La obra de Aldo Garay siempre circuló alrededor del espinoso concepto de la identidad. De este gran tema podrían abrirse diversas ramas, y las más frondosas son las de identidad sexual y de género. Así, los retratos de personas de la comunidad trans circulan helicoidalmente alrededor de toda su filmografía.

Ahí tenemos la tempranísima presentación de diversas travestis en Yo, la más tremendo (1995), que de alguna manera continuaría con la historia de una de ellas, Julia, que fue llevada a pantalla en Mi gringa, retrato inconcluso (2001) y El casamiento (2011), para más tarde abrir el foco a otro personaje, Stephanía, exintegrante de la revolución sandinista en El hombre nuevo (2015).

La otra gran rama de estas disquisiciones sobre la identidad corre por parte de la vejez y la memoria, en la que a algunos títulos ya mencionados –como El casamiento– podrían verse como ficción. La espera (donde una protagonista anclada existencialmente al cuidado de su madre contempla la posibilidad de que alguien se deshaga de ella), pero también El círculo, donde se traza un paralelismo entre la memoria política necesaria para seguir ahondando en casos de historia reciente y las investigaciones científicas sobre alzhéimer de Henry Engler.

Uno de los elementos en común de todas estas versiones de lo identitario corre por el lado de lo orgánico/corporal. ¿Qué pasa con la imagen que alguien tiene de sí mismo cuando el cuerpo se le empieza a revelar/rebelar en su decaimiento?, y aún más, ¿qué pasa cuando la persona no se identifica con el cuerpo que nació? En Carmín estos dos costados de la misma cuestión se presentan en paralelo a partir del vínculo entre Sofía, una conocida activista de la comunidad LGBTIQ y Carmen, una anciana a su cuidado.

Ambas viven en una casa que quedó aislada después de los destrozos y despiadadas transformaciones urbanísticas que sucedieron en varios barrios a partir de la construcción de una línea ferroviaria para comunicar al puerto con la pastera UPM. Como esa zona extirpada del resto del tejido urbano, ambas inquilinas representan a dos tipos de poblaciones históricamente olvidadas por la sociedad y el Estado (los ancianos y la población trans).

La forma en que Garay filma las habitaciones, salas de estar y patios (con un particular ojo para esos detalles de cuidado y estética en los que tanto Carmen como Sofía defienden su dignidad) contrasta con la devastación de su entorno. Así, el hogar de ambas es presentado como una especie de palacio kitsch asediado tanto por las invasiones bárbaras del decaimiento urbano como por los temidos okupas ocasionales que entran por boquetes en casas aledañas.

La parte más interesante de Carmín corre por estos obsesivos recursos de ornamentación no sólo de las protagonistas, sino también de otras figuras trans que son llevadas a pantalla. Sus cuerpos, sus proyectos y los interiores de sus casas se suceden en formas cifradas de una misma identidad, con un revoque que refiere tanto al maquillaje como a lo arquitectónico y estructural. En este retrato psicodoméstico nos podemos topar con los brazos de muñecas que Sofía deja semienterrados en las macetas de sus plantas, el modesto set de filmación que Paulina Navarrín monta en su casa para realizar para su propio magazine, o la profusa cornucopia religiosa (entre cristiana y umbandista) que desborda la casa de Rihanna Montenegro. Hasta el Sr. X, quien brinda testimonio en el programa de Sofía, se coloca una máscara extraña, muchísimo más compleja en su diseño de lo que puede notarse a simple vista, para proteger su identidad. El lema de todas estas vidas podría ser “antes muerta que sencilla”.

Es en lo narrativo y en la puesta en escena donde más se distancia esta película de la mayoría de la obra de Garay. En films como El casamiento o El hombre nuevo por momentos se percibe como si al material documental se lo pasase por un filtro ficcional que condensa un poco más sus historias y su desarrollo. En Carmín el registro parece un poco más directo, con la correa más suelta en lo que refiere al orden narrativo (es decir, mucho más episódico y livianamente engarzado).

Entre los múltiples retratos de militantes trans que se registran, lo que parecería llevar la historia de las dos protagonistas es la eventual relocalización de su hogar, algo que para Sofía es una chance de reinvención y para Carmen una suerte de exilio forzado. El gran problema que se revela al final de este camino es que la misma Carmen reclama seguir viviendo no en esta última casa, sino en otra de su juventud, ya muy lejanamente perdida. Así, el duelo es doble y no hay sutura ni revoque posible para tapar esa grieta. La memoria y el cuerpo dando una última batalla, una de la que nadie puede escapar.

La lucha contra el cuerpo y contra el tiempo termina tomando forma en un plano final, tanto doloroso como humorístico, de una película que tiene la extraña cualidad de ser tan triste como esperanzadora, como una pintura que cambia de gestalt según el lugar donde el ojo haga foco.

Carmín, de Aldo Garay. 77 minutos. Estrena el jueves.