La anécdota era reproducida con imbatible exactitud. En la justa esquina de 18 de Julio y Yi, un adolescente Homero Alsina Thevenet (en adelante, Homero o, en simpática coincidencia con el vocabulario anglosajón, HAT) se encuentra con René Arturo Despouey, figura mítica de la escena cultural de la ciudad. Hechas las presentaciones de rigor a cargo de Eugenio Alsina (periodista y padre del adolescente), Despouey invita a HAT a escribir en su revista, Cine Radio Actualidad. Para entonces, aquel chiquilín de pantalón corto ya había demostrado un precoz interés cinéfilo, el suficiente para ganar un concurso radial sobre películas, y suficiente también para escribir, en adelante, uno de los capítulos más sobresalientes del periodismo cultural del Río de la Plata.

Lo que siguió a ese encuentro, es decir, más de seis décadas de labor periodística ininterrumpida, dio lugar a una obra que, sólo en términos de cantidad, resulta colosal. Pocos casos parecen comparables en el alcance de esa dedicación persistente, y pocos casos resultan también tan elocuentes para confirmar que la mejor biografía de un individuo es, de algún modo, su obra. Un caudal titánico de notas, pues, que firmó en publicaciones dentro y fuera de fronteras (Marcha, Film, El País, Adán, Panorama, Página 12, La Razón) y en el que fue forjando un interés sostenido por temas que supo investigar como nadie, desde la caza de brujas del maccarthismo con sus listas negras de Hollywood al código Hays y la censura, pasando por los cuestionamientos a la teoría del autor, los Oscar y el pasaje del cine silente al sonoro, tan dramático para muchas trayectorias.

Homero supo explorar así, con singular lucidez, esa tensión entre arte e industria que en Hollywood alcanza el paroxismo, para dudosa fortuna de los espíritus creadores. En un perfil sobre John Huston, de 1952, HAT es contundente al afirmar: “El hecho simplísimo es que Hollywood no está hecho para directores de talento sino para productores con visión e iniciativa y sentido comercial; la idea no es hacer marchar obras de arte concebidas por un creador, sino productos fabricados con cambiantes requisitos, dedicados a dar dinero, donde el talento es admisible mientras no incomode” (Film Nº 5). Y sobre la dificultad de Hollywood para abordar algunos temas tan alejados de su horizonte ideológico como, por ejemplo, la revolución mexicana, dirá en una crítica sobre ¡Viva Zapata! (Elia Kazan, 1952): “No aparecen aquí los terratenientes contra quienes se hace la revolución, y ésta resulta privada de un enemigo visible, con lo que el conflicto resulta parcialmente expuesto [...] no hay campesinos expulsados de sus tierras, sino una referencia verbal a ese despojo; no hay un impulso revolucionario que contagie colectivamente el campesinado, sino una fidelidad a un caudillo rebelde, poco explícito en ideas sociales. El film no hace sentir la Revolución” (Film Nº 7). Esta agudeza para revelar la distorsión, y la elocuencia argumentativa que la sostiene, es una muestra microscópica de esa exquisita pedagogía de la que se beneficiaron incontables lectores. Un intento de “educar a los públicos”, pues, que habrá que rastrear en esa Generación Crítica a la que HAT perteneció y en la que, prontamente, se ubicó entre sus “lúcidos” (esta pertenencia al 45, su temprana polémica con Carlos Maggi, la pelea con Carlos Quijano, su amistad legendaria con Juan Carlos Onetti bien merecerían un capítulo aparte).

El interés de HAT por el engranaje industrial de Hollywood, su visión del cine como arte colectivo, lo llevaron a relativizar la teoría del autor promovida desde Cahiers du Cinéma y la nouvelle vague. “La teoría del autor”, explica HAT, “ha sido y sigue siendo respetable si se la aplica a quienes han dejado una clara marca personal en casi toda su trayectoria, como fue el caso de Erich von Stroheim, Charles Chaplin, Carl T Dreyer, Ingmar Bergman, Robert Bresson [...] en cambio la teoría falla si se la aplica a la realidad de todo el cine y en especial a la de Hollywood, donde importa el acuerdo de personas y fuerzas distintas” (Historias de películas, 2006). Tal relativización no conspiró, por cierto, a la hora de trazar un recorrido por la obra de distintos productores, directores y otras figuras, con el ejemplo clarísimo de Chaplin o de Bergman, a quienes HAT dedicó dos de sus libros (en el último caso, en coautoría con Emir Rodríguez Monegal). Al respecto, y sobre la pronta consideración de la obra de Bergman en Uruguay gracias al fallo de un jurado integrado por HAT en el segundo Festival de Punta de Este de 1952, vale la anécdota de Jorge Ruffinelli a propósito de su encuentro con una de las actrices icónicas de la filmografía del genio sueco. “En agosto de 2005 conocí en Lima a Bibi Andersson [...] Cuando me presenté, no olvidé decir que en mi país se había publicado el primer libro sobre Bergman fuera de Suecia. Bibi lo sabía y hablamos brevemente sobre ese hecho” (El País Cultural Nº 891). Que alguien tan ligado al cine de Bergman estuviera al tanto de esa precocidad de la crítica oriental es un dato significativo para sopesar la leyenda.

Un tiro al arco y muchas listas

Recrear las vicisitudes en torno al proceso de gestación y exhibición de una película, y hacerlo con pulso de narrador, fue una de las constantes en libros compilatorios como Cinelecturas, Después del cine o Historias de películas (HAT, vale decir, publicó más de una veintena de títulos). En este último volumen, por ejemplo, un compendio de notas sobre títulos paradigmáticos de la historia del cine resulta, a la postre, una inmersión ágil, sustantiva y entretenidísima en algunos tramos fundamentales de la historia del siglo XX, desde el nacimiento del Ku Klux Klan, endiosado en El nacimiento de una nación, al impulso de la Ley Seca que detonó la proliferación de bandidos arropados por el pueblo (Bonnie and Clyde), pasando por la revuelta árabe contra el dominio otomano durante la Primera Guerra Mundial (Lawrence de Arabia) o bien por la respuesta magistral que sólo un genio como Chaplin supo hacer ante el ascenso de los totalitarismos en El gran dictador. No falta, en ese racconto, la larga sombra del combate al comunismo que, en Hollywood, cercenara no pocas trayectorias. Tal es el caso del guionista Dalton Trumbo, recreado en una nota sobre Espartaco, o el de su colega Carl Foreman, evocado en una revisión de A la hora señalada. El comienzo de este último texto, por otra parte, es elocuente con la prédica de ese “tiro al arco” que HAT proponía para comenzar una nota periodística: “En abril de 1951, el escritor Carl Foreman estaba preparando el guion de una película que se llamaría High Noon, cuando recibió una citación del Comité Parlamentario sobre Actividades Antiamericanas”. A partir de allí, nada más puede hacer el lector que dejarse llevar en un viaje apasionante que, de algún modo, pone en paralelo la peripecia de Foreman con la del sheriff de A la hora señalada, película basada en ese guion que escribía Foreman al recibir la citación. El pasaje es representativo, pues, de los incontables momentos en los que HAT no perdió oportunidad de volver a sublevarse contra las listas negras, del mismo modo que lo hiciera contra el código Hays o de producción, y cualquier otra posibilidad de censura, incluso en Uruguay.

Cumpliendo con aquello de que “el estilo es el hombre”, pocos casos, nuevamente, resultan tan convincentes en la identificación de un individuo con su escritura. Ágil, inquieto, de frases rápidas y precisas, extraordinaria memoria y sentido del humor muy anglosajón, todo eso es fácilmente trasladable a su prosa, esa donde la economía verbal, el culto al dato exacto y el combate a cualquier atisbo de pedantería bajo ropajes de tecnicismos o excesos del “yo” fueron marca de identidad. Así lo plasmó en un recordado manual para colaboradores en el que se sugería, entre otras cosas, eliminar los signos de admiración porque “nunca refuerzan una frase débil”, tanto como los signos de interrogación porque “el lector quiere respuestas, no preguntas”. El objetivo era preciso: había que llegar al lector. A todos los lectores. El humor, en tanto, esa capacidad lúdica para captar el absurdo y cultivar el juego de palabras, transitó no sólo sus textos sino también su conversación, y hasta una recordada cartelera a la que iba a parar, con picardía, todo furcio desternillante de la prensa.

Si un periodista es, en palabras de José Enrique Rodó, un jornalero del pensamiento, HAT lo fue, claramente, pero un jornalero que elevó su oficio a otro nivel. Su comprensión del oficio periodístico como una actividad intelectual de valor social inapelable, y de la crítica, tal como entendía Ángel Rama, como un servicio público al lector, se tradujo también en su práctica como jefe. Así lo demostró con sus colaboradores, procurando siempre una retribución acorde a la calidad que exigía, adelantando pagos, abriendo puertas a autores desconocidos y, en un ambiente tan tradicionalmente masculino como el de la prensa, dejando pleno espacio a las firmas femeninas. En un obituario firmado por Gustavo Laborde en 2005, una sola frase pinta de cuerpo entero esa generosidad: “Puso el pan en la mesa de muchos periodistas culturales”, algo que bien pudo haber corroborado Juceca cuando, sentado en la oficina de HAT en Buenos Aires, se convirtió en guionista de El muerto, la adaptación cinematográfica del cuento de Borges. A HAT le alcanzaron unos breves instantes de diálogo con Juceca (no se conocían personalmente) para contestar una llamada y decir las palabras mágicas que todo desempleado quiere escuchar: “El hombre que andás buscando lo tengo aquí al lado mío, te lo mando” (El País Cultural Nº 891).

Esta nota llega a su fin a sabiendas de no haber rozado, siquiera, la vastedad de una obra que bien merece mayor estudio. Una obra cuyo valor, oportuno es recordar, le granjeó a HAT el título de “maestro” entre sus colegas, mérito para el cual jamás hizo alarde de cátedra. Y una obra, finalmente, que, fraguada en el vértigo de la novedad, supo, no obstante, trascender: preservarse y cautivar, todavía, con la poderosa vigencia de un clásico.