Publicado en 2018, el libro en que se basa esta película lleva vendidos unos 15 millones de ejemplares. Así que su adaptación cinematográfica es de esos fenómenos, como El código Da Vinci y la serie de Harry Potter, en que un porcentaje enorme de espectadores leyeron el original y se van a copar discutiendo si los personajes están o no como los imaginaron, si la adaptación es fiel y si hace justicia al libro. Perdón, no es mi caso: no leí la novela y sólo puedo comentar la película en sí misma.

Se alternan dos líneas temporales. El presente es 1969, cuando, en un pueblito de Carolina del Norte, el muchacho Chase apareció muerto. Se sospecha que fue asesinado por Kya, la misteriosa “chica del pantano” con quien había tenido un vínculo amoroso-sexual. En esencia, esos tramos de la película conforman una historia de tribunal en la que el abogado humanista intenta defender a la acusada contra opiniones basadas en los prejuicios de la sociedad contra una muchacha que es, como indica el título en español, “salvaje”. Como tantas historias de tribunal, mientras hinchamos por el lado bueno quedamos pendientes de la resolución del misterio (cómo murió Chase y si Kya tuvo o no algo que ver con ello). La otra línea son los flashbacks con la historia de Kya. Empieza en 1954, cuando ella era chiquita, y avanza hasta coincidir con el tiempo presente. Su padre era alcohólico, autoritario y violento. Sucesivamente se escapan del hogar la madre y los hermanos mayores de Kya, y ella termina solita conviviendo con ese hombre espantoso. En determinado momento el padre ya no está y ella debe subsistir, adolescente todavía, por su propia cuenta, viviendo sola. Pero este es el trasfondo nomás. El centro es el coming of age de Kya en esas circunstancias difíciles y sus romances adolescentes, sucesivamente, con dos muchachos apuestos del lugar, Tate y Chase.

Tanto el libro como la película suelen clasificarse como “de interés femenino”. Claro que hay muchas cosas en ella que conciernen a espectadores varones, cuestiones de empatía humana básica, la historia interesante, la belleza alucinante de los paisajes y, nada menor, Daisy Edgar-Jones, una estrella en ascenso carismática y preciosa. Nada de eso se equipara a la identificación directa con los deseos y padecimientos de Kya. Esta película ejemplifica la manera en que el “interés femenino” cambió de una cosa medio condescendiente (“a las nenas les gustan las historias de amor tontas, mientras que los demás nos ocupamos de cosas serias”) a algo impregnado de perspectiva feminista: postura crítica hacia distintas formas de abuso contra mujeres, y el ejemplo de empoderamiento —Kya va a tomar las riendas del destino, atender sus vocaciones, desarrollar sus capacidades y conducir su principal vínculo amoroso como un intercambio, y no como salvación de la mano y gracia del príncipe encantado—. Está, además, la cuestión de quién cuenta la historia. No sólo el libro está escrito por una mujer: en la película, son mujeres la directora, la guionista, las productoras y la directora de fotografía.

La circunstancia se presta a lecturas metafóricas. Al mismo tiempo que acompañamos la historia excepcional de la chica del pantano, su vida funciona como hipérbole de situaciones comunes durante el crecimiento: sentirse discriminada en la escuela o en el liceo por no ser la más linda, ni la más rica, ni la más conforme a las modas y ondas hegemónicas, la timidez al acercarse al muchacho que le gusta, estar enamorada y que el muchacho la deje tirada, la comparación entre el tipo que realmente le gustaba y el otro que vino a llenar el hueco pero no le llega a los talones y además la trata mal.

La película es muy llevadera, aunque hay dos problemas serios que la empañan. Uno es la improbabilidad de que Kya, partiendo de las condiciones en que creció, termine siendo una joven totalmente pulcra, súper articulada, que quizá no se vista como una Barbie pero tiene un guardarropas variado de prendas que combina de un modo que cualquiera tomaría como “buen gusto”. No sólo adquirió un talento excepcional para observar la naturaleza y dibujarla en unas acuarelas preciosas, sino que su estilo es académico, como si el academicismo brotara así nomás, en forma natural, del mero empeño de retratar. Más que eso: ella explica fenómenos de física en forma totalmente científica, de una manera que sólo hubiera sido posible con estudio, pero no nos consta que haya estudiado, ni siquiera por su propia cuenta. En fin, si ella es discriminada en el pueblito, es porque la película la muestra huraña, único rasgo detectable de salvajería. Claro, es el recurso fácil para generar identificación: “Qué prejuiciosa es la gente prejuiciosa, que trata a la muchacha como si fuera tonta y fea, cuando es obvio que es más linda y más inteligente que todos”. El problema es que, además de atentar contra la verosimilitud, esa caracterización termina siendo ella misma prejuiciosa: ¿bancarían los espectadores la postura antiprejuicios con una protagonista que realmente atentara contra nuestros prejuicios?

Lo otro tiene que ver con la música enaltecedora presente en la mayoría del metraje. Se entiende que quisieron direccionar, con esa música, la sensación de un vínculo poderoso con una naturaleza bella e interesante, pero hay en eso una exagerada falta de confianza en el entorno que, supuestamente, deberíamos admirar. ¡Por favor, dejame unos minutitos sólo con los sonidos de los pájaros e insectos, con las imágenes, con la soledad, con el mero transcurrir del tiempo! Pero no, todo tiene que estar teñido con la pátina kitsch de la música de Michael Danna.

Hay mucha cosa ética para discutir respecto del desenlace, pero esto está como vedado por el hecho de que implicaría contar el final. Además, se me acabó el espacio para escribir.

La chica salvaje (Where the Crawdads Sing). Dirigida por Olivia Newman. Estados Unidos, 2022. Basada en la novela de Delia Owens. Con Daisy Edgar-Jones, David Strathairn, Taylor John Smith. En varias salas,