De la vida que teníamos antes se extrañan los mapas. La facilidad de ubicar con el celular cualquier rincón del mundo (“cualquier objeto sobre la Tierra”, según promete el GPS, sigla de Global Positioning System, o sistema de posicionamiento global) nos ha privado de la belleza de extender un mapa sobre la mesa para saber cómo se conectan los cursos de agua, cómo se despliegan sin respetar fronteras las cadenas montañosas, cómo cambian de nombre ciertas calles al cruzarse con una avenida. El tembloroso mapa digital, tan incómodo por los límites del dispositivo, nos escamotea detalles imprescindibles apenas nos alejamos un poco de las coordenadas iniciales. Nos entrega otros placeres, claro. Podemos recorrer las calles de ciudades que no conoceremos nunca o buscar nuestra propia puerta, registrada en algún momento por el metódico autito de Google. Podemos perdernos en esa generosa red de conexiones en la que cada punto se corresponde con un punto concreto en el mundo. Pero bien sabían los antiguos que esa desmesurada escala no sirve como modelo. Y además, la realidad miente. Lo que hoy se nos muestra es siempre la verdad de ayer.

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Menos ingenua en su aspiración de verdad, la novela nos entrega un mundo cerrado que se abre infinitamente en cada lector, en cada lectura. Los miserables, publicada en 1862 y versionada en reiteración real en cine, televisión, teatro y espectáculos de variedades durante los últimos 90 años, tiene en París su escenario y su correlato. París fue la capital del siglo XIX, como ya se ha dicho, y en el infierno de sus arrabales era posible perderse “como en el seno del mar”. Un laberinto modificado por las sucesivas insurrecciones y por el crecimiento de la burguesía, hasta que las reformas de Haussman trazaron la geometría que se conserva hasta hoy.

“Jean Vajean empezó por engañarse. Creyó estar debajo de la rue Saint-Denis y no era así por desgracia. Hay debajo de esa rue una alcantarilla vieja de piedra, que pertenece al tiempo de Luis XIII, y va en derechura al albañal colector de la alcantarilla grande, con un solo ángulo a la derecha, a la altura de la antigua Cour des Miracles, y un solo ramal, la alcantarilla de Saint-Martin, cuyos cuatro brazos se cortan en cruz”.

Foto del artículo 'Mapas literarios, cartografías del relato'

A Jean Valjean le habría venido bien un mapa.

Lo bueno –aunque a Valjean ya no le sirva– es que a alguien se le ocurrió hacer el mapa de París tal como Victor Hugo lo entregó en Los miserables, situando con precisión los sitios históricos y ubicando la zona de los ficticios, incluyendo el plano de las cloacas tal como fue publicado en 1836 y facilitando una recorrida interactiva que vincula los lugares físicos y los momentos del relato. No es el único mapa literario que ofrece Aventuras Literarias. Se puede recorrer Madrid acompañando las crónicas de Emilia Pardo Bazán o perderse en las calles de Londres siguiendo el rastro de Sherlock Holmes, entre varias otras posibilidades. Pero sobre todo, se puede volver a desplegar un mapa sobre la mesa y perderse en el asombro de la traducción al plano de esa cosa viva y cambiante que es una ciudad, esa domesticación del violento paisaje para su mejor comprensión y disfrute.