Es este un libro audaz y erudito. Lo primero, por el riesgo siempre implícito al navegar las aguas de la literatura erótica, tan tradicionalmente vedadas a la escritura femenina, no obstante los antecedentes imprescindibles de Armonía Somers, Marosa di Giorgio o nuestra flamante premio Cervantes Cristina Peri Rossi, entre otros. Lo segundo, es decir, lo erudito, por la poderosa intertextualidad que, ya intuida en la extensa galería de epígrafes, transita esta novela con referencias que van desde la mitología grecolatina hasta las más contemporáneas de autores latinoamericanos (e incluso bien cercanos, como el caso de la poeta Gladys Castelvecchi), pasando por claras referencias al Arcipreste de Hita, Dante, Garcilaso, los poetas anónimos del viejo Romancero, y un sinfín de nombres y citas destiladas directamente del canon literario occidental. Es inocultable, en ese sentido, la procedencia académica de la autora, Graciela Mántaras Loedel (1943-2008), profesora de Literatura y crítica literaria de recordada trayectoria.
La historia tiene su anclaje en el pasado familiar y materno de la autora, un sustrato riquísimo sobre el cual Mántaras edifica su ficción, adulterando nombres pero dejando intactos, no obstante, fechas y lugares. Una ficción, pues, que atraviesa siglos y geografías, comenzando en Banff, Escocia, en 1753, coordenadas de la infancia del tatarabuelo de la autora, un cirujano militar cuyo hijo menor, Edward, recala en Montevideo hacia mediados del siglo XIX. Es este último vástago quien protagonizará, junto a su joven esposa, una intensa vida de alcoba retratada con elocuente y desprejuiciado detalle. La épica de esa intimidad comienza en una fecha exacta, un caluroso 27 de setiembre de 1861, durante una gala en el teatro Solís, momento que será evocado a partir de entonces, cada año, con puntuales rituales eróticos. Es un comienzo novelesco y abrupto, que marcará el rumbo y la naturaleza de la relación, y en el que él, treintañero y extranjero, inicia a su futura esposa (apenas una adolescente) en unas artes amatorias que despliega, sin mediar diálogo previo, en la clandestinidad de la ropería del teatro. La sintonía entre los amantes espontáneos es tal que, allí mismo, la chica acepta ser pedida en matrimonio por el atractivo desconocido, al tiempo que decide, en gesto de sumisa devoción, pasar a llamarse desde entonces, simplemente, Eduarda.
A partir de ese momento, la relación entre los esposos transitará entre la apasionada fidelidad de ella y los deslices culposos pero irresistibles de él (más un pasado en Lima “la horrible”, con una tía viuda y una monja como amantes), y entre osadas batallas sexuales en las que el refinamiento de recursos (por ejemplo, un cuadro de ella, completamente desnuda, pintado en Italia y ubicado estratégicamente sobre el lecho matrimonial) no invalida la franqueza de un lenguaje despojado de eufemismos.
El trabajo con el lenguaje, de hecho, cobra en el conjunto un lugar singular, evidente en esa lúdica verborragia que nombra o adjetiva casi compulsivamente, tal el siguiente pasaje: “Los médicos se perdieron en diagnósticos fantásticos: hablaron de acedia, astenia, histerismo, neurastenia, melancolía, mal du siècle, spleen, fractura de la volición, humores aguados, romanticismo exacerbado, anemia espiritual, corazón débil...”. Ese recurso de la acumulación, digamos, colabora con el pulso vitalísimo, febril casi, de estas páginas que parecen escritas bajo un arrebato de inspiración que la autora, por cierto, no desmiente. Todo lo contrario, ya en las advertencias al lector, Mántaras se refiere al “parto súbito” que dio nacimiento a este libro el viernes 24 de febrero de 1995, episodio casi epifánico que recuerda a esos otros célebres nacimientos literarios, tal el de aquel 8 de marzo de 1914 en el que Pessoa concibe su primer heterónimo. La anécdota, en todo caso, colabora con esa suerte de entrada final a la literatura que, como observa Ana Inés Larre Borges en el prólogo, parece realizar Mántaras con esta novela primera y a la vez póstuma, luego de toda una vida dedicada a los estudios literarios.
Siendo un libro audaz y erudito, esta novela también es ambiciosa, voraz en su pulsión de totalidad. Caben, en su trama, la complejidad de un incesto, acontecimientos de estricto anclaje histórico (Eduarda es prima del presidente Prudencio Berro, y por allí se cuela alguna referencia al día de los cuchillos largos), lugares de la ciudad que se resignifican inevitablemente al entrar en la ficción (el Solís, la iglesia de la Aguada, el Museo Romántico y sus fantasmas, antigua residencia de Edward), reivindicaciones del legado cultural indígena (el más elocuente Paraná-Guazú de los guaraníes, es decir, “río-grande-como-mar”, que el impuesto Río de la Plata de los españoles), apuntes metaliterarios (Hudson “es muchísimo más sabio y acierta más certero que el grande, pero errado y muy dañino, Facundo de Sarmiento”), y hasta una entrevista de Afrodita con el dios cristiano para tratar asuntos culturales y políticos. Una complejidad, pues, que trasciende el seguro mojón de esta novela en el mapa de nuestra erótica oriental.
Amores prohibidos. De Graciela Mántaras Loedel. Montevideo, Planeta, 2022. 327 páginas.