Era una especie de chiste fijo. Alguien le decía a Homero “Maestro”, y al toque él replicaba: “Más maestro serás vos”. A su vez, los muchos años en que trabajamos juntos en El País Cultural, más la experiencia en numerosos otros lugares, me habían hecho deducir un aforismo: “Un buen jefe es el que simplifica las cosas, en vez de complicarlas”.

Aquel año muy lejano Homero había viajado a Buenos Aires, invitado por Fernando Martín Peña al festival anual de cine independiente, conocido como Bafici. En uno de esos días, estábamos en la mesa de un café de la calle Corrientes, cercano al shopping del Abasto, él, el crítico de música Federico Monjeau, y yo como testigo lateral. Era un encuentro entre grandes, semejantes en más de un sentido, aunque se notaba tanto el cariño como el respeto que empleaba Monjeau en el trato con HAT. Los dos habían trabajado juntos en el suplemento de cultura del diario La Razón, entonces dirigido por Jacobo Timerman. En un momento Homero se paró para ir al baño. Como si hubiera esperado ese momento, Monjeau lo miró alejarse y, meneando un poco la cabeza, empezó a hablar.

–Este sí que es un maestro –dijo–. Recuerdo que una vez me había dado una nota muy difícil. Tenía que cubrir en un espacio estipulado un encuentro de numerosos pianistas. Llevaba horas buscándole la vuelta. Al final me esforcé por hacer entrar todo y se la entregué. La leyó en silencio. Después me dijo: “¿Qué querías expresar en la nota?”. Se lo expliqué, y me la devolvió, diciendo: “Bueno, ¿por qué no escribís eso?”.

Además de ser nutritivo, divertido y excitante, trabajar con él como jefe tenía ese agregado de sencillez, de cero teorización y de actitudes que a veces, de tan simples, parecían de autoayuda. Una firma importante había quedado en entregar una tapa sobre Marguerite Yourcenar. Habían pasado las semanas, después un par de meses. Con un toque de fastidio, le dije: “¿Lo llamo a Mengánez y le pregunto qué pasa con la nota?”. En estado de atención permanente, me miró y me dijo: “¿Tenemos tapas en carpeta para meter?”. Le dije que sí, varias, mientras se empezaba a desinflar mi burbuja de enojo un poco prefabricado. “Entonces dejalo tranquilo. Cuando la tenga, la va a traer”.

Homero era bastante malo contando chistes que había inventado algún otro. Pero su sentido del humor era constante, y a menudo espectacular. En una visita de mi hermano Sergio fuimos los tres a ver una película de Istvan Szabó en el Sindicato de Choferes, una de las salas de Cinemateca. Calculo que sería durante un festival, porque estaba lleno. Nos dividimos: mi hermano y yo entramos abajo, y él arriba. La película era un desfile casi constante de tomas circulares. Cuando terminó, salimos y buscamos a Homero. Cuando nos vio no nos dejó abrir la boca: empezó a desplazarse en círculos, bailando sin parar, esquivando espectadores que salían, y bajando las escaleras, sin dejar de girar, mientras los tres rompíamos a reír.

Le gustaba imitar la forma de caminar de Groucho Marx. Su humor se mezclaba con su ironía constante, aunque con un detalle: era una ironía a menudo sonriente, cariñosa. Porque nos tocó conocer al mejor Homero: el crítico Ángel Rama lo deja registrado en un diario que escribió durante el exilio. En un momento, Homero lo visita en Caracas, y Rama apunta con nitidez los cambios a favor que ve en él, ante un HAT anterior más ríspido, más contracturado por el ejercicio de un papel: el superexigente, el adusto, el erudito extremo (hasta llegar al juego de salón: sabía con un cálculo mental rápido qué día –lunes, martes...– era cada fecha de la historia). Ese momento que asombró a Rama fue posterior a los shocks terribles de la dictadura argentina, cuando él vivía en Buenos Aires. Su hijo Andrés fue guerrillero –y pareja de la hija de Rodolfo Walsh–; Homero y Evita tuvieron que reconocer el peligro y se fueron a España. Por otra parte, siempre tuve la impresión de que su regreso a Montevideo le había regalado el mejor período de su vida.

Tuvo un largo tiempo de internación hospitalaria, que terminó con su muerte. Con la mascarilla de oxígeno puesta, le llevábamos las pruebas de las páginas del Cultural. Vio unas centrales que yo había cerrado y alzó las cejas, furioso, y sin hablar (no podía hacerlo) se limitó a golpear con fuerza la hoja con el índice, en un punto y después en otro. Como un idiota, yo había titulado un recuadro con el mismo nombre que el libro que era el centro de la nota. Por un momento había pasado a integrar las vastas multitudes de quienes hacen las cosas a medias, incluso mal, y sólo pueden sacar de las casillas a un Maestro como Homero Alsina Thevenet, que señalaba el recuadro y después la imagen de la tapa del libro, una y otra vez.

A esta altura del partido tengo cantidades gruesas de gente desaparecida en mi haber. El caso de HAT es raro: fue tan enérgico y definido, tan humorístico y humano que me cuesta menos reconstruirle la cara, oírle la voz, volver a verlo con la mente, que a otros, aunque no deje de extrañarlo.