En la famélica búsqueda de quiebres, rupturas y cambios de paradigma que las mentes más vivaces emprenden navegando en lo simbólico contemporáneo –donde dichas categorías parecen a veces vaciadas de efectividad por la rapidez de los cambios y lo escurridizo de las normas– es común girar la cabeza hacia atrás, un atrás que, con insistencia, se focaliza en los 60 del siglo pasado. Es un ejercicio que, a menudo, se vuelve nostálgicamente combativo o combativamente nostálgico y que corre el riesgo de dejar por el camino experiencias tan o más liberadoras colocadas en otras épocas, lindantes o no, con aquellas (además de provocar la sensación de insuperabilidad del 68 y de su lenta “preparación”).
Fricciones modernas, la exposición que el director del Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV), Enrique Aguerre, armó hurgando en el prodiguísimo (pero por cierto no exhaustivo) acervo del museo tiene más de un mérito: el primero, extender el lapso de la eclosión neovanguardista incorporando los años 50, a menudo dejados fuera de las miradas a los más bulliciosos bullicios posbélicos. Las piezas más antiguas son de mediados de los 50, o sea un momento clave acá, siendo la fecha de una exhibición ya mítica que sacudió, en los límites de lo sacudible, Montevideo: 19 artistas de hoy (con artistas que, en gran parte, encontramos acá también), celebrada en 1955 en el Subte. Claro está que uno podría retroceder aún más e irse a los 40 del Madi rioplatense o incluso al Taller de Joaquín Torres García, pero ahí habría que ver, y acá no es el caso, si el TTG fue un bastión del cambio o de lo inmutable, y si Madi influyó sobre la escena general de la época o fue, al revés, una hermética (por cuanto brillante) cápsula.
Volvamos a las fechas: 1950-1970 dice el título, con un poco de imprecisión. Porque no hay nada anterior a 1954 y hay algunas, pocas, obras que superan 1970 (de todas formas años predictatoriales, que luego llegan, con un salto sorpresivo, a los no mencionados 80, pero con “atenuantes”: se trata sólo de unos José Costigliolo y Lincoln Presno que repiten esquemas de décadas anteriores). Acotar el tiempo, comprimirlo en unos 15 años, en este caso produce una cohesión extraordinaria, aun en la heterogeneidad hiriente de las propuestas y en su disposición no cronológica, que funciona por “atracción”: la coherencia de atmósfera e intentos se vería desdibujada con sólo ampliarla mínimamente a nivel temporal. De hecho, son los años exactos de la radicalización de la abstracción y de la contrapropuesta neofigurativa –tal vez la fricción principal de las evocadas por el título– que luego se diluirán y transformarán en otras cosas. Aguerre se arriesga también al proponer una visión rioplatense, sin contenerse tímida y fácilmente en lo uruguayo, aun sabiendo que la colección cuenta con pocas obras argentinas: es evidente que no quiere, y no puede, ser ampliamente representativo, pero las pocas, exquisitas telas de la otra orilla que muestra dialogan tan redonda y vehementemente con el resto que, pese a su exigua presencia, uno debe agradecer el haberlas sacado del depósito.
En el arranque del recorrido prima el geometrismo (en los hechos, circuló primero y más abundantemente con respecto a lo informal) que, mirado en conjunto, cuenta con cuadros muy poderosos, guiados retínicamente por los malabarismos rítmicos de los imprescindibles (y efectivamente premiados, como se dice, “por crítica y mercado”) Costigliolo y María Freire. Revela, el “grupo”, también una variedad de tonos vivaces que callarían cualquier eventual queja de omnipresencia de paleta baja en el país, por si todavía la hubiese: véase, en este sentido, el díptico pseudogeométrico Centinela (1967), de Amalia Polleri, con sus “ojos” vivaces sobre fondo blanco, por ejemplo. Fondo blanco lesionado por unos “gestos” negros, excitados y muy impactantes, en cambio –y aquí ya estamos en lo informal más endiablado– para dos viscerales tintas de Hilda López (1961): una entrada perfecta en el tripudio de técnica y materiales que dieron vida a las versiones vernáculas de corrientes internacionales, entre ellas, como el curador resume, “arte otro, tachismo, informalismo, pintura matérica, neofiguración”.
La alergia general a cualquier academicismo, belle peinture o incluso constructivismo torresiano, que surgía de las más dispares reacciones a los cambios sociales en acto –entre cierto entusiasmo matemático/científico y la zozobra existencialista más pesada–, se condensa en una ola de rigurosas composiciones estáticas (Presno y su “tardío” Círculo activo, de 1983) y abstracciones espesas, sombrías, macizas (las Espirales trágicas de Manuel Espínola Gómez, de 1961, para mencionar uno), con posibles síntesis de las dos tendencias (Nerses Ounanian y su Concretismo sensible, de 1967, por ejemplo). Dentro de estos dos polos se destacan hitos de la pintura uruguaya tout court: cómodo nombrar Composición 17 de julio (1968) de Freire, Pintura M.63101 (1963) de José Gamarra o Tensiones o sauces (1961) de Américo Spósito, además de varios José Cuneo arenosos, de cuando firmaba con el segundo apellido, Perinetti. Pero al lado de las piezas más notorias emergen pequeñas sorpresas, no tanto por la evidente relevancia de los autores y autoras, sino por el acabado de las piezas: suficiente indicar el Paisaje (1958) furioso de Lino Dinetto, el tapiesano Presencia (1962) de Juan Ventayol, el sutil Yo le enseñaré los dientes a la helada serpiente amarilla (1968) de Martha Restuccia o el refinado collage pictórico Bocaza con frutos tomados (1969) de Teresa Vila.
La “tercera vía”, vale decir el arte que en el medio de la tempestad abstracta se aferra a la boya de la figuración, pero deformándola hasta distorsiones extremas –brotes de infantilización, machucamiento, torsiones, desgarros–, también es de alto nivel. Las notorias “novias revolucionarias” (1968) de Leonilda González, grabados tan inteligentes como insolentes, se cruzan con los seres pastosos e indefinidos de Agustín Alamán (también en versión escultórica) y con las caricaturas matéricas de Espínola Gómez y Hermenegildo Sábat. Asimismo, el búho todo gestual e “interior” de América insólita (1963) de Amalia Nieto se confronta, idealmente, a Muro vikingo (1959), álgida fotografía, pura superficie con relieve, de Alfredo Testoni. Es en este recinto que sobresalen las contribuciones argentinas, el núcleo duro de la Nueva Figuración porteña, Luis Felipe Noé, Rómulo Macció y Jorge de la Vega: sobre todo la de Mamá que es patria, intensísima maraña de tinta y rabia de Noé, y la gigantesca Los músculos de la memoria (c. 1963) de De la Vega, pieza clave de su Bestiario, fusión de una pintura iracundamente magmática, salpicada de letras vivas y anticipaciones de su posterior fase pop.
Demasiado delgada la presencia escultórica, en cambio, que deja ganas de más, aunque correcta en nombres y piezas: al citado Alamán se suman los bronces de algunas “cajas” de Germán Cabrera y una imponente Maternidad (1957) postsurrealista de Ounanian. En definitiva, estas Fricciones modernas no sólo funcionan como exhibición temporal, sino que serían ideales si tuviesen que representar el terremoto formal, a nivel local, que supo ser este período en una hipotética y anhelada ampliación del espacio expositivo del MNAV. Una que permitiría exhibir distendida y permanentemente el arte uruguayo del último siglo y medio, en todas sus aristas.
Fricciones modernas (1950-1970), Colección MNAV. Curador Enrique Aguerre. Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283). Hasta el 18 de setiembre.