Cuando nos encontramos para charlar, en el comienzo de su semana laboral, dice sentirse una mujer “común y corriente” o una “nadie”, como se define al comienzo de su libro La fiesta de los nadie, una especie de autobiografía narrada a su ritmo natural, lanzada en julio de este año por Sudamericana. Comenzó a escribir su tercer unipersonal, Yo soy la tormenta, en Cabo Polonio, sola, y recuerda haber llorado y corrido mucho antes de encontrar esa nueva forma de presentarse en sociedad. La lluvia es un personaje muy importante en la obra, “escrita a dos manos” junto a Ernesto Muniz.

En marzo el espectáculo tuvo su estreno en el Auditorio Nacional del Sodre y este fin de semana llega al teatro Movie con la misma y ambiciosa puesta en escena.

A la hora exacta pautada para la entrevista, Florencia está lista para cruzar la avenida Rivera y llegar al bar de enfrente. Caminó cerca de 30 cuadras desde la escuela adonde van sus hijos y se guió por el GPS de su teléfono: “Ni idea de cómo llegué”, explica. Antes, a las siete, se despertó para ensayar su libreto durante una hora como hace todos los días: “Esa exigencia es algo que aprendí en la Escuela [Multidisciplinaria] de Arte Dramático [EMAD] y que no puedo soltar”. Luego trabajó en resistencia física con una especialista en el tema, se fue a dar clases de actuación y tal vez comió algo, o el café que se pidió mientras conversamos quizás haya sido su primer alimento del día.

La famosa lluvia que consiguió plasmar en escena para su unipersonal es su gran orgullo. Piensa que armó el show de sus sueños pero, al mismo tiempo, hay días en que se pregunta: “¿Esto es la vida? ¿Luchar y luchar para un día morirme?”.

Tanto en persona como en su obra teatral y en el libro que escribió reconoce que tiene “un quilombo atómico en su cabeza”, que le cuesta dormir y también estar despierta, pero que puede correr y apagar su cabeza. Uno de sus hijos salió a ella y no tiene problemas en acompañarla a todos lados a caminar los kilómetros que sean necesarios para encontrar paz. A su hija más pequeña, no tan aficionada al training, a veces la carga a upa.

Suma otro montón de cuadras todos los días cuando se va a trabajar como periodista de espectáculos en Subrayado. Si puede, también vuelve caminando desde Palermo hasta Pocitos. “No me da miedo caminar”, dice, aunque viviría todo el tiempo sobre un escenario. Su tormenta puede ser muy simpática, sobre todo cuando dice “¡bo!” para reafirmar algo que a los demás les resulta difícil comprender.

Una vecina que camina cerca la saluda como si fueran amigas de toda la vida. Florencia le devuelve una sonrisa y su mano en alto. “No sé quién es”, admite mientras trata de desarrollar otra idea y contar, casi al mismo tiempo, las cosas que le pasan y le pasaron en la vida y las formas que encuentra para seguir haciendo lo que más le gusta. “Es que yo me preparé toda la vida para esto”, dice con el ritmo narrativo de una actriz veterana pero, a la vez, con la voz emocionada de una artista a punto de debutar.

Lo que va a pasar la presiona pero también la ayuda. Se sabe cercana a un público que la acompaña siempre y con el que comparte fidelidad y complicidad. Su mejor forma de anticipar esa energía que la espera en las noches de teatro es a través de un “estado de conciencia y coherencia”: “Es que yo soy la misma de hace 20 años. Trabajo y trabajo, investigo, me entrego, y la gente espera eso de mí. “En el escenario soy una ninja, no me duele nada. Ahí estoy al cien mil por ciento. Es mi espacio vital”.

Con el argentino Norman Briski como docente, aprendió que el texto de una obra es como “un trampolín en el que “siempre encontrás algo nuevo”. “Me gusta mucho revisar, y reescribir cada cosa con la que me pongo a trabajar. En el caso de Yo soy la tormenta me metí con temas que me interpelan y que tienen que ver con la contradicción permanente en la que vivimos. Me pregunto sobre el quiero, el debo, el soy, lo que se pretende de mí y lo que yo quiero ser”, anuncia.

Foto del artículo 'Florencia Infante: “En el escenario soy una ninja; no me duele nada”'

¿Es verdad que nunca pudiste hacer yoga?

Creo que si fuese una niña nacida en esta época tendría diagnosticado un trastorno de ansiedad. Ahora te estoy mirando a vos y la escucho a ella [a Mara, la fotógrafa] y estoy percibiendo a la gente que pasa. Como que estoy en muchos lados a la vez. Nací en el 82 y me salvé de un montón de pastillas. Ahora es al revés: la pastilla va delante del diagnóstico. Pero eso me provocó un desfasaje en la arquitectura del sueño. La concentración que no logro tener de día para vivir tampoco la puedo tener de noche para dormir.

Tengo que tomar, además de receta verde, mucha melatonina, y siento que debería tomar más. Puedo dormir porque tomo una medicación para eso, y no me da vergüenza decirlo. Aprendí que cuando te abrís y contás algo así podés estar ayudando a otras personas que tienen los mismos problemas.

Para mí, ir a una clase de yoga es una puta tortura. El tipo te dice “cerrá los ojos” y toda mi cabeza, que es como un shopping, empieza como un monólogo que además se abre al diálogo con otra parte mía que me dice “concentrate”.

Pero en tu formación como actriz tuviste que practicar yoga.

Tuve clases de yoga en la EMAD con Tabaré Rivero como profesor, lo cual resignifica todo esto en una experiencia casi de ácido. Imaginate, la voz de Tabaré, vestido con un pantalón militar y con una trenza en el pelo. Tremendo docente, pero la sensación que recuerdo es la de una voz que nunca se me apaga en el cerebro, y la incomodidad en el cuerpo mientras me preguntaba: “¿Qué es lo placentero de esto?” Es algo con lo que no me puedo conectar. Cuando me pongo a correr, ahí sí, consigo que se apague mi cabeza.

Y en el escenario.

Sí, ahí todo se diluye. Todo eso se cierra y aparezco yo de la manera más plena. En mis espectáculos nunca estoy menos de una hora y 20, y podría estar cuatro horas. La gente la pasa muy bien, pero yendo a ver a colegas me he dado cuenta de que es un montón de tiempo.

Ernesto [Muniz, director, coguionista y sonidista de la obra] sabe que a los 45 minutos de show me tiene que hacer una seña para que yo, más o menos, regule el tiempo, porque si no, en esta de sentirme feliz y con el cuerpo entrenado, porque lo preparo para eso, me puedo quedar a vivir arriba del escenario.

¿Cómo manejás la energía del público?

Ya la sé medir. Vos pensá que cumplo 40 en noviembre y actúo desde los 15 años. Ya sé lo que quiere la gente. Me doy cuenta de cuándo tengo un público que va a costar o de cuándo voy a poder hacer lo que quiera. Empatizo rápido con la gente y, de alguna manera, la termino conquistando siempre. Siento que es una bendición el afecto que recibo del público. Estoy muy agradecida de eso.

En tu libro La fiesta de los nadie decís que es mejor estar sola.

Soltera no es sola, soltera no es triste, y de repente sola es mejor, digo. Me parece que lo intento decir en el libro y también en la obra. Es que el autoconocimiento termina siendo la llave de todas las cerraduras de tu vida. Nunca vas a estar más cerca de tu honestidad que cuando estás en soledad. Yo tuve una pareja muchos años, me separé y enseguida intenté tener otra pareja. Pero en un momento dije: “Pará, ¿qué quiero yo ahora?”. Entonces, me tomé una pausa, lloré mucho, y me encantaría decirte “encontré al compañero de la vida”. Pero yo no siento que sea una persona incompleta, no me falta una pieza. El que viene llega para acompañar. El concepto de la pareja como algo que te completa me parece un error.

Foto: Difusión

Foto: Difusión

Entre las cosas que contás de tu vida en el libro está la historia de cómo te reencontraste con tu padre después de muchos años.

Yo soy una apasionada de la verdad. Se lo digo a mis hijos y a las personas que conozco y tienen hijos: “Deciles la verdad”. Es mucho mejor una verdad que duela que un supuesto. Suponer es una mierda. En un momento, cuando yo era niña, preguntaba y preguntaba, y no había respuestas sobre por qué mi padre no estaba con nosotros. Todos fingían una demencia colectiva. Con 18 años, y con más poder sobre mis decisiones, dije: “Yo quiero conocer mi historia. Quiero escuchar otra campana. Capaz para decirle: ‘¿Sabés una cosa?, sos un pelotudo pero sos mi papá, el 50% de mi ADN es tuyo’”. Yo busqué que sucediera el encuentro. No, esperá, tendría 18 y monedas, porque me acuerdo de que cuando cumplí 19 me llamó por teléfono.

Fuiste a averiguar sus datos al Ministerio de Relaciones Exteriores.

Claro. Hice todo. Me acuerdo de ir a la calle Colonia y decir: “Yo soy hija de esta persona, sé que está en España”. Todos los datos me indicaban que estaba allá. Ellos avanzaron, ahí él me llama y me paga un pasaje. Voy, me reencuentro con él. Tenemos una charla muy intensa en la que acepta, escucha y dice, y yo le digo un montón de cosas, y desde ese día hasta el 2 de abril de este año, que se murió, no le puedo reclamar nada.

Como docente de teatro, ¿cuáles son los pilares de lo que intentás transmitir a tus estudiantes?

En la carrera de una actriz o de una actor te va a dirigir mucha gente, alguna con la que vas a poder trabajar bárbaro y en armonía y otra con la que tal vez tengas que hacer un esfuerzo extra. Por eso creo que lo fundamental, cuando vos generás tus espacios artísticos, es decirle a la gente que te va a ver qué artista sos. Todos los días les pregunto a mis estudiantes: “¿Eso que estás haciendo te representa?”, “¿eso sos vos?”. Y a veces les digo: “Sos mucho más que eso”. ¡Hacete preguntas! Cuando me paro arriba del escenario quiero que la gente diga: “Esta piba es esto”. En tonos de naranja, de rojo, de gris, pero es la misma que venís viendo desde hace 20 años.

El artista no puede descansar jamás, porque cuando descansás dejás de representar para, simplemente, hacer. Es difícil, pero no es imposible: lo estoy haciendo. Ese es mi legado y el que les quiero dejar a mis hijos.

Yo soy la tormenta. Viernes y sábados a las 21.30 en el teatro Movie.