta expositivo) en sus devaneos teóricos y metaartísticos, y aunque parezca extraño señalarlo, todo esto huele a un anhelo de cierre, o de repaso, al menos, de lo que fue su carrera. Todo está condensado ahí, casi con la nostalgia de quien junta todos los muebles de su casa en un mismo ambiente para desempolvarlos y lustrarlos. No es muy usual comparar a Cronenberg con Almodóvar, pero es difícil no pensar Crímenes del futuro como si fuera su Dolor y gloria. Además de ser dos directores obsesionados por esa cinta de Moebius en la que sexo y muerte se continúan y confunden –el canadiense poniendo en lo orgánico lo que el manchego pone en el melodrama–, tanto Dolor y gloria como Crímenes del futuro son sobre artistas aquejados por un inmenso y perpetuo dolor físico, que de alguna manera operan como álter ego de sus mismos creadores.

¿No podría decirse que esos extraños tumores/órganos que crecen dentro de Tenser/Cronenberg son las películas que han crecido en su interior? ¿No hay, en ese afán de llevar un archivo de estos nuevos órganos, un intento del director de repasar sus películas, como si fuesen esos órganos diversos y extraños en frascos de formol? ¿Y detrás de esto no hay un comentario pesimista de fin de los tiempos, como un cierre, o, al menos, como hacer tablas frente a un mundo que ya superó la capacidad de ser ficcionalizado?

Señalar una obra como un réquiem equivale a enterrar a un artista, pero con Cronenberg (un director que el año pasado filmó un corto de sí mismo abrazando –¿haciendo las paces?– a su propio cadáver) uno sabe que los límites entre lo muerto y lo vivo, entre lo podrido y lo germinal, son mucho más porosos.

Crímenes del futuro. Dirigida por David Cronenberg. Canadá/Francia/Grecia/Reino Unido, 2022. Con Viggo Mortensen, Léa Seydoux, Kristen Stewart. En Cinemateca.