Cuando el viejo narrador del poema “La leyenda del Mojón”, del payador canario Juan Pedro López, esa pieza que incluye en el verso inicial el adverbio más famoso de la literatura gauchesca (“Llovía torrencialmente”), se apronta a comenzar su historia ante el auditorio, dice: “Alcáncenme un amargo / pa que suavice mi pecho, / que voy a dentrar derecho / al asunto, porque es largo”. El mate propicia la pausa, aclara la voz, ordena las ideas y tensa ante el público oyente el hilo de la atención, un poco en la senda de lo que ocurre en medio de la novela El jardín de las máquinas parlantes, de Alberto Laiseca, cuando el Gordo Sotelo, asustado por el inminente ataque de los chichis, demonios del mundo esotérico que atraviesan toda la obra del escritor argentino, es calmado por su maestro De Quevedo: “Preparate unos mates, gordo”. Y es en El jardín…, justamente, donde se lee una defensa cerrada de la tradicional infusión: “A cuántos habrá salvado el mate en las épocas del hambre infinita. Es cosa de ver cómo ayuda a resistir, a conservar el equilibrio, la esperanza y a que no se pierda el centro. Sirve al solitario, pero también al ideal que es compartir. No hay cosa más linda que tomar mate con la mujer de uno. Maldito sea el que está compartiendo y no comprende. En su defecto que sea con un amigo. El mate es más compañero que el vino, y digo mucho. El vino traiciona como algunos hombres traicionan a sus mujeres. Como algunas mujeres traicionan a los hombres que viven con ellas. Pero el mate brinda y rodea de escudos. Más de uno no se mató porque todavía no se le había terminado la yerba”.

La ceremonia de cebar mate es una apropiación del tiempo, como si la efímera materia que se cuela entre los segundos y los minutos, voraz en su propio fluir infinito, se domesticara de pronto para ajustarse al ritual. La naturaleza del elemento vegetal establece el dominio del acto, como ilustra Carmen M Cáceres en el libro Al borde de la boca. Diez intuiciones en torno al mate: “La esencia del mate se juega en la yerba. Bien dispuestas en el recipiente, las hojas secas y troceadas entran en contacto con el agua caliente y desprenden un sabor amargo que va perdiendo aspereza en las cebadas hasta alcanzar un tenue gusto vegetal. Este feliz equilibrio se mantiene hasta que la yerba termina de cumplir su proceso de oxidación. Hinchadas y oscuras, las hojas se vencen, se agostan y dan al agua caliente una pesadez ferrosa que se estanca en el estómago”. Y si un tiempo particular domina al acto de cebar un mate, no menos especial es el de la infusión en sí, tal como cuenta el Gato Garay en un pasaje de Nadie nada nunca, de Juan José Saer: “El sabor, amargo, del mate me llena la boca y el líquido, caliente, que me hace sudar y va como barriendo los restos del sueño, pasa por mi garganta, hasta que las últimas chupadas, que hacen subir por la bombilla a la boca cada vez menos líquido, terminan produciendo, en el fondo del mate, un murmullo ronco y apagado”.

A bordo de un catamarán por el canal Beagle vi a un turista inglés tomar mate en soledad, aboliendo la pachorrienta disposición temporal de la práctica: sobre la bamboleante mesa de la embarcación, dispuso una vasija colorada que medió de yerba, plantó la bombilla y arrancó a echar agua hirviente que iba sorbiendo a una velocidad inquietante para su esófago y para cualquier eventual telúrico espectador. Pensé entonces en la anécdota que cuenta Adolfo Bioy Casares en su malicioso diario Wilcock, sobre una noche en París en la que él y Juan Rodolfo Wilcock invitaron a tomar mate a un matrimonio austriaco. Cuando a la señora le tocó el mate en la rueda, mandó a buscar algodón y alcohol para limpiar la bombilla antes de chupar, acto del que debió desistir a instancias de los argentinos, y cuando devolvió el porongo a medio terminar, se ganó una reprimenda de Wilcock: “Usted ha hecho subir el agua hasta su boca y ahora nos devuelve el mate con parte de esa agua. No es limpio. Absórbala toda antes de pasarme el mate”.

La misma gradación de la práctica se cuela en la lectura y en la escritura en compañía del mate: en la primera, a través de las pausas que al acto le imponen cebar, sorber, dar la vuelta y mover la bombilla, con ocasionales marcas fijadas en las páginas de los libros, fruto de la distracción o el ensimismamiento (manchones verdosos y amarillentos en los márgenes, palitos de yerba seca entre los pliegues); en la segunda, a través de los lapsos imperceptibles que acompañan la rumiación de un párrafo, de una oración, de un verso e incluso de una palabra. El avance de los ojos por un capítulo bien escrito o el aporrear del teclado tras un pasaje que fluye pueden hacer olvidarse del mate cebado, que al momento del reencuentro enrostrará su despecho con la frialdad del agua y el amargor redoblado en el buche.